El escándalo del magnate de los medios trasciende las fronteras del hoy convulsionado Reino Unido y teje redes de poder, negocios, cinismo y abusos.Hicieron todo lo que no debía hacerse. Violaron intimidades. Penetraron intercambios privados. Espiaron. Conspiraron. Corrompieron policías corrompibles. En nombre de un supuesto mandato informativo, salpicaron los espacios periodísticos de maledicencias. Fueron ruines y, sobre todo, perfectamente amorales. En la escalera degradatoria del amarillismo tradicional, ignoraron las restricciones más obvias. En aras de vender diarios, le hicieron la vida miserable a demasiada gente. Transgredidas las vallas de última  contención, el escándalo reventó como ampolla purulenta. Durante varios días pareció que se llevaba consigo a un gobierno demasiado reciente como para quedar tan vulnerado.

El escándalo Murdoch habla de cuestiones que trascienden de lejos los límites del Reino Unido. En ese pozo apestoso se combinan varios predicamentos de alcance internacional: prensa y poder, rentabilidad y negocios, cinismo y ausencia de valores, capitalismo de rapiña y garantías individuales. La relación del poder político con los medios es poco menos que proverbial en casi todas partes. En el caso británico, el inmenso poder de los  medios del empresario de origen australiano no podía ser ignorado por los gobiernos laboristas y el actual de la coalición conservadora-demoliberal. Pero si, para proteger sus intereses políticos, Tony  Blair en su momento y David Cameron ahora fueron pragmáticamente promiscuos en sus lazos con Murdoch, debe apuntarse que su connubio con el grupo excedió en un punto lo políticamente tolerable. Se condena en este escándalo que un poder político se haya entreverado sin límites con un conglomerado de prensa y TV básicamente famoso por su carencia de escrúpulos.

También debe decirse que ese mismo compacto mediático fue armado con astucia: junto a los amarillos y reaccionarios News of The World de Londres, y New York Post de los Estados Unidos, Murdoch hace años que compró el mítico The Times, venerada vaca sagrada del más rancio periodismo británico de prestigio.

En una era claramente signada por la progresiva y ya irreversible decadencia de los diarios, la batalla por la supervivencia devino colosal en la vieja capital del Reino Unido. No es un mercado sencillo. A diferencia de la brutal Nueva York (donde sólo sobreviven tres diarios), Londres cuenta con una insólita cantidad de cotidianos, incluyendo diarios “de calidad” muy arraigados (Guardian, Telegraph, Financial Times, Independent), los populares Mirror, Express y Mail, además del citado Times, y varios sensacionalistas muy duros, como The Sun, del mismo Murdoch).

Estamos hablando de pujas brutales en un mercado altamente competitivo y con una formidable pujanza en materia digital. De hecho, el mercado británico deriva rápidamente a una clara preferencia por informarse cada vez más con y desde Internet. En ese contexto, la pelea desaforada por los consumidores de sensacionalismo adquiere ribetes espectaculares.

Cuando Murdoch compró finalmente el viejo New York Post de Manhattan (su fórmula crimen, sexo, celebridades, chismes, escándalos políticos y deportes) a fines de los ’90, no hizo más que blanquear su apetito global y su objetivo (logrado) de ser el magnate central del mercado anglosajón. En septiembre de 1998, hace casi dos décadas, la revista norteamericana Mother Jones dictaminaba que “en una industria que genera más poder que dinero, tal vez nadie controla tanto poder como Murdoch, algo fundamentalmente temible en sí mismo”.

La ecuación meramente mercantil no explica todo. Bien entendido, los esbirros de Murdoch descarrilaronhasta superar incluso los criterios más permisivos, vandalizando vidas privadas y agrediendo con herramientas intrusivas sin límites todo aquello que codiciaban. Hubo una brutal mutación de la clásica noción de “noticiabilidad” con la que, de alguna manera, se formó la generación de periodistas a la que me corresponde referenciarme. Lo que amerita la tarea del periodista configura, sin duda, un territorio de sutiles demarcaciones. ¿Por qué sería noticiable meterse en las comunicaciones privadas de los padres de una niña secuestrada? ¿A quién le importa que un diario hurgue en las vidas privadas de las familias de soldados caídos en combate en lejanas tierras?

Somos aprendices rudimentarios de estas vilezas en la Argentina, aunque aquí no faltan ejemplos de ruindad periodística cotidiana. También debe decirse que es un fenómeno mundial, ejemplificado en la abundancia de chatarra presentada como información valiosa o interesante. ¿Es necesario recordar el mil veces reproducido y comentado beso ilegal que una actriz casada y embarazada se dio dentro de un auto en Buenos Aires con un joven y petulante economista con apetitos políticos?

Ese no-acontecimiento copó radios, canales y secciones de espectáculos durante semanas. Murdoch tiene poco que enseñar por estas tierras. Sin embargo, es demasiado fácil atrincherarse en una Murdoch-fobia rudimentaria, escudados en el abrigado confort de las buenas conciencias. Lo ilegal, claro, debe ser punido sin ambages. ¿No hay, empero, una frontera delicada y a la vez sustantiva entre la defensa del marco jurídico y las condiciones de irrestricta motricidad informativa que exige una auténtica vigencia de la libertad de prensa? Sujetos como Murdoch y su estado mayor de capataces periodísticos carecen de contención moral. Para ellos, y en inglés, si se me permite, debe decirse que “anything goes”; todo está permitido. Una costra política mentecata y oportunista suele chapotear en la intimidad obscena con estrellas mediáticas o celebridades periodísticas si advierten que eso le reporta ganancias. Castigar las transgresiones evidentes y –sobre todo– proteger reputaciones e intimidades es tarea irrenunciable. En sociedades como la argentina, sometidas a una anomia normativa visible, sin embargo, la idea de vigilar y castigar debe ser usada con cautela y la mayor decencia.

La cruzada contra la barbarie de los diarios de Murdoch no debería poner en manos del autoritarismo populista, que en la Argentina por desgracia goza de fornidos recursos estatales, mecanismos que terminarían sirviendo para sofocar a periodistas incorruptibles y a medios de sólida reputación. No vaya a ser que en el combate contra la mugre sensacionalista (que en nuestro país destila su hedor diario), se termine cerrando la jaula en la que, junto con los Murdoch de diferente pelaje, quedaríamos encerrados personas como yo, o como usted, apreciado lector de Criterio.

 

El sitio del autor es www.pepeeliaschev.com. Su último libro es Los hombres del Juicio, editorial Sudamericana.

3 Readers Commented

Join discussion
  1. Luis Aicardo Bohórquez M. on 3 septiembre, 2011

    EL DERECHO A LA VERDAD vs LA LIBERTAD DE OPINIÓN. El escándalo de Murdoch no es de extrañar, y menos por estos lares donde se da silvestre el connubio prensa-gobierno, fenómeno que aquí en Colombia adquiere ribetes tragicómicos. Recuerdo haber leído hace unos cuatro o cinco años que Argentina presentó –con el apoyo de toda America Latina– una propuesta ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, para reconocer el derecho a la verdad como un «derecho autónomo, inalienable» que «no admite suspensión y no debe estar sujeto a restricciones», esta iniciativa fue pensada en las víctimas y familiares de quienes padecen violación de los derechos humanosque «exigen saber que sucedió». No tengo claro que sucedió con tal propuesta. Lo que si es claro, es que hay que saber mostrar la ausencia de valores como una falta, como un motivo de insatisfacción experimentable y verificable.

  2. Juan Carlos Lafosse on 5 septiembre, 2011

    Hemos tenido muchas décadas de autoritarismo en Argentina, aristocrático, elitista, corporativo, pero sobre todo bárbaramente plutocrático. También gobiernos democráticos sometidos al autoritarismo de militares, del FMI y del poder financiero como los de Raúl Alfonsín, el turco y De la Rua. Pero ahora algunos usan el término precisamente por la razón contraria: no someterse a estos poderes.

    Populismo puede referirse a un gobierno democrático, tal como establece la Constitución, que se apoya en las mayorías que lo votaron y busca favorecerlas. O ser un simple descalificativo que alude “al pueblo” como un sujeto inorgánico que es arrastrado por un líder manipulador.

    En general, etiquetar es solo un sistema para superar conflictos de autoestima. Descalificando a los demás se logra una sensación de superioridad que pone a cubierto de cualquier argumento que no convenga escuchar.

    Hagamos ahora un inventario muy rápido del armamento al que se oponen los “fornidos recursos estatales” que nos “amenazan a usted y yo”.

    Entre Clarín, La Nación y La Razón suman semanalmente unos 4.165.000 ejemplares de circulación. Página 12, El Tiempo y El Argentino alrededor de 943.000, o sea 4 veces y pico menos lectores.

    En televisión, los ratings promedio diario de los canales 2, 9, 11 y 13 suman alrededor del 33% de la audiencia contra menos del 2% del canal oficial, 16 veces más audiencia. Si analizamos el polémico 6,7,8 vemos que su rating es del orden del 1,5 a 3% contra el 30% que suman los canales 11 y 13 en ese mismo horario. O sea máximo 140.000 personas contra algo más de 1.600.000, 12 veces menos.

    O sea que a la oposición potencia de fuego no le falta y nadie puede negar que han disparado munición gruesa para fabricar “percepciones”, sin ningún límite de ética o siquiera buen gusto.

    En Argentina se aprobó, con un parlamento sin mayoría oficialista y con una amplísima discusión pública, una ley de Medios Audiovisuales que busca, precisamente, frenar la barbarie de los conglomerados de medios nativos que, como los de Murdoch, tienen probada capacidad de “sofocar a periodistas incorruptibles y a medios de sólida reputación”.

    Una herramienta imprescindible para un país que, con leyes de períodos autoritarios, se ve obligado a tolerar “la mugre sensacionalista que en nuestro país destila su hedor diariamente”.

  3. Conforme avanza el tiempo, podemos observar cada vez con más admiración cuán apropiada fue la frase más célebre de Marshall McLuhan: «El medio es el mensaje». Los avances tecnológicos puestos al servicio de los medios de comunicación llevan a que en nuestra «aldea global», la otra gran contribución terminológica de McLuhan, cada vez sea más difícil no dejarse manipular por las empresas periodísticas, sobre todo cuando las mismas forman parte de «paquetes» que incluyen diarios, revistas, radioemisoras, canales de TV por aire, canales de TV por cable, etc. Por eso, hoy como nunca resulta fundamental que el periodismo le conceda un lugar fundamental a la ética. Esperemos que los periodistas argentinos no sólo lo crean, sino que también lo demuestren en sus prácticas cotidianas.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Teología
    Magíster en Ciencias Sociales
    Licenciado y Profesor en Letras.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?