La Iglesia cubana después de Fidel

Fidel Castro es sin duda una leyenda controvertida. Recuerdo cuando desde Sierra Maestra, con su pequeño grupo de compañeros, entró triunfalmente en La Habana. Los ojos del mundo no se despegaron más del comandante alto, elocuente y con un carisma inigualable. Con liderazgo incontestable, el fallecido líder estuvo en el epicentro de varios conflictos con otros países, sobre todo con los Estados Unidos, su vecino del norte.
Tras la caída del muro de Berlín en 1989 y el fin de la Unión Soviética en 1991, la isla sufrió un duro golpe que se sumaba al embargo estadounidense. Castro no se doblegó frente a las presiones y, con el apoyo de Venezuela, llevó adelante el régimen que instaurara sin cambios significativos. Permaneció en el poder hasta 2008, cuando, ya enfermo y anciano, delegó la presidencia en su hermano menor.
El gobierno de Raúl dio claras señales de apertura en todas direcciones. Fue con él que el diálogo con los Estados Unidos, apoyado por el papa Francisco, tuvo lugar. También la religión pasó a gozar de mayor tranquilidad y espacio en la isla. Incluso Fidel desde algún tiempo antes mostraba mayor apertura a la cuestión religiosa.
Educado por los jesuitas, Fidel conoció y practicó el cristianismo en su infancia y juventud. Posteriormente, al abrazar el marxismo, ideología con la cual siempre gobernó a Cuba, se alejó de la fe y de la práctica religiosa. Hizo de Cuba una nación donde todos los credos debían tener espacio en proporción al número de fieles con que contaban en sus filas. El dominico brasileño Frei Betto, que lo ha conocido de cerca, le hizo una larga entrevista de la que resultó el libro Fidel y la religión, que vendió millares de copias y abrió camino para la vista del papa Juan Pablo II a la isla en 1998.
En ese libro es evidente en el Comandante una actitud de apertura a la trascendencia y una simpatía por el cristianismo y sus principios de justicia y fraternidad. En una entrevista con el diario italiano La Repubblica, el papa Francisco afirmó que “los comunistas piensan como los cristianos. Cristo hablo de una sociedad en que los pobres, los débiles y los excluidos son los que deciden”.
En este sentido, no es de extrañar que la revolución cubana resulte atractiva para muchos cristianos. A pesar de todas las dificultades, Cuba ha conseguido llegar a niveles de desarrollo humano que muchos de nuestros países en América Latina todavía estamos lejos de alcanzar. La inversión sostenida en educación ha erradicado la alta tasa de analfabetismo antes existente. Todo el pueblo cubano fue escolarizado y en su gran mayoría es culto y letrado. La medicina llegó a liderar el ranking en algunas especialidades, como dermatología y oftalmología.
Si austera y restrictiva es la vida del cubano, allí no se encuentran hambrientos o mendigos durmiendo en las calles. Y un cartel que se puede ver en el camino del aeropuerto al centro de la capital dice: “Hoy 200 millones de niños dormirán en la calle. Ninguno es cubano”. La isla que en 1959 tenía como perspectivas un cuadro amargo de miseria, de convertirse en un balneario estadounidense, dio a las nuevas generaciones un nivel de vida donde las necesidades básicas están atendidas, aunque sin excesos y con austeros límites. Y el pueblo cubano es digno, pese a todas las vicisitudes, enfrentando el devenir con humor y creatividad.
La Iglesia cubana también vive y visibiliza esa creatividad y alegría. Y hay ocasiones en que resulta muy evidente. Como en las visitas de los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Un millón de personas salieron a la calle para verlos y escucharlos.
Lo mismo pasa cuando la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre hace su peregrinación anual por las ciudades cubanas. Sin ningún tipo de publicidad, las calles se llenan.
La visita de Francisco a Cuba el año pasado fue un punto importante de la distensión de las relaciones entre la Iglesia y el régimen. El Papa argentino consiguió mover a la jerarquía eclesiástica cubana en dirección a un acercamiento aún mayor para con el régimen de Castro. No sorprende que la invitación central de su visita a Cuba haya sido al diálogo, al encuentro con el ser humano. Y por eso evitó aristas –aún a riesgo de decepcionar algunos– e invitó a Cuba a abrirse al mundo. Con suma habilidad tomó lo que venía diciendo el mismo Fidel Castro sobre los inevitables cambios en la isla. Lo hizo valorando el testimonio y ejemplo que Cuba ya es con sus conquistas innegables de justicia e igualdad.
Una encuesta reveló que en Cuba solamente el 27% de las personas se reconocen católicas. Pero, al mismo tiempo, apunta que ocho de cada diez tienen una imagen positiva del papa Francisco. Y también, y quizás por eso en buena parte, confían en la Iglesia como institución.
Francisco remarcó la importancia de que la reconciliación y el diálogo no sean ideológicos, ya que no se sirve a ideas, sino a personas. Enseguida, resaltó la forma que debe tomar dicho servicio: cuidar las fragilidades de las personas, es decir, dirigirse a aquellos que son más vulnerables, que están más desprotegidos y expuestos a las intemperies de la vida. Según el Pontífice –siempre tan fiel a la primacía de los pobres– la grandeza de un país se mide por la manera en que trata a aquellos que son más frágiles.
Aunque no lo haya mencionado expresamente, se puede interpretar ahí una aprobación del Papa a algunas conquistas positivas del régimen cubano, sobre todo en relación a los niños y también a los ancianos. O sea, a los más frágiles. No estaría igualmente ausente de sus preocupaciones el peligro latente, con la apertura de la isla a las relaciones con el vecino del norte, de que el consumismo enloquecido invada y seduzca a la población. Lo mismo ha pasado en el Este europeo y el proceso ya es conocido. Por décadas Cuba ha construido un modelo que, con todos sus defectos, busca la justicia a través de un estilo de vida austero y sobrio, aunque no exento de sacrificios. Y con gran dignidad. Francisco no perdió la oportunidad de valorar eso que no es en general percibido con tanta claridad cuando se trata de la isla caribeña.
La reconciliación que implicaría el fin del embargo impuesto a la isla por el gobierno estadounidense y la liberación de Guantánamo, que sigue siendo base militar de los Estados Unidos, podría devolver a los cubanos una tranquilidad por la cual esperan desde hace mucho tiempo. Pues a pesar de la dignidad con que levantan la cabeza y no se doblegan frente a las adversidades, de la alegría en la cual insisten en vivir, todos saben que la vida no ha sido nada fácil para el pueblo de la isla. Por eso Francisco paternalmente dice: “…a pesar de las heridas que tiene como cualquier Pueblo, (el Pueblo cubano) sabe abrir los brazos, caminar con esperanza, porque se siente llamado a la grandeza”. Ahí advertimos la valoración de la vocación del valiente pueblo cubano a ser testigo de una vida que no se mediría por el tener sino por el ser.
¿Qué futuro espera la Iglesia isleña tras la muerte de Fidel Castro? Es evidente que una figura tan singular como la suya deja un legado muy paradójico. Por un lado, es difícil para la mentalidad democrática aceptar que desde la victoria de la Revolución el pueblo cubano no haya tenido elecciones. Más que difícil es incomprensible, porque seguramente el Comandante saldría vencedor. El pueblo que lo escuchaba devotamente en sus largos discursos, bajo el sol o la lluvia, no dejaría de prestigiarlo con el voto. No lo hizo y pasó a la historia como dictador.
Eso y la falta de libertad que todavía reina en Cuba, con comunicaciones precarias y escasas, accesibles apenas a los turistas, aunque esté abriéndose, es un desafío grande para la acción evangelizadora de la Iglesia.
No cabe aquí hacer ejercicios de futurología. Pero siempre hay que dejar espacio para deseos y esperanzas. Una de ellas, quizás la más urgente, es que la Iglesia encuentre más posibilidades de actuación en el mundo educativo.
Eso ya sucede de manera informal y discreta. Hay casas religiosas que ofrecen cursos con mucha aceptación entre numerosos cubanos. También universidades de otros países han enviado delegaciones con propuestas de proyectos comunes en Cuba y fueron bien recibidas.
¿Por qué no podría ampliarse más ese espacio, llamando de nuevo a la Iglesia a actuar oficialmente en un campo en el que es pionera, como la educación? Esperemos que pasado el momento de perplejidad con la muerte de Fidel ese nuevo horizonte se abra a la Iglesia de la isla, tan valiente y tan fiel a lo largo de todos esos años.

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