En un tiempo paradojal y fragmentado, el misterio de Jesús resucitado ilumina la existencia y constituye el centro de la teología cristiana.“Dios lo resucitó librándolo de los dolores del Hades” (Hech 2.24), la morada de los muertos, o infiernos, como decimos en el Credo cada domingo. El Padre arranca de la muerte a Jesús por medio del Espíritu, dándole la vida definitiva, vida eterna, escatológica, final. Pablo y Pedro afirman innumerables veces que el Padre ha resucitado a Jesús, lo que no les impide afirmar en forma activa también que Jesús resucitó (por obra del Padre y el Espíritu). Esta es la afirmación central de fe: el Padre resucitó a Jesús de entre los muertos y lo sentó a su derecha (Ascensión como término de la Resurrección). A partir de la Resurrección hay un hermano nuestro, en cuerpo y alma, que ha llegado a Dios.

Como los judíos esperaban la resurrección al final de los tiempos, decir que Jesús ha sido resucitado es entonces afirmar el comienzo del fin de los tiempos; de allí, al comienzo, la premura paulina en esperar la vuelta del Señor como inminente.

 

Historia y metahistoria

Si Jesús pasa a existir en Dios, por el Padre en el Espíritu, podemos afirmar que pasa a la metahistoria. Vive ya en la vida eterna definitiva junto al Padre. Pero el paso a la metahistoria no supone afirmar que la resurrección sea a-histórica.

Respecto a nosotros, Jesús resucitado quiso encontrarse con los suyos para mostrarse viviente con una vida escatológica. Y dejó vacío el sepulcro. De modo entonces que hay una vertiente histórica de la resurrección de Jesús. En dos sentidos: en el sentido en que los encuentros fueron hechos reales, que tocaron el tiempo del hombre, en los que

Jesús se mostró y encontró objetivamente con gente psicológicamente normal. Y en el sentido de que tenemos documentos, datos históricos de estos encuentros. Hasta aquí puede llegar la ciencia histórica: hallar los testimonios de los encuentros afirmados por los testigos (que son muchos) y juzgar su valor histórico y antigüedad, sin entrar en su carácter de documentos kerigmáticos de fe, ni prejuzgar sobre la imposibilidad de una resurrección, en virtud de los principios de correlación y analogía que ella usa.

Como recuerda D. Marguerat, de ningún otro hombre de la Antigüedad tenemos tantos datos como los tenemos de Jesús. J. Dunn afirma con razón: “Respecto a la distinción

entre eventos, datos y hechos, la resurrección no puede ser enumerada entre los datos llegados hasta nosotros. Tampoco podemos hablar de la tumba vacía y las apariciones como datos. Los datos son los relatos de la tumba vacía y de las visiones de Jesús. Los hechos históricos son interpretaciones de los datos, de modo que los hechos históricos, en este caso, hablando con propiedad, son a lo sumo el hecho de la tumba vacía y el hecho de que los discípulos vieron a Jesús. La conclusión de que “Jesús fue resucitado de la muerte” es una interpretación adicional, una interpretación de datos interpretados, una interpretación de los hechos” (Dunn, 2004, 877, resaltado nuestro).

 

Los encuentros

Fueron encuentros reales donde el puente del conocimiento partía del objeto, Jesús, al sujeto, el testigo implicado. Fueron indispensables para que conociéramos que Jesús estaba vivo, y que “pasaba” al Padre. Sin los encuentros (incluso el de Pablo en las puertas de Damasco), no tendríamos noticia de que Jesús vive. Los sinópticos enumeran los encuentros a partir del eje de dos grupos. El primero a las mujeres en el sepulcro y el segundo en Galilea (o Jerusalén, en Lc 24,36) invitándolos a la misión, y en Juan, donándoles el Espíritu (Jn 20,20). A estos encuentros hay que agregar otros: Emaús, Pedro, Santiago, los quinientos hermanos (1 Cor15,6), Pablo en Damasco (1 Co15,5), quizás Esteban (Hech 7,56). Es importante no forzar artificialmente su articulación, sino dejar que cada texto hable en el contexto de la teología del evangelio o relato de que

se trate. Los encuentros provocan la conversión de los discípulos dispersos y con miedo, su pleno reconocimiento de la divinidad de Jesús (ya larvado en su vida terrena) y la realidad trinitaria de Dios. Y también conlleva la comprensión del carácter proléptico o anticipativo de la vida de Jesús hacia la Resurrección, y la inteligencia de ella como respuesta del Padre al ofrecimiento del Hijo al mismo tiempo que el testimonio definitivo del Padre a favor de Jesús (Pannenberg).

 

Sentido salvífico de la Resurrección

La visión joánica de Jn 20,22, donde el Resucitado ya sopla el Espíritu sobre los apóstoles, muestra hasta qué punto la realidad de Pentecostés (el don del Espíritu) integra plenamente una teología de la Resurrección. El Espíritu donado que nos hace hijos en Jesús y nos da su gracia es el fruto, resultado de la redención: “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que son hijos, es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo ‘Abbá’, es decir, ‘Padre’” (Gal 4,5 y ss.).

Ese mismo Espíritu que re-santifica al hombre, es el alma de la Iglesia, de la comunidad creyente en la que escuchamos el mensaje gozoso de que Cristo vive y ha vencido a la muerte y el pecado, por nosotros. Y nos promete nuestra propia resurrección futura, ya que Cristo ha resucitado como el primogénito de entre los muertos (Col 1,18).

En la comunidad de la Iglesia, en el memorial eucarístico que hace presente al Crucificado-Resucitado, la Iglesia vive en la confianza del Viviente que camina con ella, y en la esperanza de su retorno en gloria cuando transforme el cosmos, nos juzgue y resucite para poner todo a los pies de su Padre (1 Co 15, 28).

El cristiano vive la paradoja del Misterio Pascual, del Crucificado-Resucitado, conformándose a la muerte y resurrección de Cristo desde su bautismo. Jesucristo recreó el mundo muriendo y resucitando por nosotros. Estamos llamados a crecer en nuestra configuración con el Crucificado-Resucitado, manteniendo ambas realidades y sabiendo que la Cruz no ha sido erradicada del mundo, sino que es camino a la Pascua, que es paso al Padre. En nuestro tiempo, tan paradojal y fragmentado, donde vemos tanto dolor y al mismo tiempo tanta alegría falsa y banal, el Crucificado Resucitado nos invita a seguirlo porque Él es el camino viviente que nos lleva al Padre (Heb 11,20). Confesemos nuestra fe y nuestra esperanza: Cristo tiene memoria personal de cada uno de los hombres de cada siglo de la historia, y nos quiere para siempre junto a Él en su Esposa amada por la que derramó su sangre (Ef 5,2).

 

El autor es sacerdote de la diócesis de San Isidro y profesor de Teología.

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