El 22 de septiembre, en viaje apostólico a su tierra natal, Benedicto XVi habló ante el Bundestag acerca de los fundamentos del derecho. A continuación se publica el discurso completo.



Ilustre Señor Presidente Federal, / Señor Presidente del Bundestag,/ Señora Canciller Federal, / Señor Presidente del Bundesrat,/Señoras y Señores Diputados, Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a pronunciar este discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva.

Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín1. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”2.

Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente.

A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C.

En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano3. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad.

A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos… son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s).

Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación.

La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza –con palabras de Hans Kelsen– “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético4.Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única vsión científica. En ella, aquello que no es verificabe o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista –y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública– las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.

El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud.

Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.

Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permítanme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que –me parece– se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años –en 1965– abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia –añade–, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte –dice–, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto5. ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus? A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma.

Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.

Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.

1. De civitate Dei, IV, 4, 1.

2. Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.

3. Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht ment einer menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31-61.

4. Waldstein, op. cit. 15-21.

5. Citado según Waldstein, op. cit. 19.

4 Readers Commented

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  1. Graciela Moranchel on 11 noviembre, 2011

    El Papa afirma que «sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta» (sic).
    Que yo sepa, y por lo que nos ilustra la historia de la Iglesia y cualquier libro serio de la historia de la humanidad, no fue justamente la «Iglesia» la que puso en práctica el respeto por los derechos humanos ni la que tuvo suficiente conciencia de la inviolabilidad de la dignidad de cada persona, a pesar de las enseñanzas de Jesús y a pesar de sus propias convicciones de fe, que ya llevan veintiún siglos de existencia.
    Por poner sólo dos ejemplos que hacen exclusivamente a la vida de Alemania, a la que se refiere el Papa en su discurso, uno negativo y otro positivo:¿Acaso no recordamos los concordatos firmados por la Iglesia Católica, bajo el Pontificado de Pío XII, con Hitler, cuando este pretendía adueñarse de todas las formas de pensamiento y de acción…? ¿Tampoco recordamos las acciones contrarias a este regimen totalitario de tantos cristianos santos, como Dietrich Bonhoeffer y su «Iglesia Confesante» luterana, quién pedía perdón a Dios de rodillas por los delitos que cometían sus propios hermanos en la fe, cuando se aliaban con quienes no tenían intención de respetar el derecho humano de nadie…?
    La oscura historia de atropellos, delitos, muertes y todo tipo de actos aberrantes cometidos por miembros del alto clero durante la historia de la Iglesia, nos habla de que este reconocimiento del respeto y de la igualdad hacia todas las personas es un acontecimiento sumamente «tardío» en la conciencia eclesial, y que aún no ha dado todos los frutos esperados. Estos se darán sólo si en algún momento del tiempo la Iglesia se decide verdaderamente a ponerlos en práctica, ante todo, primero, dentro de sus propias filas.
    Ello implica,por parte de la Iglesia, el respeto absoluto por la «libertad de conciencia» de las personas, evitando ejercer ningún tipo de control, dominio, manipulación, discriminación, segregación, o cualquier tipo de acto negativo sobre los fieles, en aras de ejercer un supuesto «poder» que jamás se le ha otorgado para esa función. .
    La sociedad civil, la sociedad «sin Dios» de las que tantas críticas se oyen, esa sociedad «secularizada», donde reina el «relativismo», el «egoísmo» y el «materialismo» más acérrimos, esa sociedad laica es en definitiva la que nos ha enseñado a respetar los derechos de todos más que las mismas religiones, que han dado muestras de intolerancia y de los absolutismos más nefastos. Evidentemente, queda mucho por aprender, mucho por hacer y mucho por reflexionar. Siempre a la luz de Cristo y con mucha sinceridad y humildad.
    Saludos cordiales,

    Graciela Moranchel
    Profesora y Licenciada en Teología Dogmática

  2. María Teresa Rearte on 13 noviembre, 2011

    El bien y el mal, el ser y el deber ser, el ethos, el derecho, la naturaleza y la razón positivista, etc. Benedicto XVI hace aquí un interesante ensamble sobre estos temas. Y lo hace desde su condición de Obispo de Roma, máxima autoridad de los católicos. También consciente de la responsabilidad internacional que le corresponde. Y se refiere a los derechos humanos.
    Afirma que sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Un tema, en mi opinión modesta por cierto, demasiado complejo para un discurso tan lineal.
    Tanto más si tenemos en cuenta que el Papa apela a una consideración que respete la integridad de los antecedentes que les dieron origen. Precisamente respetando un criterio de «integridad» en el enfoque es que se torna necesario tener presentes otros registros, más allá de los indicados por el Papa. Por ejemplo, que Francia registra la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789). Que también EE.UU. desempeñó un importante papel con la Declaración de los derechos americanos. Las primeras enmiendas a su constitución, etc. Y estamos hablando del siglo XVIII.
    No estamos ante verdades de fe, que comprometan nuestra obediencia como creyentes. Sino ante hechos históricos, registrados por autores incluso católicos que merecen crédito y estima. Una vez más, hombres de la Iglesia incurren en una actitud equívoca, la de pretender el monopolio del bien, de la virtud, de los logros de la humanidad.
    La actitud va a la par de otra no menos incómoda, la de poner bajo la tutela de la Iglesia los comportamientos, los acontecimientos, etc., lo cual contrasta con la autonomía que el desenvolvimiento del ámbito secular reclama. Y que incluso ha sido reconocida por el Vaticano II.
    Para acercarme más a nuestro tiempo, quiero citar un ejemplo. El del reclamo femenino por el reconocimiento de la dignidad y vocación de las mujeres. Hay enseñanzas del Magisterio, Mulieris dignitatem es uno de esos documentos, que por su contenido podrían halagar los oídos y la sensibilidad de las mujeres. Pero la realidad es otra en el interior de la Iglesia. Incluso el actual pontífice, siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sostuvo un categórico rechazo a la categoría de género, que -a mi criterio- no debe ser invocada para suprimir la consideración de la naturaleza humana, antes citada por el Papa, como fundande del deber ser. Pero que, a la categoría de género me refiero ahora, ha prestado un interesante servicio en el análisis de las condiciones sociales, culturales, políticas, etc. de la mujer. Y la posibilidad de mejorarlas. O por lo menos cuestionarlas cuando no respetan su dignidad.
    El año electoral permitió comprobar cómo algunos sacerdotes han querido controlar las decisiones electorales de los cristianos. No danto orientaciones generales. Sino direccionando el voto. Cito el hecho, que provocó particular malestar en una comunidad, porque para rebatirlo públicamente en un medio de comunicación, invoqué las enseñanzas del Vaticano II sobre la conciencia moral. Y su dignidad. Pienso que tenemos que expresarnos y actuar con libertad.
    Estoy convencida de que la fe no implica la clausura de la razón. Y mucho menos el renunciamiento a la libertad de pensar y expresarnos, no contra la fe, pero sí esclareciendo ciertas situaciones, como éstas.
    No estoy segura, pero me parece que Juan XXIII decía «tenemos que dejar de condenar tanto», pero si no es así, es lo que pienso. Hay que aprender a reconocer los valores que se encuentran más allá de los límites de la Iglesia. Y hay que aprenderlo, precisamente, desde la fe. Y por fidelidad al evangelio. En ese aprendizaje estamos o debiéramos estar. Gracias.
    Prof. María Teresa Rearte

  3. Jean De Mulder F. on 20 noviembre, 2011

    El discurso del Papa ante el Bundestag, me hace pensar sobre el diálogo, la tolerancia, la capacidad de conjugar la razón y la praxis.
    Se puede estar de acuerdo o no con el Papa, pero su discurso en el Bundestag es una invitación a pensar sobre el ser y la razón.Acá, una vez más, se aprecia la grandeza intelectual de J.Ratzinger como teológo y filósofo, y sus reflexiones sobre naturaleza y conciencia.
    Admiro la capacidad de argumentar del Papa. Sin embargo, lamentablemente, en la «realidad histórica objetiva» el discurso de «la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona», es el al menos dicotómica: la Iglesia en Argentina, por muchos años guardó silencio, precisamente en eso: «la inviolabilidad de la dignidad», cuando la dignidad de muchas personas fue brutalmente pisoteada, se pecó al menos de «omisión». Es una verdad histórica dolorosa y frustrante.
    No podemos juzgar hechos aislados, y que la copa del árbol no nos deje ver el bosque, respecto de muchas otras situaciones en que la iglesia sí fue testimonio.
    Estoy de acuerdo con el Papa: fé, razón y derecho, unidos. Pero los que intentamos ser cristianos, y nos cuestioanarmos la fé, queremos ver una comunión entre el discurso y el hacer. Creo que la sociedad globalizada, nos exige no solo pensamiento consecuente, sino actitudes de vida y comportamientos consecuentes…..permanentes.

    Jean De Mulder Fuentes.
    Bachiller en Teología.
    Magister en Derecho Tributario.

  4. María Teresa Rearte on 22 noviembre, 2011

    A veces uno puede disentir con el Papa. Pero también puede coincidir. En uno como en otro caso, sigue siendo una voz que convoca a la reflexión en serio. Dice Benedicto XVI que «en las cuestiones fundamentales del derecho (…) el principio de la mayoría no basta.» Qué importante pensarlo, nosotros los argentinos, cuando tantos se ufanan del poder hegemónico alcanzado por el gobierno nacional, con la mayoría de las provincias alineadas en sintonía con el poder central. Y la mayoría en el Congreso Nacional.
    «Servir al derecho y combatir la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político (…) El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. (…) Puede hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. (…) ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente?» Toda una cuestión de fondo. Cuánto deben pensarlo los políticos, en un país donde incluso se gobiern con los DNU. En el que hemos escuchado defender el aborto directo con tanta banalidad. E incluso hemos visto con enorme tristeza la multitud en los alrededores del Congreso clamando por el «derecho» a abortar. Y hasta hemos visto «desfilar» por los medios a algunas de mis pares, las mujeres, contando que ellas abortaron. Algunas confiaron el pesar por la situación vivida. Otras dijeron no haber experimentado ningún pesar.
    Lo digo con todo respeto por unas y otras. Pero quiero añadir que tal ansiedad parecían experimentar los legisladores, de uno y otro sexo, que incluso se incurrió en cierta torpeza procedimental.
    Con relación al planteo formulado por el Papa, los ciudadanos no somos simples espectadores. Debemos hacernos cargo de la parte de responsabilidad que nos corresponde. Se peca por comisión, omisión y aún por indiferencia. Los ciudadanos también tenemos que pensar a quien o quienes elegimos. Y qué es lo que elegimos. Por lo tanto se requiere sinceridad de parte de nuestros representantes con respecto a temas tan importantes, que se pueden definir como de conciencia, para dar a conocer sus ideas antes de ser elegidos.
    Con todo acierto el Papa señala lo difícil que es servir a la justicia en la legislación. Lo hemos visto no sólo con el gobierno actual, sino también con otros que le precedieron.
    Por lo que, vuelvo al comienzo de la alocución pontificia, cuando se refiere al pedido del joven rey Salomón, Y me quedo pensándolo en el contexto de la vida nacional, tan necesitada de justicia.
    Gracias.
    Prof. María Teresa Rearte

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