barros-hemingway_1953_kenia1La escritura del autor norteamericano parte de una contradicción clave: una prosa aparentemente límpida pero que esconde múltiples ausencias y dice mucho más de lo que puede intuirse simple vista.

Finca Vigía en San Francisco de Paula, Cuba.

Finca Vigía en San Francisco de Paula, Cuba.

En 1961, después de un día entero de trabajo sin resultados, en el que escribió una única frase: “Ya no me sale, nunca más”, Ernest Hemingway tomó la decisión de suicidarse: el pasado mes de julio se cumplieron cincuenta años de su muerte.

Igual que Borges, había nacido en 1899, pero así como el recuerdo de nuestro autor se vincula siempre con los libros, el de Hemingway nos trae a la memoria imágenes que lo evocan en distintas actividades que desarrolló a lo largo de su vida: con un arma en la mano, en una escena de caza, en un encuentro de boxeo, exhibiendo un trofeo de pesca.

También fue periodista, corresponsal de guerra, combatiente por la República Española. Experiencias variadas que considera indispensables como material para su verdadera y profunda pasión, que es la literatura.

Porque además, y sobre todo, Hemingway escribe. Escribe sujeto a leyes rígidas: no beber hasta haber terminado de escribir, no tolerar interrupciones, no dejar el texto hasta tener previsto de qué manera lo seguirá al día siguiente. Escribe guiado por su obsesión por encontrar la prosa perfecta. Mucho le debe en esta exigencia a su trabajo como reportero, que le brindó un excelente aprendizaje en la economía del término justo. Y también a su docilidad para seguir las rigurosas enseñanzas de Gertrude Stein, su maestra en París, que lo sometió a la disciplina de la concisión.

Su primera obra importante, Adiós a las armas (1929), se inscribe en la serie de novelas acerca de los efectos de la guerra que publicaron en la década del ´20 algunos de los integrantes de la “generación perdida”. Quizás esa novela más Por quién doblan las campanas (1940) y El viejo y el mar (1952) sean los textos más recordados de Hemingway. Sin embargo, el cuento es el género en el que encuentra más acabadamente el vehículo para concretar su forma absolutamente particular de construir la narración.

El relato secreto

En su ineludible “Tesis sobre el cuento”, en su libro Formas breves, Ricardo Piglia sostiene que todo cuento relata dos historias. Si en la versión clásica –la forma cuyas bases sentó Poe– la segunda historia se oculta hasta que aparece bruscamente en el final sorpresivo, el cuento moderno “trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca”. Al respecto, señala que es Hemingway, con su teoría del iceberg, el que marca la síntesis de ese paso de una forma a otra: en el cuento moderno, lo más importante nunca se cuenta. Esta teoría funda la narrativa de Hemingway: de la misma manera que lo sumergido en el agua es lo que da estabilidad al iceberg, lo que sostiene el relato es lo escondido. “Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso solo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en el relato”, dijo el autor en un reportaje publicado por The Paris Review y compilado en el libro Narradores I (Ediciones El Ateneo).

“El gran río de los dos corazones” es citado habitualmente –el mismo Piglia lo utiliza como ejemplo– para mostrar la manera en que Hemingway construye el relato secreto. El texto va desplegando la manera en que Nick Adams lleva a cabo una salida de pesca. En el inicio, desde su mirada, vemos una tierra arrasada por el fuego. Sin embargo, en medio de la desolación, “el río estaba allí”. Es el viejo río con sus truchas, al que Nick hace tiempo que no ve, y frente al cual su corazón se ensancha con la “vieja sensación de antaño”. Una pequeña observación, apenas deslizada, nos da un indicio; todo ha quedado atrás: “la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades”. Y el narrador subraya: “Todo quedaba atrás”. Lenta, morosamente, acompañamos la caminata de Nick entre los pinos, agobiado por el peso de su mochila, deteniéndose a observar los saltamontes, a fumar un cigarrillo, hasta que al atardecer llega al río. Morosamente, también, el narrador despliega las distintas acciones: armar el campamento, el momento de la comida, la ceremonia de hacer el café. El día termina cuando Nick se duerme tan cansado que puede impedir que su mente se ponga a trabajar.

La segunda parte del extenso relato desarrolla, con la misma demora, las mínimas alternativas del día de pesca: elegir un saltamontes para encarnar, lanzar la línea, sentir cómo se tensa, pelear para conseguir la trucha, engancharla. Según afirma Piglia, el relato “cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams) que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca”. Frente a la tersura de la prosa lenta, engañosa, la afirmación parece excesiva, y el lector puede pensar que no existe nada debajo, y distenderse en el ritmo demorado. Sin embargo, las mínimas alusiones, el vínculo con otros textos en los que aparece el mismo protagonista, confirman la presencia del relato secreto.

El silencio de los diálogos

A diferencia de “El gran río de los dos corazones”, construido fundamentalmente a través de la descripción, otros cuentos de Hemingway trabajan sobre el diálogo de manera casi excluyente. El clásico ejemplo es “Los asesinos” que comienza con la entrada de dos hombres en una cafetería. La mitad del relato es el diálogo entre los recién llegados, extraños en el lugar, sobre los que apenas tenemos algún dato –a pesar de ser distintos, van “vestidos como gemelos”, con “abrigos demasiado ajustados” y “comen con los guantes puestos” – y los empleados de la cafetería. Un diálogo casi vacío en el que bruscamente se explica el motivo de la presencia de los extraños en el lugar: vienen a matar a un hombre, al que nunca han visto, “sólo para hacerle un favor a un amigo”. La segunda mitad del cuento no aporta datos sobre la situación; sin embargo, se siente latir algo terrible. Nick Adams –que nuevamente aparece como personaje– va a avisarle a la víctima, de la que se hace una descripción acabada en dos rasgos: “había sido boxeador profesional y la cama le quedaba pequeña”. Pero no tiene forma de convencerlo: para Ole Andreson “se ha acabado el ir de un lado a otro. Ahora ya no se puede hacer nada”.1

Dos cuentos inolvidables desarrollan la misma técnica. En “Colinas como elefantes blancos”, la conversación entre dos amantes reitera el deseo del hombre de que la mujer se haga un aborto, “una operación de lo más simple. …Ni siquiera puede decirse que sea una operación”, intervención a la que nunca se hace mención explícita en el texto, y la sumisión de ella, que no lo desea. Y “Hoy es viernes” en el que la conversación entre tres soldados –en forma de un texto dramático, con omisión del narrador– ostenta distintas valoraciones en torno de la pasión de Jesucristo.

Hemingway enseña en sus cuentos el valor de un silencio que, como en música, está cargado de significación. Junto con William Faulkner, el otro gran maestro de la ficción norteamericana del siglo XX, instalaron la posibilidad de construir una narración alrededor de un vacío. De esta manera, no solamente abren el camino a una nueva forma de escritura, sino también de lectura, más atenta, más exigente, más abierta al encuentro de una multiplicidad de significados.

1. Una excelente versión de este cuento –con una notable foto en blanco y negro y diálogos que respetan casi literalmente el texto– es la película de Robert Siodmak (1946), con Burt Lancaster en el papel de Ole Andreson.

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