Se cumplen veinte años de la reforma de la Constitución Nacional que marcó un paso a la modernidad de nuestro contrato social.

El proceso se inició el 13 de marzo de 1986 con el envío de una solicitud del presidente Raúl Alfonsín al Consejo para la Consolidación de la Democracia a fin de que se avocara al estudio de la posibilidad de reformar la Constitución Nacional orientada «al perfeccionamiento de la parte orgánica [con el objeto de] hacer más ágil y eficaz el funcionamiento de los diversos poderes del Estado y para profundizar la participación democrática, la descentralización institucional, el control de la gestión de las autoridades y el mejoramiento de la gestión pública», en busca de consolidar nuestro régimen republicano y democrático. Y adelantaba que esa iniciativa no debería incluir modificación alguna a la extensión y condiciones del mandato.

El Consejo para la Consolidación de la Democracia había sido creado por decreto del 24 de diciembre de 1985 con el objeto de contribuir a la elaboración de un proyecto transformador fundado en la ética de la solidaridad y en la democracia participativa, en orden a la modernización de las estructuras culturales, científicas, educativas, productivas y estatales de la sociedad argentina. En ese contexto, la modernización de la Constitución Nacional era una cuestión de la mayor importancia.

La Constitución sancionada en Santa Fe en 1853 había permitido la organización de un país pastoril, con una escasa población, que salía de medio siglo de anarquía y luchas fratricidas, pese a la situación inestable en que fue sancionada y contra los augurios del convencional Zavalía. Fue el marco de la organización de la Nación Argentina a partir de la incorporación de la Provincia de Buenos Aires en 1860.

Las reformas de 1866 y de 1898 correspondieron a artículos operativos previamente acordados. La de 1957 consistió en el restablecimiento de la Constitución de 1853 que había sido remplazada por la sancionada en 1949, considerada ilegítima en su origen ya que no respetó para su convocatoria las mayorías exigidas por el artículo 30. En ella se incluyeron los derechos sociales en el artículo 14 bis a propuesta de la Unión Cívica Radical, antes de que se clausurara la convención por considerar que al no estar representado el peronismo, que había sido proscripto, estaba incapacitada para construir los consensos de un nuevo pacto de convivencia social.

Posteriormente la reforma quedó estancada, pese a los múltiples proyectos parciales que trataron de adaptar muchos de sus contenidos a las nuevas exigencias de una sociedad que había cambiado, a las experiencias históricas que dificultaron la aplicación de la Constitución o que no hallaron en ella los mecanismos de respuesta a las reiteradas crisis políticas que vivimos, a la evolución y avances del derecho internacional, a la aparición del llamado constitucionalismo social incorporado a todas las constituciones del mundo democrático dictadas o modificadas durante el siglo XX.

La Constitución de 1853 preveía ser  reformada en su artículo 30, en correspondencia con el pensamiento  emitido por Alberdi: “No se ha de esperar que las constituciones expresen las necesidades de todos los tiempos. Como los andamios de que se vale el arquitecto para construir los edificios, ellas deben servirnos en la obra interminable de nuestro edificio político”.

Consejo con destacados miembros

El Consejo para la Consolidación de la Democracia estuvo integrado por personalidades de diversas extracciones políticas y por miembros independientes de destacada actuación en distintos ámbitos. Tuvieron rango de secretarios de Estado y se desenvolvieron con carácter «ad honoren». Fue presidido por el constitucionalista Carlos Santiago Nino, quien hizo un aporte invalorable a la tarea pre constituyente.

El método de trabajo consistió en visitas de consulta a gobiernos provinciales, a instituciones y a personalidades; en la obtención de las opiniones y los aportes de constitucionalistas, sociólogos, filósofos, historiadores y politólogos del más amplio espectro ideológico y de diversos centros de estudios y asociaciones profesionales. Además visitaron el Consejo diez prominentes especialistas internacionales de Europa y los Estados Unidos, la mesa directiva de la Federación Argentina del Colegio de Abogados, la comisión Justicia y Paz del episcopado argentino y la Convención evangélica bautista argentina, entre muchos otros expertos.

El Congreso fue inaugurado por el presidente Alfonsín quien expresó: “Sólo en un clima de libertad puede debatirse acerca de la Constitución y sólo para la libertad puede reformarse la Constitución”.

Contenidos y modalidades de la reforma

Hubo consenso en la necesidad de una reforma parcial que no debía alterar la parte doctrinaria. Sólo algunos difirieron respecto a la oportunidad, por considerar que el país aún no había salido de la grave crisis heredada y que la sociedad no estaba restablecida de un largo período de desencuentros e inestabilidad. Se repetían, de alguna manera, los argumentos de 1853.

El Consejo fue categórico respecto de las declaraciones, los derechos y las garantías contenidos en la primera parte de la Constitución, que forman las bases y objetos del pacto de asociación política de nuestra Nación, estimando conveniente no introducirles modificaciones sustanciales.

El eje más importante estuvo dirigido a la atenuación del hiper-presidencialismo de nuestro sistema republicano de gobierno.  Nuestra Constitución de 1853 creó un sistema presidencialista puro, con un parlamentarismo reducido a la simple sanción de las leyes, con poca o nula participación en el gobierno y con débil poder de control. La concentración en la figura presidencial de la suma del poder generó rigideces de consecuencias nefastas que estuvieron en la base de los sucesivos golpes de Estado. El Consejo analizó varios instrumentos y experiencias comparadas de otros países para disminuir la concentración de funciones en el Poder Ejecutivo, incrementar las funciones y el control del Parlamento, y darle flexibilidad al gobierno en tiempos de crisis.

La alternativa del acortamiento del mandato a cuatro años, con posibilidad de reelección por un período, creaba la oportunidad de un recambio o de una ratificación por el voto de la ciudadanía. Esta propuesta tenía el antecedente de las recomendaciones de la Comisión de Reforma Institucional, de 1972, integrada por Natalio Botana, Julio Oyhanarte, Roberto Peña, Pablo Ramela y Jorge Vanossi, entre otros. El sistema había sido aplicado en el llamado a elecciones de 1973, lo que no había despertado oposición ni de los partidos políticos ni de la ciudadanía.

Se proponía la creación del cargo de Primer Ministro o Jefe de Gabinete de Ministros, designado por el Presidente con responsabilidad política ante el Congreso de la Nación y removible por un voto de censura de la mayoría absoluta de cada una de las Cámaras. A él le correspondería el ejercicio de la administración general del país, descargando al Presidente de esas funciones, y pudiendo servir de respuesta política frente al cambio de las mayorías parlamentarias o de fuertes confrontaciones con la política gubernamental. El control del Congreso se haría, además, por dos figuras a incluir en el texto constitucional: la Auditoría General de la Nación, presidida por un candidato designado por el principal partido de la oposición, y el Defensor del Pueblo, ambos organismos autónomos, instituidos en el ámbito del Congreso.

Con el sentido de fortalecer al Poder Legislativo, se analizaron la composición y duración del Senado y su designación por las legislaturas de las provincias, que dejaba siempre sin representación en ese cuerpo a las minorías provinciales y era el resultado de componendas «feudalizadas» que desconocían la voluntad de la población. Se propuso el acortamiento de mandato a seis años, la elección directa por la ciudadanía y se recomendó la creación de un tercer senador por la primera minoría de cada provincia.

En relación con el Poder Judicial, se eliminaba la discrecionalidad del Presidente para la designación de los jueces de los tribunales federales, mediante la creación de un Consejo de la Magistratura responsable de la selección de los candidatos y el envío al Presidente de una terna vinculante al efecto.

Los demás temas en debate abarcaron: la defensa de los derechos humanos y el derecho humanitario;  el rol de los partidos políticos como asiento de la democracia; los mecanismos de participación ciudadana, tales como el referéndum o consulta popular y la iniciativa popular; la libertad de expresión; el fortalecimiento de las garantías individuales mediante el amparo, el hábeas corpus y el hábeas data; la defensa del medio ambiente; el reconocimiento de la identidad étnica y cultural de los pueblos indígenas y sus derechos; los derechos del consumidor y del usuario; el régimen federal de gobierno, sus facultades originarias y las delegadas, la propiedad de los recursos naturales, el régimen financiero de la Constitución y la coparticipación de impuestos; el régimen municipal; la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires; la defensa y vigencia de la Constitución.

Todo ello produjo un riquísimo debate político, filosófico y jurídico, con un análisis comparativo de sistemas aplicados y de experiencias históricas propias y de otros países.

La metodología de consultas establecida condujo a visitas a todas las provincias, con entrevistas amplias y fructíferas con los gobernadores en ejercicio, que recalcaron la necesidad de descentralización y de reforzamiento del federalismo. El gobernador riojano, Carlos Menem, mostró su absoluto acuerdo con la importancia, necesidad y oportunidad de la reforma constitucional. Señaló en tal sentido que “la constitución riojana había sido objeto de una reciente reforma por lo que era evidente su conformidad con la necesidad de adecuar el ordenamiento jurídico de la Nación a los más modernos principios constitucionales”.

Sin embargo, en 1989, en la competencia electoral por la Presidencia de la Nación, el doctor Menem –candidato del partido peronista y a la sazón su presidente– sacó la reforma de la Constitución de la agenda política. Contrariamente, el partido radical ratificaba que “la reforma parcial de la Constitución, en el sentido señalado por la Honorable Convención de 1987, es para la Unión Cívica Radical una de las piezas fundamentales del proyecto de democratización y modernización que está impulsando desde el 10 de diciembre de 1983”.

La llegada de Menem al gobierno abrió un paréntesis de cuatro años.

Acuerdo para legitimar la reforma

El nuevo capítulo se inicia el 23 de marzo de 1992, con un discurso del presidente Menem en el que relanza la reforma constitucional. Dos días después el plenario del Consejo Nacional Justicialista se manifestó sobre la necesidad de la reforma. Se creó en su ámbito una comisión de juristas, que produjo hasta junio de ese año tres documentos referidos a la necesidad de la reforma, su oportunidad y los contenidos. Si bien en ese trabajo existían significativas coincidencias con las conclusiones y propuestas de 1988, la actitud reformista del Poder Ejecutivo en ese momento tenía como único fin la conservación y el acrecentamiento del poder presidencial, que era sinónimo de reelección y que estaba subordinado a la estrategia electoral del oficialismo.

Con ese único sentido y alejado de los trabajos previos, un proyecto de declaración de la necesidad de la reforma fue enviado al Senado de la Nación.

Una buena parte de la sociedad y del espectro político del país se manifestó en contra; incluso no había uniformidad en el propio partido oficialista, lo que le dificultaba la obtención de los dos tercios de los miembros de cada Cámara requeridos. Esto llevó a negociaciones que cambiaron los contenidos originales del proyecto, disminuyendo aún más su alcance y eliminando las propuestas para la conformación del Senado, así como la elección directa del Presidente. Solamente se incluía el acortamiento de mandato y se consagraba la reelección.

La posición del radicalismo y su voto negativo se fundamentaba en los contenidos propuestos, y en la inoportunidad de la reforma por la falta de garantías jurídicas y políticas, que podían llevar al país a un callejón sin salida, por el modo en que se intentaba concretarla.

La Cámara de Diputados tenía una composición ampliamente adversa, lo que hacía imposible obtener los dos tercios establecidos en el artículo 30. El recurso previsto consistió en lograr la aprobación de una ley que fijara el alcance de la norma en dos tercios de los miembros presentes, lo que violentaba la letra y el espíritu del texto constitucional. Un segundo recurso del gobierno era la realización de un plebiscito. Ambos instrumentos estaban avanzados en su tratamiento, lo que deslegitimaría la convocatoria constituyente, situación con antecedentes históricos negativos que había que evitar.

Raúl Alfonsín asumió la responsabilidad de reunirse con el jefe del Ejecutivo, asumiendo lo que sería un alto costo personal y para la Unión Cívica Radical, pero que tiene la lucidez y el desprendimiento de un acto de gran contenido patriótico. La declaración firmada en Olivos establecía que «las disposiciones a reformar, en función de los acuerdos que se vayan alcanzando y a las propuestas que se reciban de otros partidos o sectores políticos o sociales, una vez que sean aprobados por los órganos partidarios pertinentes, constituirán una base de coincidencias, definitivas algunas y sujetas otras –en cuanto a su diseño constitucional– a controversia electoral».

Alfonsín otorgaba al acuerdo el carácter de un nuevo hito de la consolidación de la democracia argentina, conjurando el daño irreparable que hubiera producido el plebiscito. Con el respeto, por parte del gobierno, de la mayoría de dos tercios de las Cámaras exigida por el artículo 30 de la Constitución Nacional se evitaba la deslegitimación del proceso y se recreaba el clima de acuerdo fundamental entre las fuerzas políticas mayoritarias con la participación de otros sectores políticos y sociales.

Una comisión mixta, integrada por los grupos de  especialistas de ambos partidos, retomaron las ideas y trabajos de 1988.

Tal como estaba previsto, se estableció un núcleo de coincidencias básicas que incluía todas las cláusulas vinculadas con la atenuación del presidencialismo, el rol acrecentado del Parlamento, y el mejoramiento de la independencia y la eficacia del Poder Judicial. El tema de la reelección, prevista en los trabajos del Consejo, fue incluido admitiendo esta posibilidad para el Presidente en ejercicio. En definitiva, iba a corresponder a la ciudadanía decidir sobre el próximo mandato presidencial.

El núcleo debía ser votado en su conjunto por sí o por no, lo que abrió nuevas controversias. Alberto García Lema, uno de los integrantes de la comisión de juristas del peronismo afirmaba, con razón, que la objeción al voto en bloque, por sí o por no, de la cláusula sistémica, «no ha reparado lo suficiente en que la finalidad esencial del núcleo ha sido otorgar –por parte de un partido circunstancialmente mayoritario– al radicalismo y a otras fuerzas políticas y sociales, una garantía máxima de cumplimiento de un conjunto de reformas, entrelazadas e íntimamente vinculadas entre sí».

El constitucionalista Miguel Padilla sostuvo que «la declaración de la necesidad de la reforma debe indicar con precisión el texto de las nuevas disposiciones o –al menos– contener una clara indicación de su sentido, orientación y alcance. Así lo impone un criterio lógico, pues de lo contrario la Convención Reformadora gozaría de poderes ilimitados y actuaría de hecho como un órgano soberano. Por otra parte…ha sido la postura asumida por los legisladores de 1860, 1866 y 1897; finalmente así se procedió con la casi totalidad de las iniciativas presentadas al Congreso de la Nación desde 1862».

Lo contrario significaría la posibilidad de desvirtuar la necesidad de la reforma expresada en la voluntad del Congreso al no expresar sus fines y contenido.

Los restantes temas habilitados estaban ampliamente desarrollados en los trabajos del Consejo y en documentos de la comisión de juristas. Personalmente, por las vías institucionales de mi partido, propuse la modificación del artículo 67, inciso 15, a fin de incluir el reconocimiento de la identidad étnica y cultural de los pueblos indígenas. Todos estos temas serían objeto de proyectos de los constituyentes y debatidos en el seno de la Convención. Obtenida la aprobación de los órganos decisorios de ambos partidos políticos, la Declaración de la Necesidad de la Reforma fue aprobada en el Congreso Nacional.

Durante los tres meses de sesiones de la Convención hubo un trabajo arduo y un amplio debate. Cada cláusula fue votada por una amplia mayoría. Dos de ellos, el de defensa de la democracia y el reconocimiento de la identidad étnica y cultural de los pueblos indígenas, lo fueron por unanimidad.

La reforma significó un enorme avance en materia de derechos humanos, al otorgar rango constitucional a los tratados internacionales en la materia. Todos los temas mencionados a lo largo de esta exposición fueron incorporados, con la excepción del Consejo Económico Social, que no tuvo tratamiento. Entre otros más, vale citar, sin ser exhaustivos, la inclusión de los derechos cívicos de la mujer y la autonomía universitaria.

La Constitución se juró el 24 de agosto de 1994, en el Palacio San José de Concepción del Uruguay, como homenaje al general Urquiza, gestor de la Constitución Nacional de 1853, con la presencia de todos los convencionales y miembros del gobierno. Fue la expresión de la mayor representación política en el constitucionalismo del país.

Logros y deudas pendientes

La nueva Constitución ratifica y amplía los derechos sociales del artículo 14 bis y legitima el acto constituyente de 1957. Es la constitución de los derechos humanos y humanitarios, de la ampliación de los derechos y garantías del ciudadano y de la ampliación de los mecanismos de participación política. Estos instrumentos son operativos y se han sancionado leyes como, a título de ejemplo, las de presupuestos mínimos de protección ambiental, la ley de bosques y otras que amplían el ámbito de aplicación específico. Pero hay ausencias muy importantes pese al tiempo transcurrido, como el concepto de comunidad indígena o la figura de la propiedad comunitaria de la tierra, entre otras.

Muchas preguntas se plantean acerca de si se logró el propósito tan buscado de atenuar el presidencialismo. A poco de la sanción de la nueva Carta Magna, pareciera haberse iniciado un proceso de anti constitucionalismo. La figura del Jefe de Gabinete de Ministros y el Consejo de la Magistratura no cumplen hasta ahora con el precepto constitucional que los creó. Las mayorías automáticas de ambas Cámaras del Congreso atentan contra la independencia de los poderes y debilitan la democracia y el sistema republicano de gobierno que se intentó reforzar.

Las obligaciones del Jefe de Gabinete hacia el Congreso no se cumplen y no le son exigidas, con lo que se pierde la capacidad de control sobre el Ejecutivo que prevé la norma. Por otra parte, en la crisis política de 2001, de haberse interpretado y aplicado la opción de un Jefe de Gabinete de la oposición (co-habitación) hubiera podido evitarse el derrumbamiento de un gobierno y la sucesión traumática que pudo ser soslayada con un recurso constitucional disponible que no fue utilizado.

El Consejo de la Magistratura está regido por una ley inconstitucional que no respeta el equilibrio necesario de su composición, otorgándole al Ejecutivo la capacidad absoluta de decisión, en el sentido contrario al objeto de su creación. Se extralimita la delegación legislativa, y los decretos de necesidad y urgencia con los que se toman importantes decisiones de gobierno –cuya necesidad no está justificada– no pasan en revisión por la comisión bicameral que debiera tratarlas, con lo que se hace una delegación más, de hecho, de las funciones del Congreso.

La pregunta pertinente parece ser: ¿este resultado es la consecuencia de las prescripciones constitucionales o de su aplicación o falta de ella? En mi opinión está claro que hasta que no tengamos independencia de poderes, respeto al estado de derecho, una acendrada cultura democrática de la que carecemos, y pongamos en funcionamiento como corresponde los institutos creados, éstos no pueden cumplir su misión. La falta no es del instrumento sino de conductas políticas aberrantes y de ultrajes a la Constitución.

En este sentido, las formas de democracia semi-directa introducidas en la Constitución, como la consulta popular o el derecho de iniciativa, son herramientas que permitirían avanzar en temas trabados en el Congreso pero que hasta ahora no han sido utilizados. Existe una gravosa deuda del Congreso por la falta de sanción de leyes derivadas de la reforma. La más grave es la ley de coparticipación federal de impuestos, que debía ser sancionada antes de finalizar el año 1996. Esto ha significado veinte años de sometimiento de los gobiernos provinciales al discrecionalismo del gobierno central. Una vez más, necesitamos independencia del Congreso y un acuerdo federal entre los gobernadores que reclamen sus derechos en lugar de someterse y resignar soberanía.

Cuando todo esto suceda, funcionará entonces la Constitución Nacional y sus nuevos institutos, en un creciente equilibrio de poderes que afianzará la república democrática que pretendimos contribuir a mejorar y consolidar.

Para que haya democracia hacen falta demócratas, he ahí el camino.

La autora es Arquitecta, Convencional Nacional Constituyente de la Provincia de Buenos Aires por la UCR, Presidente de la Comisión de Nuevos Derechos y Garantías.

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