primera-guerra-mundial-historiaEste 2014 se cumplen cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial, también conocida como La Gran Guerra, que tuvo enormes consecuencias para la sociedad de su época y que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad.

Las consecuencias de la Primera Guerra Mundial exceden por completo sus causas; no hay más que desproporción entre unas y otras. Sus repercusiones traspasaron fronteras y generaciones, así como también tornearon el siglo XX en muchos aspectos. Así, fue mucho más que una mera guerra: fue un completo laboratorio en el que se ensayaron las principales innovaciones sociales, culturales, económicas y políticas que traería consigo el siglo XX. Nada ni nadie fue ajeno a ella: militares y civiles; hombres, mujeres, niños y ancianos; campo y ciudad; industria, comercio, Estado, administración… siquiera las letras, las artes plásticas y la música permanecieron indiferentes a su influjo. Y una vez firmados los tratados de paz, se hizo imposible hacer borrón y cuenta nueva; la guerra dejó una herida –miles, en verdad– que se convertiría en una completa cesura histórica. Todo el sistema de valores heredado del racionalismo occidental se vio conmovido hasta sus cimientos por un conflicto que mostraría de manera flagrante las aberraciones a las que podía conducir el tren del progreso. Así, la guerra tuvo también hondas consecuencias filosóficas y morales.

Desatada entre viejos imperios que hacían lo imposible para demorar su final, la guerra presionó con todo su dramatismo por acelerar el ritmo de los cambios. Bastó un incidente tan nimio como el asesinato del heredero al trono del Imperio Austro-húngaro para desencadenar una guerra de proporciones imposibles de imaginar en julio de 1914, cuando dieron inicio las hostilidades. Europa no tenía el recuerdo de una guerra tan prolongada y desgastante desde los años napoleónicos, poco más.

Así, muchos pudieron plegarse entusiastas a una guerra que removería pasiones y brindaría espacio para gestos heroicos y aventureros, bloqueados por completo en la sociedad burguesa  de entonces. El furor de las masas por la guerra, impregnado de fiebre nacionalista, desafió todas las previsiones. Incluso el socialismo, de tradición internacionalista, terminaría contagiándose: seguramente por temor a quedar aislado, el socialismo alemán (el más fuerte de Europa) aprobó los créditos de guerra en el Parlamento.

Bastante poco tenidas en cuenta hasta ahí, al menos en Europa central y oriental, las masas fueron ampliamente movilizadas en todos sentidos a los fines bélicos: la guerra demandaba soldados en cantidad, obreros, obreras, además de hábiles organizadores de las energías sociales. No siempre con buena coordinación, por supuesto. Sea como fuere, sin tiempo para llevar adelante una cuidadosa planificación, los gobiernos se lanzaron a organizar, encauzar y regimentar el esfuerzo bélico de ciudadanos de a pie que, en principio, tenían más buena voluntad que preparación efectiva para pelear una guerra total.

Fue necesario innovar sobre la marcha. Miles de kilómetros de trincheras; guerra submarina; gases; importantes avances médicos que dejaron su huella en la historia de la medicina del siglo XX; sinnúmero de medidas, no siempre exitosas, para la organización del racionamiento; castigos crueles, con fines ejemplificadores, de las largas filas de desertores, que crecían a medida que la guerra se prolongaba… Así la guerra trajo consigo una completa barbarización en el trato con el enemigo, e incluso con los civiles, como puso en evidencia el atroz genocidio cometido en 1915 contra los armenios.

Imposible dar cuenta del número de muertos y heridos de tamaña guerra, amén de los daños materiales, considerables en Bélgica y norte de Francia. Casi triplica el de los muertos, que sobrepasó los diez millones de personas. Y muchos de los sobrevivientes quedaron amputados, o con shock postraumático. En algunos países, como Francia, la siguiente generación vio mermada significativamente su población masculina en edad adulta. Así, la Primera Guerra Mundial fue muy difícil de olvidar para la generación que le sucedió. Los roaring twenties, efímeros, no lograron disipar su recuerdo. La inestabilidad internacional y el belicismo desenfrenado poco ayudaron.

Consecuencias

Cualquier enumeración de las consecuencias ha de ser incompleta. En lo político, se destaca el completo rediseño del mapa de Europa central y oriental impuesto por las potencias vencedoras, sin omitir gestos revanchistas para con los vencidos. Los tratados que se firmaron en París, se sabe, fueron polémicos. Es conocido en este sentido el libro de tono profético de John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz (1919), donde se advirtió acerca de los peligros a los que se expondría el orden internacional si se tomaban medidas severas contra Alemania, como pedían a viva voz Francia y Bélgica. Todavía se sigue discutiendo si las decisiones tomadas en el palacio de Versalles fueron tan extremas como dirán poco después los nacionalistas más exacerbados de la Alemania de Weimar. Para el caso no importa. Lo que cuenta es que para muchos alemanes la derrota estuvo acompañada de un regusto amargo y de un deseo revanchista difícil de ocultar. No fueron los únicos que quedaron disconformes con los acuerdos de paz (Italia y Hungría no lo estaban menos), pero Alemania tenía masas políticamente activas y descontentas, y una economía moderna que no olvidaba su pasado esplendor. La salida de la guerra fue traumática.

Así como en 1914 no hubo organismos internacionales capaces de evitar el conflicto armado, tampoco los hubo en 1918 para encauzar debidamente el camino hacia la paz. La Sociedad de Naciones no fue suficiente; no podía dar respuesta a problemas tan complejos como los suscitados por la inestabilidad de jóvenes democracias montadas sobre sociedades jaqueadas por la guerra, la recesión económica, la escasez de alimentos y de trabajo, además de la corrosiva inflación, que instaló un cuadro de incertidumbre en la vida cotidiana de millones de personas.

Más grave todavía: se desmoronaron cosas mucho más importantes que los antiguos límites territoriales entre las potencias centroeuropeas. Se desplomó la confianza y la seguridad, pilares fundamentales que habían sabido sostener la fe de Occidente en el progreso. Y con ello colapsó todo el sistema de valores que venía dado por añadidura. En sus memorias, el austriaco Stefan Zweig escribió palabras cargadas de sentido sobre el mundo que la guerra hizo desaparecer: “Si busco una forma práctica de definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que nací y me crié, confío que he encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad… Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados”.[1]

Después de 1919, no quedaba en pie ninguna certeza. Las relaciones sociales se habían trastrocado sensiblemente, y lo mismo cabe decir de las jerarquías sociales y los sistemas de valores. Hombres y mujeres no ocupaban ya lugares previsibles. La mujer tuvo una actuación destacada durante la guerra, se le concedieron derechos políticos en la inmediata posguerra, un avance que no siempre fue objeto de aplauso, sin embargo. Baste con recordar aquí la desazón de miles de hombres que volvieron del frente con sus heridas de guerra (incluso las psicológicas) y se encontraron con que no tenían trabajo ni perspectivas de conseguirlo. La creciente independencia de la mujer descolocó sobremanera al hombre, de ahí que los regímenes totalitarios se esforzaran tanto por tener a las mujeres a raya otra vez…

Las relaciones de clase también se volvieron tirantes, y para peor en 1917 había estallado la revolución rusa que, por un momento, amenazó con hacerse mundial, creando oleadas de pánico en Occidente. No había llegado la hora, todavía, de las políticas sociales, que apuntarían a paliar las situaciones más extremas, a fin de contener mínimamente el malestar social. Tan sólo en la Alemania de Weimar se implementó el seguro de desempleo, pero cuando llegó la hora de utilizarlo como estrategia para amortiguar la crisis económica de 1929, el Estado se vio colapsado y no tuvo real capacidad de respuesta.

La exacerbación de los nacionalismos fue otra de las consecuencias dramáticas y persistentes de la guerra. A fines del siglo XIX, los nacionalismos crecieron con cara de Jano, podría decirse. Eran una fuerza política en cierto sentido inclusiva, que procuraba integrar poblaciones rurales a las que el Estado difícilmente había llegado hasta entonces, a través de la escuela y la administración. Campesinos que hablaban dialectos y permanecían anclados en la aldea rural se convertirían en ciudadanos que podrían comenzar a gozar de sus derechos.

Sin embargo, el nacionalismo tenía también una faceta intolerante, exclusivista, puesto que quienes estaban fuera de la nación, lisa y llanamente podían ser declarados sus enemigos. Llegado el caso, las minorías podían correr una suerte amarga, como ocurrió con los judíos de la Rusia zarista, cuando el paneslavismo presionó sin vacilar sobre ellos.

En la primera mitad del siglo XX, prevaleció en Europa la faceta exclusivista del nacionalismo por sobre la otra, y en esto también jugó un papel decisivo la Primera Guerra Mundial. El resto es bien conocido: nacionalismos rivales, militarismo, imperialismo y un innumerable tendal de víctimas fruto de la intolerancia. Así, la experiencia de la guerra fue decisiva para la forja del nazismo.

A su vez, la revolución bolchevique de 1917 también fue hija de la guerra. Sería inútil minimizar su importancia para la historia contemporánea. La relación entre la guerra y la revolución rusa ha sido sin embargo soslayada muchas veces, porque se ha tendido a sobredimensionar la gesta heroica de los grandes líderes de octubre. Pero ni la guerra se comprende bien sin la revolución, ni la revolución sin la guerra, sin embargo.

Fuera de Europa, por último, la guerra también impactó en muchos sentidos. Las potencias arrastraron a sus colonias a participar en el conflicto, y el nacionalismo se desarrolló aquí con otro cariz, puesto que, por reacción, abrió el paso a muy primigenios sentimientos independentistas, de un sesgo marcadamente antioccidental. En este sentido, la guerra sirvió también de anticipo de muchos de los procesos que, décadas más tarde, habrán de protagonizar los países de lo que se dará en llamar el Tercer Mundo. Los tratados de París no modificaron el reparto colonial de fines del siglo XIX –incluso lo exacerbaron– pero prepararon el terreno en el que lucharía Mahatma Gandhi, entre otros líderes de los procesos de descolonización.

De efectos inconmensurables, la guerra careció sin embargo de un final dramático o de una victoria heroica. 1919 fue muy distinto de 1945: con los opacos tratados de París, ni Alemania ni Europa tuvieron su hora cero, un momento simbólico en el que serían capaces de romper abruptamente con ese pasado que los había llevado al horror de las trincheras. La paz de 1919 no fue más que una mera continuación de la guerra por otros medios. 1939 fue así su consecuencia más trágica, si bien remota, en absoluto directa.

La autora es historiadora y profesora universitaria en UTDT y UCA.


[1] Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, Acantilado, 2012, pp. 12-13.

2 Readers Commented

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  1. amelia pataro on 14 mayo, 2014

    analisis impertumbable y sentido del ser humano en su hedionda ambición.

  2. Augusto L. Mahlknecht on 27 mayo, 2014

    Leyendo la traducción al italiano del diario del embajador de Francia en Rusia, Maurizio Paléologue, que comienza el 20 de Julio de 1914 y termina el 17 de mayo de 1917: «La Rusia degli Zar durante la grande guerra» uno no puede evitar de pensar que el motivo principal de la guera fue destruir a Alemania, que ya había desplazado a Francia del comercio mundial y estaba terminando de desplazar a Gran Bretaña

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