Hoy estamos mejor que en 2002 para ver hacia dónde marcha la Argentina. Pero había entonces un cierto consenso sobre la crisis y sus soluciones, mientras que hoy la opinión está absolutamente dividida.En la primavera de 2002 asistí a las reuniones del seminario “Agenda para la República”, que Criterio organizó en el antiguo Convento de las Catalinas. Dialogué allí con algunos de los intelectuales que más respeto; quizás aporté algo, pero sobre todo aprendí muchísimo. Mis reflexiones durante ese año, el “año de la crisis”, quedaron plasmadas en un ensayo largo, La crisis argentina. Una mirada al siglo XX, y feché en julio de 2003 el final de su escritura. La fecha de tal reflexión me sirve para constatar qué pensaba entonces de los desafíos y prospectos de la etapa que se iniciaba con la asunción del nuevo presidente, Néstor Kirchner. Creía que la salida de la crisis tenía una cuestión previa y fundamental: la reconstitución del poder presidencial; en julio ya se advertía que el gobierno marchaba en ese sentido y que sus logros eran satisfactorios, aunque no se advertía que, al respecto, pronto colmarían la medida de lo prudente. En la compleja cuestión de la crisis y su salida ubiqué como primera prioridad la cuestión del Estado. Sin Estado –razonaba– no existe el instrumento para desarrollar política alguna, y mucho menos para discutir colectivamente el rumbo del país. Hoy, al cierre de un ciclo del kirchnerismo, cabe preguntarse qué ha pasado en estos ocho años con el Estado, y si la sociedad argentina pudo acordar un nuevo rumbo para el país.

Cuestiones mal planteadas

Las respuestas que hoy se dan a esta cuestión son muy diferentes, tienen pocos puntos comunes para la discusión, y se integran en el cuadro más general de polarización y división facciosa de la opinión. Me parece necesario empezar por señalar algunas cuestiones mal planteadas. En primer lugar, hay que diferenciar el Estado del gobierno. El gobierno pasa, el Estado queda. El Estado incluye sus diferentes agencias y oficinas, encargadas de administrar distintos asuntos de la sociedad; su personal, es decir, la burocracia estatal, y el conjunto de normas, reglamentos, procedimientos y controles que constituyen las buenas prácticas de la administración.

Agencias, funcionarios y prácticas están articulados por una cierta idea de lo que se puede y se debe y lo que no se puede o no se debe: la ética del funcionario.

El Gobierno, por su parte, dirige y conduce el Estado; son equipos dirigentes que se renuevan periódicamente y que tienen la responsabilidad de establecer las políticas y ejecutarlas. Su autoridad deriva de la voluntad popular, expresada en el sufragio. Está limitada por la división de los poderes y por los sistemas de control propios de las instituciones estatales. Una cosa es un gobierno fuerte y otra un Estado fuerte, una distinción que hoy suele pasarse por alto.

La segunda precisión es más coyuntural y remite a una cierta liviandad en la formulación de los discursos políticos. Suele decirse que en los años noventa se adoptaron políticas neoliberales mientras que en el ciclo de los Kirchner se recuperó el estatismo. En su momento, ambos giros fueron presentados como fundacionales, y sustentan relatos de reciente historia argentina donde los cambios dramáticos son más importantes que las continuidades. Nos suele ocurrir cuando explicamos historias de las que somos actores. Pero una segunda voz nos dice –al menos a los historiadores– que también hay que buscar las continuidades.

Creo que tuvimos un neoliberalismo y un estatismo sui generis. En la comparación entre los noventa y el kirchnerismo, una primera llamada de atención resulta de comparar los equipos de ambos gobiernos peronistas, que no cambiaron mucho, aunque las cosas que dicen son distintas. Podrá pensarse que la verdad se les reveló en el Camino de Damasco, o quizá que el oportunismo o la preocupación por el poder pesan más que la coherencia ideológica.

Pero si se toma distancia de los argumentos de la pelea cotidiana, quizá se descubra que, remitiendo a discursos ideológicos distintos, las políticas de gobierno en una y otra etapa no son tan diferentes. Su semejanza se encuentra en otra cuestión, diferente de la aludida por los discursos. Mi impresión es que ambas políticas se desarrollaron en el contexto de una profunda crisis del Estado, casi diría de destrucción sistemática, y que mantener y profundizar esta situación ha sido el rasgo común de los dos ciclos, que encontraron de diferentes maneras su costado beneficioso.

Un Estado potente y colonizado

Veamos qué ha pasado con nuestro Estado. Desde fines del siglo XIX la construcción de la moderna Argentina estuvo orientada y moldeada por un Estado potente, capaz de imprimirle un sesgo peculiar.

Por entonces, con una sociedad en estado magmático, que recibía un cuarto de millón de inmigrantes por año, y un Estado ya avanzado en la construcción de sus instituciones, la clase política pudo practicar, con pocas limitaciones, una suerte de ingeniería social. La ley 1420 de Educación es un buen ejemplo de esa ingeniería y de sus prolongados efectos. Con el tiempo, los distintos intereses de la sociedad se fueron organizando y crecieron los reclamos. Hubo conflictos intersectoriales pero sobre todo se reclamó al Estado la reglamentación de las actividades e incumbencias en cada terreno. Por ejemplo, la salud, empezando con la definición del ejercicio legal de la medicina, o las relaciones laborales. Así se dictaron leyes y se expandieron las agencias, la burocracia y las normas.

Gradualmente se desarrolló otra cara de la acción estatal, cuando las regulaciones o las políticas de promoción de distintos sectores o actividades fueron dando lugar a franquicias o privilegios; por ejemplo, la ley de Asociaciones Profesionales de 1945 y las leyes de Promoción Industrial o Regional de 1958. En un punto, que hay que determinar en cada caso, la franquicia o el privilegio –fundado en el interés general– se convirtió en una prebenda. Los casos son distintos, y no hay blancos y negros sino una gama de grises, con tendencia al oscurecimiento. Esto se advierte sobre todo cuando el beneficiario de un privilegio montó una corporación aguerrida para mantenerlo y, en lo posible, para instalarse en la oficina del Estado encargada de regularlo: los médicos en Salud Pública, los abogados laboralistas en Trabajo, la Iglesia en Educación. Desde mediados del siglo XX el Estado fue cada vez más potente –en el sentido de que ampliaba su campo de injerencia y podía fijar políticas de gobierno– pero progresivamente más colonizado, atado y limitado por mil sutiles hilos, como Gulliver y los enanos. El Estado fue a la vez el campo de batalla y el botín, como se vio en los años sesenta y setenta.

Destruir y depredar

Las cosas cambiaron mucho desde mediados de la década del setenta, cuando se inició un proceso sostenido en el tiempo de desarmado del Estado potente. En 1976 se dijo que achicar el Estado era agrandar la Nación. Desde entonces todos los gobiernos –con la sola excepción del de Alfonsín, que al respecto fue neutro– contribuyeron a esta destrucción, con argumentos diferentes y contradictorios pero con un resultado similar. Ciertamente, en esta destrucción el Estado se desprendió de muchas cosas inútiles, como hoteles o fábricas improductivas, y muchos servicios públicos ganaron con la gestión privada, en parte porque se libraron de la expoliación de grupos enquistados. Pero a la vez abandonó sus hospitales y escuelas y se desentendió de las empresas que respondían auténticamente al interés general, como YPF.

El afán destructivo se concentró en las agencias estatales y en sus instrumentos de control de los gobiernos. A lo largo de los años su burocracia profesional fue dispersada, se desarmaron sus mecanismos de control y se descalificó y desvalorizó todo su sistema de procedimientos y normas. Los instrumentos estatales cayeron junto con la ética del funcionariado. Ya en el tramo final de la historia, el gobierno destruyó su oficina estadística y renunció a tener datos confiables. Quizá lo que ocurrió, como dice el refrán, es que el niño se fue por el desagüe junto con el agua sucia. Pero fueron demasiados gobiernos para no suponer que el objetivo común era el niño, y no el agua. Porque simultáneamente, aquellos que habían aprovechado del Estado potente para proteger sus intereses e instalarse en alguna de las oficinas estatales se transformaron de prebendados en depredadores sistemáticos. Con los militares prosperó la “patria financiera” o la “contratista”. Las grandes privatizaciones de los noventa fueron el terreno adecuado para que prosperara otra banda depredadora. Las estatizaciones de esta década del siglo XXI beneficiaron a otros: los contratistas de obras públicas o los beneficiarios de los subsidios estatales.

Hubo cosas que no cambiaron, como el PAMI o las obras sociales. El asesinato de Mariano Ferreyra tuvo un valor pedagógico, al exponer desnudamente el funcionamiento de un mecanismo que sólo se diferencia del de los noventa en los argumentos usados para justificarlo.

Así, desde la perspectiva del Estado, el estatismo del gobierno actual no se diferencia demasiado del neoliberalismo de los noventa ni tampoco de la política del gobierno militar: liquidar los mecanismos de control del Estado y habilitar a un grupo depredador para que absorba por medio del Estado los recursos de la sociedad. Una cosa diferencia la “nueva corrupción” de la “vieja corrupción”: la escala fenomenal de la actual. Por razones ajenas a nuestra historia interna, la Argentina ha entrado en una etapa de gran prosperidad tal que los recursos que ingresan al Estado se han multiplicado. Con ellos, la magnitud de la corrupción también ha crecido, y probablemente se ha transformado cualitativamente, aunque todavía nos falta perspectiva para saberlo.

Gobernar el Estado a los golpes

Retornemos al punto de partida: la reconstrucción de la autoridad gubernamental. Un Estado semidestruido es como las viejas radios o televisores a válvula: cuando se descomponían, un golpe bien dado las hacía funcionar un rato más. Un Estado en la situación del nuestro, que carece de mecanismos institucionales regulares, sólo responde a los golpes y al maltrato. Se puede decir lo mismo de otro modo: una buena manera de justificar un estilo de gobierno “golpeador” consiste en seguir desarmando la maquinaria estatal, como lo hace cotidianamente el secretario de Comercio, Guillermo Moreno.

Por otro lado, vivimos en un país democrático. Qué significa exactamente esto es tema de otra discusión. Pero lo cierto es que para gobernar hay que tener votos. Nuestro país anda escaso de ciudadanos. En muchos contextos, los votos se producen, y los recursos que administra el gobierno son el principal insumo de esa producción. De ese modo, destrucción del Estado, corrupción, gobierno autoritario y concentración del poder se articulan en un modelo que, por cierto, ha funcionado bien. Debo señalar que ésta no es la única explicación posible. En 2002 publiqué en Criterio un artículo en el que comparaba la situación de la Argentina con la del fin del Imperio Romano, y recordaba a Agustín, que veía en la invasión bárbara el derrumbe de la civilización. No le faltaban razones  personales, pero sí perspectiva y clarividencia, pues luego muchos encontraron en ese derrumbe el inicio de una civilización cristiana que precisamente reconoce en Agustín a uno de sus grandes constructores. Entonces quería decir, simplemente, que una crisis no es el mejor lugar para avizorar el futuro. En un sentido, hoy estamos en mejor situación que en 2002 para ver hacia donde marcha la Argentina. Pero en 2002 había un cierto consenso sobre la crisis y sus soluciones –eso recuerdo de las reuniones de las Catalinas y de otras similares– mientras que hoy la opinión está absolutamente dividida. Entre mis colegas intelectuales y académicos –gente informada y entrenada para pensar– hay quienes creen que el modelo que explica lo que hoy sucede es otro: lo llaman de “acumulación productiva e inclusión social”. Nada sobre la corrupción, ni sobre el Estado ni sobre la concentración de poder.

Admitamos su honestidad. Es posible que en 2002 hayamos sobrevalorado los consensos y optado por no hablar de los disensos. Pero hoy tenemos dos perspectivas diferentes, que no dialogan ni analizan sus discrepancias. En parte ha de deberse a nuestro viejo estilo faccioso, no erradicado. Pero entiendo que la responsabilidad principal se encuentra en la manera de gobernar el Estado. A principios del siglo XX Émile Durkheim dijo que el Estado –además de sus oficinas y funcionarios– es el lugar en donde la sociedad reflexiona sobre sí misma. Donde políticos y funcionarios elaboran diagnósticos y propuestas, que circulan por los órganos deliberativos, por la prensa y la opinión, por la sociedad y sus asociaciones, y retorna enriquecida y consensuada al punto de partida. Creo que estaba describiendo lo que hoy llamamos políticas de Estado. La mención de estos mecanismos de discusión y acuerdo, hoy ausentes, habla tanto de un estilo de gobierno como, sobre todo, del profundo deterioro del Estado. En esto no hemos avanzado desde 2003. En rigor, estamos mucho peor. No imagino una Argentina diferente de la que tenemos si no ponemos en marcha su reconstrucción.

 

El autor es historiador, investigador principal del CONICET, y dirige el Centro de Estudios de Historia Política en la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín.

6 Readers Commented

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  1. Juan Carlos Lafosse on 8 mayo, 2011

    ¿Quién es nuestro prójimo? Esta es la pregunta clave del cristianismo. El hombre dejado por muerto es “otro” que sufre, podría ser un kolla, un qom, un “bolita”. Muy a menudo hay una distancia emocional muy grande entre quienes tenemos un buen pasar y quienes viven en la miseria. No se entiende realmente que son nuestro prójimo porque no se sabe nada de ellos. Ni siquiera se imagina como viven, como sobreviven más bien. Se construyen una serie de mitos sobre “la actitud” que terminan culpabilizándolos de su pobreza. Para mí la distancia entre los buenos y los malos pasa por la compasión, el compromiso con el sufrimiento de otro, que está en la raíz de la parábola, la del samaritano, no el del fariseo ni del levita.

    Estos “otros” que viven en la pobreza son los que necesitan un gobierno que los proteja. Son quienes tienen derecho a desarrollar su capacidad de alcanzar sus objetivos, de tener sueños, de pensar en otra vida que la que les ha tocado en suerte. Juan Pablo II advirtió en “Centesimus Annus”, en 1991, sobre la necesidad de “abandonar una mentalidad que considera a los pobres – personas y pueblos – como un fardo, o como molestos e inoportunos, ávidos de consumir lo que los otros han producido”. Los pobres “exigen el derecho de participar y gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo creando así un mundo más justo y más próspero para todos”.

    Yo veo este artículo, que podría escribir un doctor de la Ley como el que pregunta a Jesús, y no veo en ningún lugar preocupación por los preferidos de Cristo. Solo es una expresión más de un pensamiento endogámico, donde se habla de un “consenso” entre personas que seguramente tienen un origen social común, piensan más o menos lo mismo y leen los mismos diarios que les repiten las mismas ideas. Y que desconocen cómo es la pobreza, están demasiado lejos de ese mundo.

    En ninguna parte se menciona que es este gobierno el que trajo a nuestra sociedad la discusión sobre la equidad en la distribución del ingreso. Ni se menciona que otros sectores políticos y sociales han ignorado directamente el tema ni se hace acá ningún aporte en este sentido.

    Si nos sentimos verdaderamente cristianos, esta debería ser nuestra preocupación, no los índices estadísticos ni un desarrollo basado en riquezas concentradas en pocas manos. Lo central debe ser la equidad, la justicia en el más amplio sentido de la palabra. Incluso por razones puramente económicas esto es tan evidente que el director ejecutivo del FMI, Dominique Strauss-Kahn, dijo que “Necesitamos una nueva forma de globalización más justa. El crecimiento sostenible está asociado con una distribución más igualitaria de la riqueza”.

    Es absolutamente cierto que el Estado era una verdadera ruina, vacío, corrupto y endeudado cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia de la Nación con un mínimo capital político. Esta destrucción fue un objetivo prioritario de las políticas neoliberales, que con inaudita crueldad y corrupción ejecutaron los militares, el menemismo y la Alianza radical. También es verdad que la herramienta que permite gobernar es el Estado, dentro del cual estaba el INDEC que no tenía ni capacidad operativa ni solvencia técnica en el 2003. Decir ahora que lo destruyó este gobierno es desconocer esta realidad, aunque se hayan cometido muchos errores en su manejo.

    La diferencia en ese momento no fueron los funcionarios ni las estructuras – eran lo que quedaba del desastre – sino un liderazgo que propuso valores y una nueva forma de hacer política y supo lograr los apoyos necesarios para llevarla adelante. Esta es una explicación fácil de verificar para entender la continuidad de algunos funcionarios y la adhesión de muchos.

    Afirmar que la actual etapa de prosperidad en Argentina es fruto exclusivo de razones externas es una simplificación que roza lo absurdo. Dos premios Nobel de Economía opinan lo contrario y en estos días el presidente de la UIA se identifica con el modelo de desarrollo nacional “que existe por primera vez en muchos años”. La obra pública creció en forma muy importante y asumir que esto se realizó solo para beneficiar a los contratistas del Estado se contradice abiertamente con la clase de obras que se realizaron, mayoritariamente en beneficio inmediato de los argentinos. No se hicieron fábricas de submarinos ni pistas de aterrizaje para la exportación de aceitunas sino rutas, escuelas y hospitales que, a diferencia de otras épocas, funcionan y tienen el presupuesto necesario.

    El PAMI cambió y mucho. Es un logro muy importante incorporar la atención de salud de millones de argentinos que ingresaron al sistema jubilatorio, a quienes antes se les negaba por haber trabajado en negro o haber sufrido desocupación. Además lo hace mucho mejor que antes.

    Ciertamente el asesinato de Mariano Ferreyra tiene un indudable valor pedagógico: está preso y aguarda su juicio uno de los sindicalistas más poderosos del país. Patotas y hasta policías acusados de encubrir el crimen están imputados y presos.

    Sostener que la corrupción ha crecido porque hay más recursos (¡llegados del cielo!) requiere por lo menos responsabilidad y explicaciones claras. Francamente, esta clase de afirmaciones sin la más mínima precisión roza la calumnia y el articulista debería agradecer que este gobierno no haya perseguido a nadie por este delito. Alfonsín subió al púlpito para reclamar que si se conocían hechos de corrupción se los denunciara a la justicia.

    Hay muchos intelectuales y académicos que sostienen – con honestidad y razones sólidas que acá no se mencionan ni analizan – que este es un proceso de acumulación productiva e inclusión social. La historia económica demuestra acabadamente que sin la participación activa del Estado no se ha desarrollado ningún país y que esto significa acumular y redirigir recursos. También está claro que quiere decir inclusión social: significa que las medidas económicas buscan mejorar la condición de todos los habitantes de nuestro país, no solo de corporaciones de ricos y poderosos. Los subsidios que se adjudican a transporte y energía se dirigen bastante precisamente a quienes más lo necesitan. La Asignación Universal por Hijo y su extraordinaria extensión a las mujeres embarazadas, medidas absolutamente no clientelares, han mejorado la salud y la educación. Las ha elogiado recientemente Monseñor Casareto. ¿Esto es corrupción?

    Nuevamente se reitera el argumento de la falta de diálogo, acuerdos y consensos. Lo más obvio sería señalar la responsabilidad de una oposición que solo logró ponerse de acuerdo para repartir cargos en comisiones legislativas y no ha sido capaz de proponer proyectos ni sentarse a discutir los ajenos. ¡Ni siquiera puede elegir sus candidatos! Solo abunda en descalificaciones huecas en sus medios de comunicación.

    La reconstrucción de la Argentina está en marcha y solo una mirada facciosa de la realidad puede no reconocerlo.

  2. Gustavo F.Grizzuti on 16 mayo, 2011

    Me parece excelente la afirmación del historiador Romero que tanto entre los noventistas como sus continuadores Kirchneristas no poseen mayor diferencia en lo que se refiere a Educación.

  3. Mirka Rudez on 17 mayo, 2011

    Opino que el camino hacia una solución para nuestro país se podría encontrar entre los polos que reflejan estas opiniones vertidas supongo con honradez, Es un camino difícil capaz de ensamblar ideas que parecen opuestas cuando en realidad pueden ser complementarias.

  4. Juan Carlos Lafosse on 18 mayo, 2011

    Yo no creo que existan dos polos de opinión antagónicos para explicar las diferentes visiones del país y no dudo de la honradez del Sr. Romero, en el sentido de expresar efectivamente lo que él piensa, aunque yo no lo comparta. Por eso envié mi comentario, porque creo en el diálogo y en la posibilidad de comprendernos aunque no estemos de acuerdo.

    Para mi, la verdadera diferencia entre sistemas económicos, e incluso entre opciones partidarias, reside básicamente en sus prioridades sociales y morales. Creo que los hombres – con todas nuestras fallas – podemos construir países con fórmulas muy diversas.

    Pero sin valores solidarios, sin enfocar claramente los esfuerzos hacia quienes sufren y menos oportunidades tienen, no lograremos tener un país donde las miserias humanas no crezcan y se perpetúen.

    También creo que esta es nuestra obligación como cristianos.

  5. Goliardo on 6 junio, 2011

    Interesante el articulo del hijo de Romero en relación a las políticas noventistas y kirchneristas. Aunque ilusionado por la vaguedad pensé que la solución al problema iba a dar nuevas novedades en el campo de la teoría política. Pero sigo esperando una reflexión desmoralizada de la coyuntura política. Parece que la historia del Estado (y de la política en general) se define por la variable corrupción/no-corrupción. En noventismo es igual es kirchnerismo por su variable corrupta. Ni siquiera Martínez Estrada diría semejante estulticia. Reducir el análisis político a la disputa teológica de principios morales solo lleva descalificar al “otro” como inmoral.

    Estos tipos vienen equivocando el camino desde el año 55. Pasan los años y no aprenden que la política no es una cuestión de buenos y malos sino que es la construcción de distintos intereses en punga. Esta idea neoplatonica de plantear como origen puro el Estado de la década del 80, que por maldición diabólica comenzó la caída por motivos externos a las políticas de nuestra aristocracia; ese modo de organizar el proceso histórico lleva a justificar la ordenación de ese desvío por fuerzas morales que resignifican el curso verdadero de la historia. Este artículo es una muestra de algo que ya paso. Este pensamiento es viejo, tan viejo como el siglo xix.

  6. Juan Carlos Lafosse on 9 junio, 2011

    Cualquiera sea el régimen o sistema político de un estado, en él hay personajes corruptos y honrados. Es verdad, como dice Goliardo, que es absurdo el planteo reduccionista corrupción/no corrupción, además de totalmente desmemoriado.

    Lo que está detrás de este discurso sigue siendo “civilización o barbarie”. Y, como en 1880, a los “civilizados” se les permite todo, fraude patriótico, golpes de estado, violencia y también corrupción, porque después de todo son “sus” muchachos. Roosevelt dixit.

    Un ejemplo de esta visión limitada es Lula, un personaje de moda en la oposición de quién no se cansan de elogiar sus grandes cualidades de estadista. Pero nuestros adalides de la moral nunca mencionan los innumerables escándalos de corrupción que le costaron ministros y funcionarios, incluido el actual jefe de gabinete de Dilma Roussef, Antonio Palocci que ya antes había dejado por causas similares el gobierno de Lula.

    En definitiva, decir “Una cosa diferencia la ‘nueva corrupción’ de la ‘vieja corrupción’: la escala fenomenal de la actual.” es solamente un recurso falaz para dividir a los argentinos, a pesar de su tan declamada y persistente preocupación por la “unidad” y el «consenso».

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