florio-3El 31 de agosto, a los 85 años y enfermo de Parkinson, murió el cardenal arzobispo de Milán Carlo María Martini. Además de admirado y respetado como biblista, supo abrir el diálogo en todas direcciones. florio-21La muerte del cardenal Martini ha impactado en la conciencia eclesial y en la opinión pública. Su seriedad intelectual, su espiritualidad centrada en la Palabra de Dios, su fama como biblista y antiguo decano del Pontificio Instituto Bíblico de Roma competían con la de obispo de la diócesis de Milán durante más de dos décadas, la de promotor del diálogo con los no-creyentes y la de columnista del Corriere della Sera. Pero hacía ya bastante tiempo que, retirado y enfermo con el mal de Parkinson, su silueta se hacía mediáticamente perceptible en algunas pocas oportunidades: entrevistas, algún libro, la elección del Papa. Pero, fuera de esas oportunidades, al menos para la gran mayoría, Martini era alguien del pasado. Y, sin embargo, su partida ha producido un misterioso sacudón. ¿Por qué razón?

florio-2Buena parte de la prensa lo ha atribuido a su carácter de “progresista” (El País) o “liberal” (New York Times). Era “el Papa que no fue”, un cardenal incómodo que cada tanto aparecía proponiendo cambios estructurales y morales para la Iglesia, un pastor más atento a las opiniones de moda que al contenido de la verdad revelada, más cerca de Jesús de Nazareth que del Vaticano. Algo de esto es cierto, aunque tal vez sólo periféricamente. A la espera de buenas biografías, me atrevería a señalar algunos puntos de su misión personal.

En el principio estaba la Palabra

No afirmo nada de nuevo si señalo que la prioridad absoluta de Martini fue la Palabra de Dios. De entre sus numerosos estudios exegéticos, homilías, ejercicios espirituales, escribió una carta pastoral para su diócesis publicada en castellano con el título: En el principio la Palabra (Paulinas, Santa Fe de Bogotá, 1991). El profesor, crítica textual del Nuevo Testamento, cuyo tarea es cotejar códices y fuentes antiguas de los textos bíblicos, no duda en escribir: “Quisiera que todos los que leen participaran del sentido de temor, que me invade en este momento, y se pusieran espiritualmente de rodillas conmigo para adorar con conmoción y alegría el misterio de un Dios que se revela y se comunica, que se hace ‘buena noticia’ para nosotros, Evangelio. Solamente con esta actitud de adoración y de obediencia profunda a la Palabra siento poder decir algo, con la conciencia de balbucir poco y mal sobre un misterio tremendo y maravilloso” (6-7). Pero este tono espiritual no excluye una tarea hermenéutica seria por parte de los creyentes: “Para ponerse en sintonía con este primado de la Palabra hay que acercarse a ella con una cierta, humilde y desarmada sencillez, unida a una mayor atención al tenor del texto bíblico, a su estructura, a su organicidad interior, tal como enseñan las adquisiciones de los recientes estudios bíblicos” (24). Sin embargo,  no basta la presentación de la Palabra en su “cruda objetividad”, es decir, mediante una fría –aunque imprescindible– exposición de la misma de acuerdo a los estudios históricos, filológicos y literarios de la Escritura, caracterizada por “una cierta actitud didascálica, casi como para dictar una buena lección, atenta a las finuras de las páginas escriturísticas” (24). Se necesita también de la dimensión humana de la Palabra y de sus receptores: “La Palabra, en realidad, aun llevando en sí la realidad misma de Dios, no deja de ser una realidad histórica, un signo humano de Dios. Su eficacia se manifiesta en el suscitar, interpretar, purificar, salvar el acontecimiento histórico de la libertad humana que hay que tener siempre presente con sus aspiraciones, sus problemas, sus pecados, sus nostalgias de salvación, sus realizaciones en el campo personal y social. (…) Hay que iluminar las profundas uniones con una situación más general sea de la comunidad cristiana, sea de la cultura actual” (24-25). En síntesis: el primado de la Palabra se expresa en su plena integralidad de palabra divina y humana: requiere estudio, oración y atención al mundo a la que va dirigida.

Un maestro de la esperanza en el Dios fiel

Martini sabía que la Biblia no es un equipaje de verdades abstractas, sino el testimonio escrito de un diálogo de Dios con una humanidad que es lo que es: capaz de las más grandes empresas, de heroicas actitudes, de una sensibilidad estética maravillosa, pero también de las más penosas caídas, traiciones y crímenes. No necesitó de los “maestros de la sospecha” de la filosofía de los últimos siglos para corroborar algo que la Biblia reitera a cada paso. David pecador y creyente es un fino análisis de la contradicción humana en su vínculo con el Dios fiel. También lo es un libro producto de unos ejercicios espirituales que llevan el significativo título: Ustedes son los que han perseverado conmigo en las pruebas. Es también la fidelidad en persecución y el cuestionamiento parte la posible respuesta humana a su Señor.

La Iglesia originada en la Palabra

En la misma carta pastoral citada, Martini situaba la lectura de la Palabra en la Iglesia: así fue en la comunidad primitiva. Se leía la Palabra en la fracción del pan (14ss). Es la Palabra la que crea la comunión eclesial: “La acogida de la Palabra de Dios es la que nos hace convertirnos en comunidad auténticamente cristiana según las leyes de la comunión”. Ella “nos garantiza el contacto inmediato con Cristo mismo, Palabra viva del Padre, fuente de la comunión: pero, puesto que testimonia a Cristo partiendo de una riquísima variedad de situaciones humanas históricas, que fueron leídas y vividas a la luz de Cristo, llega a nosotros rica de incitaciones concretas que se refieren a todos los aspectos de la vida” (16-17). Es, pues, la Palabra la que genera la Iglesia.

Lo joánico y lo paulino

Alguien ha señalado que Martini, obispo y en cuanto tal sucesor de los apóstoles, ha permitido que se vislumbrara en nuestro tiempo los carismas de otras dos personalidades de los orígenes: Juan, el teólogo y gran contemplador de la Palabra, y Pablo, el apóstol de los gentiles. Es interesante comprobar en la vida de la Iglesia contemporánea algo que claramente se sabe de la comunidad primitiva: la figura de Pedro es una en el conjunto de las otras figuras apostólicas e, incluso, otros cristianos. Pedro es clave como figura de unidad y de solidez, pero Juan es quien en su fidelidad en la cruz y en su profundidad contemplativa conduce hacia una comprensión intelectual y vital de la Palabra encarnada.  Pablo es quien entiende que hay que ir fuera de Israel y difundir el Evangelio en el mundo pagano, no judío. El cardenal Martini, en comunión con Pedro, no abandonó esta dimensión joánica a través de su estudio y predicación de una espiritualidad bíblica, ni la dimensión paulina de ir hacia los no creyentes, especialmente los post-cristianos que son mayoría en Europa. Desde esta línea joánico-paulina puede verse la extraordinaria fecundidad de su misión. Naturalmente, esto produjo algunas tensiones, aumentadas por cierta tendencia a mirar la Iglesia sólo desde Pedro, olvidando de este modo la pluralidad sinfónica de la Iglesia originaria, cuya prolongación vivimos en nuestros días. Ya el teólogo Hans Urs von Balthasar, en una obra de defensa del carisma petrino, recordaba dicha pluralidad, no exenta de tensiones. Hablando de “la constelación de Jesús”, señalaba que los más próximos por su significación teológica son: el Bautista, María, los Doce, con Pedro y Juan incluidos, y finalmente Pablo. Naturalmente, sería impropio aplicar a cualquier figura actual la prolongación exclusiva del carisma de uno u otro de los apóstoles. Por otra parte, es sabido que Albino Luciani decidió tomar el nombre de Juan y de Pablo para identificar su ministerio petrino, medida que también practicó su sucesor: Juan Pablo I y II. Los carismas joánico y paulino son, en realidad, de toda la Iglesia. De todos modos, resulta expresivo utilizar estas categorías para describir algún aspecto peculiar de la misión teológica de Carlo Maria Martini. Su inmensa profundidad reflexiva y contemplativa sobre la Palabra y su extremada sensibilidad para ir hacia los alejados (“i lontani”, según Pablo VI) pueden ser interpretados desde las figuras de Juan y de Pablo. Incluso las tensiones producidas por ciertas opiniones sobre temas eclesiológicos, pastorales y morales (reestructuración de la Iglesia, atención a divorciados, métodos anticonceptivos, participación laical, etc.) parecen brotar de ese núcleo joánico-paulino que, sin poner en duda la misión de Pedro, recordaba más bien el rol neotestamentario de la participación en las decisiones eclesiales de todas las iglesias, la permanente referencia a la Palabra como criterio y la voz de los hombres y mujeres concretos, particularmente de los alejados, como uno de los signos de los tiempos que se deben escuchar e interpretar continuamente.

Desde Jerusalén hasta Roma, pasando por el Areópago

El deseo de Martini de pasar gran parte de sus últimos días en Israel ha sido una palabra simbólica (al estilo de aquellas profecías simbólicas del Antiguo Testamento) con un valioso mensaje para nuestro tiempo eclesial. El libro Coloquios nocturnos en Jerusalén es un magnífico testimonio de esa opción. Ahora bien, la referencia a la historia bíblica y a la encarnación y a la pascua de Jesús de Nazareth son esenciales para la vida misma de la Iglesia en cuanto tal. Sin embargo, Jerusalén no es el punto único donde se desenvuelve la misión eclesial. Pablo viajó fundando nuevas iglesias y siguió ocupándose de ellas. Uno de los lugares que visitó fue Atenas. En el Areópago, según Hechos, intentó dialogar con la cultura y religión de los atenienses. Aunque su éxito fue escaso, estableció un modelo de escucha de las culturas y de diálogo misionero que el Concilio Vaticano II, particularmente en Gaudium et spes, se propuso como tarea. Quizás uno de los legados más ricos de Martini sea ese viaje desde la Palabra hecha carne en Jerusalén hasta Roma como lugar de la comunión, pasando por los inquietos caminos de la misión entre los diversos y lejanos.

Von Balthasar, Han Urs, El complejo antirromano, BAC, Madrid, 1981, espec. 136-181.

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