Viejos tiempos, de Harold Pinter, fluctúa entre los silencios y los descubrimientos de diferencias pendientes entre una pareja y una amiga de visita. Se presenta en El Camarín de las Musas.Ubicada en el período denominado “las obras de la memoria o el recuerdo”,  Viejos tiempos (1971) ejemplifica algunos de los rasgos salientes del teatro del británico Harold Pinter,  que la Academia Sueca destacó cuando le otorgó el Premio Nobel en 2005: “Devolvió el teatro a sus elementos básicos: un espacio cerrado y un diálogo impredecible, donde la gente está a merced de cada uno y las pretensiones se desmoronan […] descubre el precipicio que subyace en las diarias cuestiones cotidianas y fuerza la entrada a los cuartos cerrados de la opresión”.

Los difusos límites entre la verdad y la mentira y entre la realidad y la ficción, como lo señaló el propio autor en esa ocasión, son también constantes en su producción y en esta obra en particular.

La anunciada visita de una vieja amiga tensa lo que comienza a vislumbrarse como un precario equilibrio en la relación de una pareja. A partir de la indiferencia de ella y de la obsesiva indagación por parte de él, la figura de la amiga, se reconstruye desde el recuerdo para volverse luego una presencia que también evoca su historia con ellos.

Como es característico del estilo de Pinter, los silencios y los gestos que completan el sentido de un discurso ambiguo o elusivo van entretejiendo una trama que se compone y recompone a cada instante a medida que se descubren ocultas e inesperadas complicidades, recelos y sometimientos. 

Agustín Alezzo, a partir de la traducción de Rafael Spregelburd, realiza un impecable trabajo de marcación actoral para lograr sostener, a partir de una conversación banal, ese clima entre amenazador y misterioso que se extiende sin pausa, a lo largo de poco más de una hora. Javier Pedersoli, Graciela Gramajo –como la visitante– y Andrea Lambertini dan vida con sutiles trazos a  sus enigmáticos personajes. La paleta monocromática elegida para el vestuario, la iluminación de Félix Monti y la escenografía de Graciela Galán se integran armoniosamente para generar la atmósfera de ahogo e inminente crispación que va construyendo un  texto que oscila entre el ocultamiento y la revelación de conflictos no resueltos.

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