bth_el_toldo_rojo_de_bolonia_-_portada_245 El toldo rojo de Bolonia, de John Berger (Madrid, 2011, Voces, Abada Editores).

Un delicioso y pequeño libro, que puede leerse de un tirón en una tarde o menos; a condición de volver a él luego, como invitan a hacerlo casi siempre los buenos textos sugerentes y reflexivos.

Su autor, el inglés John Berger (Londres, 1926) es un renombrado teórico del arte, además de pintor y escritor. De él recordamos la excelente trilogía “De sus fatigas” (Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag) sobre los cambios que impone en el viejo continente el pasaje de la vida rural a la urbana. Su obra Modos de ver, inspirada en Walter Benjamin, es un clásico de la crítica de arte.

El pequeño libro aquí reseñado está centrado en la memoria de su tío Edgar, hermano mayor de su padre, nacido “cuando la reina Victoria se convirtió en emperatriz de la India”. Vivió en con la familia del escritor ya que él no tenía ninguna, era “un fracasado” que “carecía de toda ambición”. Sin embargo, para el joven sobrino será un gran amigo, discreto y afable, fino lector que amaba sobre todo viajar, escribir postales y coleccionar cucharitas. En efecto, el texto arranca con esta frase: “Debería comenzar por cómo lo quería, de qué manera, con qué tipo de incomprensión. Y cuánto”.

En la narración se enredan deliberadamente lo que el tío le cuenta de Bolonia (característica ciudad por su antiquísima universidad, sus administraciones comunales de izquierda, sus recovas, sus torres y sus proverbiales toldos rojos) y lo que él mismo ve, años después; cuando ya ha muerto Edgar, tiene la premonición de esperarlo bajo los pórticos. En la fugaz “aparición”, el tío le habla de los mártires (“son envidiables, gente normal, nunca tienen poder”), se limpia los anteojos y se seca el sudor de la frente. Pero el encuentro es íntimo y sólo John puede insinuarlo: “Su risa llena la cúpula, y sólo la oigo yo. La gente pasa apresurada antes de que cierren las tiendas”.

Cada detalle vale en esta prosa poética de marcado pudor y singular belleza, incluso los comercios, el sabroso café o el limoncello (“el mejor que hayas tomado en tu vida”), las plazas, las calles, la gente.

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