capanaEl pasado 5 de junio, a los 91 años, murió Ray Bradbury, uno de los más importantes escritores de ciencia ficción. Como homenaje reproducimos un artículo publicado por Criterio en mayo de 1997.Ray Bradbury portrait shootAllí estaba, como si fuera el señor Ttt sorbiendo su fuego eléctrico a orillas de los resecos canales de Marte. Pero aun viéndolo de espaldas se lo notaba bastante más gordo, y su cabeza se perdía en una nube de canas.

Inseparable de su copa de vino tinto, no estaba frente al árido paisaje marciano sino ante un monitor que disparaba trivialidades. Ray Bradbury celebraba la liturgia de Internet con la misma paciencia con que acababa de cumplir el ruidoso ritual de firmar libros.

El mago tan esperado estaba en la Feria del Libro; había llegado desde California, volando en dirección opuesta a las golondrinas de Capistrano. Reacio a tomar el avión hasta hace poco tiempo, había accedido a viajar para complacer a un amigo y conocer a sus lectores argentinos. Dicho sea de paso, bajando a menos de la mitad sus honorarios habituales.

Se negó a sacarse la clásica foto con los dedos en el teclado. Para él todo eso era ridículo. La misma charla, aseguró, podía haberla hecho sin moverse de San Diego. Para comunicarse, están el teléfono o el fax, rezongó sin preocuparse por escandalizar a los integrados.

No es que estuviera fastidiado: haciendo gala de una enorme paciencia, firmó viejos y nuevos libros y se sacó fotos con cualquiera, desde las autoridades hasta el último empleado. Abriendo los brazos para abarcarlos a todos, sonrió cheese y se retrató junto a todo el equipo como un abuelo entre sus nietos (tiene ocho), sin olvidarse de elogiar la nariz de su ocasional traductora.

Afuera, lo aguardaba una multitud que había venido a escucharlo a la Feria, donde Marcial Souto y yo teníamos la responsabilidad de entrevistarlo. Hubo que desplazarlo en auto y entró a la sala Lugones por la puerta de incendios, como si fuera el bombero Montag. Bradbury estaba por fin frente a su público: tres generaciones de jóvenes lo aclamaban con un fervor envidiable para cualquier político.

En cuanto comenzó a hablar, las preguntas que atinamos a hacerle pasaron a segundo plano. Afectuoso, exuberante, lúcido y agudo, habló desde el corazón como un verdadero maestro y rebasó las barreras idiomáticas gracias tanto a la traducción simultánea como a la calidez de su voz y su mirada.

Habló de su infancia, de las penurias de la Depresión, de cuando vendía diarios en la calle y escribía Fahrenheit 451 en una máquina alquilada por menos de nueve dólares. Nos hizo compartir la alegría que le produce crear ficciones y ese amor que, según aseguró, lo mantiene vivo. Cristiano sincero, no tuvo pudor para invocar a Dios y habló de esperanza, al recordar que cada uno de nosotros es esa parte de la realidad que podemos cambiar.

De su madre sueca y de su antepasada Mary (que fue una de las brujas de Salem), Bradbury parece haber heredado una cierta magia hecha de libertad y sinceridad. ¡No es careta!, me dijo un joven anónimo al alcanzarme una foto del Planetario para que se la diera a Bradbury. Quizás haya sido el mejor elogio para este hobbit bonachón, generoso y capaz de infundir entusiasmo en un mundo que parece signado por la tristeza.

De esta experiencia unánime, nada llegó a los medios; ellos prefirieron ocuparse de sus propias primicias y producciones. Para quien se desinforma con los medios, nunca quedó en claro a qué había venido Ray Bradbury.

¿Vino para autografiar su último libro o conocer a Menem? ¿Acaso para recibir un doctorado, convertirse en ciudadano ilustre de Buenos Aires o almorzar con Bioy? ¿Quizás soñaba con aparecer junto a Susana Giménez? ¿Disfrutó de la puesta de su obra que hizo Petraglia en el San Martín, del espectáculo que le tributó el Planetario o de la visita al Colón?

El protocolo, la pompa y la circunstancia eran tan inevitables como accesorios: lo importante para el autor y sus lectores era el contacto personal, y de eso apenas se habló.

No en vano, la Argentina había sido el primer país de habla hispana donde se publicó a Bradbury, hace más de cuarenta años.

Cuando aparecieron sus grandes libros Bradbury era ignorado por esa Universidad que hoy lo honra, y los diarios que ahora se lo disputan apenas le dedicaban unos renglones. Sólo Borges, que no solía respetar las formas, se había atrevido a prologar sus Crónicas marcianas en ese lejano 1955.

Bradbury no gozó nunca del favor de los críticos académicos, ni siquiera fue muy popular en el mundo de la ciencia ficción. Alguna vez Roger Garaudy lo trató de nihilista (!). Norman Spinrad y David Pringle lo menospreciaron como adolescente y naïf. Umberto Eco lo estigmatizó como exponente del kitsch. Pero Aldous Huxley y Christopher Isherwood no habían vacilado en reconocerlo como poeta, y gente tan disímil como Bernard Berenson y Federico Fellini lo admiró sin retaceos.

Se dijo que sus metáforas eran obvias y que estaban al alcance de cualquier escolar, olvidando que mucho antes de que Cervantes ingresara al canon literario había gente que se reía a carcajadas con Don Quijote. El público de Bradbury creció a espaldas de la crítica, porque hubo generaciones enteras que sintieron que les decía algo. Su avasalladora personalidad, tan rotunda como su escritura, tuvo mucho que ver con ello.

Auténticamente emocionado, este anciano chestertoniano (¿Cómo no entender que fuera amigo de Fellini?) tuvo que dar por terminada la entrevista cuando sus fuerzas llegaban al límite. Rodeado de agentes de seguridad como si fuese un jefe de Estado, huyó rumbo al restaurante donde iban a agasajarlo.

La tensión había sido alta. Salí de la Feria y opté por relajarme caminando esas pocas cuadras por Libertador. Esquivando autos y aerobistas tardíos; por un momento volví a sentirme tan sospechoso como aquel peatón de Bradbury a quien detenían por no andar en auto.

En una mesa al aire libre, volví a encontrar a Ray, que estaba tomando su champán antes de la cena. Con el mismo tono intimista con que había hablado ante más de mil personas, contó cómo se había sonrojado cuando Gorbachov le pidió un autógrafo. Estaba encantado con la calidez del público argentino, que lo saludaba por la calle, cuando en Washington o en París era común que pasara inadvertido. Buenos Aires era el lugar donde más lo habían hecho llorar, donde más veces había sido besado, abrazado y estrujado; pero no parecía molestarle.

Tras la cena, intercambió su corbata con la de uno de los invitados, que confesó habérsela puesto por él. Tuvo que acortar su brindis, dominado por la emoción, y se retiró temprano, tras saludar a los presentes uno por uno.

Entonces me di cuenta de que, en mi afán por evitar el cholulismo, me había quedado sin un autógrafo de Bradbury. Resignado, opté por dejarle en el Plaza Hotel, como recuerdo, uno de mis libros con una laboriosa dedicatoria en inglés.

Dos días después, me llegó por correo una afectuosa esquela escrita de puño y letra por Bradbury, llena de Thanks! y Love! donde agradecía de corazón mi obsequio.

De este modo, pasó entre nosotros lo más parecido a un ángel que Hollywood puede darnos.

 

 

3 Readers Commented

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  1. Como me gustó que Capanna pudiera decir al referirse a Bradbury «Cristiano sincero, no tuvo pudor para invocar a Dios y habló de esperanza, al recordar que cada uno de nosotros es esa parte de la realidad que podemos cambiar”. Estamos necesitando en el siglo XXI más cristianos sinceros, partiendo de serlo nosotros mismos en primer lugar. Cristianos que invoquemos a Dios como algo natural de nuestra comunión cotidiana con Él. Cristianos que mantengamos la esperanza en que Dios puede bendecirnos a nosotros y a la sociedad en que vivimos. Cristianos que estemos dispuestos a ser instrumentos idóneos y fieles en las manos del Señor para transformar para bien todo aquello que anda mal en nuestro mundo por no sujetarse a la voluntad divina.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez.
    Doctor en Teología.
    Magíster en Ciencias Sociales.
    Licenciado y Profesor en Letras.

  2. Mirka Rudez on 20 julio, 2012

    Hermosa descripción de la personalidad de un autor que ha sabido combinar con fino arte la inspiración poética con la ciencia ficción. Interesantes sus novelas y cuentos que han sabido deleitar tanto a jóvenes como a sus abuelas. Historias que se grabaron vivamente en el recuerdo de lectores cuya edad oscilará hoy probablemente entre los cuarenta y cincuenta años, aunque aún sigan apasionando a aquellos de menor franja etária. ¿Cómo olvidar la dulzura de aquella «abuela eléctrica» expuesta en uno de sus buenos cuentos? Aún sigue impresionando las viscisitudes sufridas por los personajes de su «Sueñan los androides con ovejas eléctricas» que sirvió de base a la fascinante película «Blade runner». Se ha marchado al largo viaje uno de los más originales escritores que marcaron nuestra imaginación. Tal vez esté escibiendo crónicas de un planeta donde un día volvamos a encontrarlo.

  3. elba beolchi on 26 julio, 2012

    Si nos desconectamos de los «ruidos», si prestamos atención a lo que está pasando, descubriremos el cambio de consciencia que está presente aquí y ahora.

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