La Iglesia católica celebra el 500 aniversario del nacimiento de una de sus grandes místicas, Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como Teresa de Jesús. Nacida en 1515 en Ávila, murió en 1582 y es considerada una de las figuras religiosas más importantes de la contrareforma.

Canonizada por Gregorio XV (1622), fue la primera mujer que recibió el título de doctor de la Iglesia (Pablo VI , 1970). Esta carmelita, junto a san Juan de la Cruz, reformó su Orden. Esta iniciativa le generó, en su tiempo, muchos enemigos. Por sugerencia de confesores y amigos sacerdotes escribió su autobiografía. La escritura, sin embargo, no sólo fue una afición de Teresa -figura del Siglo de Oro español- sino una forma de evangelizar que aún hoy nutre la vida espiritual de muchas personas, laicas o religiosas, a través de sus páginas.

Hay en ella una conciencia profunda de que el cuerpo no sólo es esencial para la experiencia mística, sino para toda la espiritualidad cristiana. Ella aboga por el desarrollo del cuerpo contra ciertas teorías platonizantes que predicaban una espiritualidad “etérea”. Nos dice la santa que los seres humanos no somos ángeles, sino por el contrario que tenemos cuerpo. Querer ser ángeles sobre la tierra es un desatino. Por el contrario, hay que contar con el apoyo y el pensamiento de una vida normal. Esta toma de conciencia del cuerpo como lugar donde se origina la experiencia mística aparece tanto en su prosa como en su lírica, que se destaca por el pathos que la atraviesa. Sus versos impresionan por el erotismo místico, ya que son, como la misma Teresa confiesa en uno de sus poemas, “nacidos del fuego del amor de Dios que en sí tenía”.
Julia Kristeva, psicoanalista y crítica literaria contemporánea, señaló: “En su viaje al otro, Teresa indica un punto importante para la cultura europea. Para que exista el yo, el cogito de Descartes no alcanza. Necesita del otro con el cual establecer un vínculo indispensable. El yo y el otro se identifican y confunden entre sí. Teresa crea este vínculo con la divinidad. Para ella, la trascendencia se convierte en inmanencia. Por lo tanto, se encuentra en el camino del humanismo cristiano que conducirá al humanismo moderno. Precisamente porque Dios y el infinito están en ella, Teresa se convierte en una persona y en un lenguaje infinitos”.
Sin embargo, la característica mayor y más evidente de la vida de Teresa de Ávila es sin duda su condición de perpetua enamorada de Dios. Al relatar sus experiencias místicas, en ningún momento censura la dimensión erótica de la experiencia de Dios, a quien llama Amado y a quien dedica poemas que dan cuenta de una llama que la devora de amor y pasión. Esto le concede veracidad a su condición de mística, reconocida por la Iglesia y por cuantos se ponen en contacto con su experiencia espiritual y su espléndida relación con Dios.
La experiencia mística es la experiencia del Otro absoluto que se da de manera participativa y gozosa. Tanto es así que la teología clásica la define como cognitio Dei experimentalis (conocimiento de Dios por la experiencia); y filósofos tomistas como Jacques Maritain hablan de una “experiencia gozosa de lo absoluto”. Por lo tanto se trata de una experiencia no puramente racional o intelectual. Sino de la experiencia relacional donde el goce está presente, donde se crece no por el conocimiento sino por la experiencia de ese disfrute, donde se dan cita el acuerdo y la sintonía con el “conocer” bíblico, inseparable del amor.
Si volvemos los ojos a los relatos bíblicos, percibiremos que el conocimiento pasa por los sentidos y por la corporalidad. Así es como Isaac “conoce” a su esposa Rebeca en el silencio y en la intimidad de la tienda donde ambos conciben a sus hijos. De igual manera, la descendencia de las parejas que pueblan la Escritura proporciona la matriz analógica que en el lenguaje espiritual hablará de la experiencia de Dios que “conoce” a su criatura en la intimidad del corazón, despertando los sentidos al mismo tiempo que le revela los secretos más profundos y su voluntad transformadora de la historia.
En el evento místico, que tiene lugar entre los seres humanos y la divinidad, están involucrados no sólo el sujeto que conoce, es decir, el yo, sino también el otro como un tú. Por lo tanto, él o ella, dadas la alteridad y las diferencias, transitan un camino de conocimiento previamente trazado y sin otra seguridad que la de la aventura de un descubrimiento progresivo. Se trata de algo sobre lo que no tengo poder: aparece “otro sujeto”, cuya diferencia se me impone como una epifanía, como una revelación. En el caso de la mística, esta relación cobra dimensiones diferentes en la medida en que coloca el proceso y la relación de pareja en dimensiones absolutas, con la que el ser humano no puede siquiera mantener simetrías o relacionarse en términos de necesidad, sino sólo por el deseo. Es un Otro cuyo misterioso y fascinante perfil se muestra sobre todo en las situaciones límite de la existencia y transforma radicalmente la vida de la persona que se encuentra implicada en esa experiencia.
Así aconteció con Teresa de Cepeda y Ahumada, mujer profundamente femenina, que incluyó la Belleza infinita, el Bien supremo y la gloria infinita de la divinidad herida para siempre por el encanto de ese Otro que la seduce y fascina. Ella transcurrirá su vida en busca de un nuevo sentido, de la visión que un día la deslumbró al punto de preferir morir antes que perder la presencia amada. Por ello esos versos tan radicales que escribe Teresa: “Muero porque no muero”. El deseo de morir es porque en la muerte espera encontrar al Amado sin el velo de la carne que impide un encuentro total y pleno.
En la mística cristiana, la relación amorosa tiene un componente antropológico en el centro de su identidad, ya que el Dios experimentado y amado se hace carne y muestra un rostro humano. Por ello los místicos cristianos de todas las épocas encuentran palabras de la sexualidad y del amor humano para describir su estado de ánimo y narrar sus experiencias. El goce y el dolor tangible y emocional son los canales -aunque pálidos e insuficientes- por los que tratarán de comunicar la experiencia inefable de la que son protagonistas por la gracia y no por su propio esfuerzo. Teresa no es diferente. Y así al narrar su experiencia del éxtasis no tiene reparo en escribir: “Veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla… no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan… Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento. Los días que duraba esto andaba como embobada. No quisiera ver ni hablar, sino abrazarme con mi pena, que para mí era mayor gloria que cuantas hay en todo lo criado. Esto tenía algunas veces, cuando quiso el Señor me viniesen estos arrobamientos tan grandes, que aun estando entre gentes no los podía resistir, sino que con harta pena mía se comenzaron a publicar. Después que los tengo, no siento esta pena tanto, sino la que dije en otra parte antes -no me acuerdo en qué capítulo-, que es muy diferente en hartas cosas y de mayor precio; antes en comenzando esta pena de que ahora hablo, parece arrebata el Señor el alma y la pone en éxtasis, y así no hay lugar de tener pena ni de padecer, porque viene luego el gozar”.

Todo lo que revela la experiencia mística no puede desviar o incluso traicionar lo que constituye la humanidad del hombre. Es, paradójicamente, en la más profunda similitud con el ser humano donde el Dios de la revelación cristiana mostrará su diferencia y su alteridad absolutamente trascendente. Y así sucede con Teresa: siente a Jesús en su corporeidad femenina como fuego y fuerza de amor doloroso y gozoso.

Contemplar la experiencia de Teresa depara un dato antropológico original, ya que una experiencia como la suya inaugura un proceso de conocimiento amoroso en relación con el Dios trascendente de la nueva creación. La experiencia se lleva a cabo en la estructura antropológica donde tiene lugar el pasaje del ser de uno al otro, que es la verdad del ser. Teresa vive, por lo tanto, constitutiva e inseparablemente una experiencia de amor que conlleva el proceso de una nueva creación, en toda su dimensión paradójica de parto y de salir a la luz, de dolor y alegría, de belleza y sufrimiento, de ocultamiento y revelación. A quien experimenta es el Creador de todas las cosas, que revela los misterios más íntimos de su vida y de su ser. Es por ello que este proceso místico es inseparable y paradójicamente alegre y doloroso.

El amoroso disfrute experimentado tiene lugar traspasando la carne en su vulnerabilidad y finitud. La experiencia de un amor más grande que todo lo que existe seduce y fascina, y provoca al mismo tiempo dolor por la ausencia y lo incompleto.

La sensación de no poder consumar la unión y sentir constantemente la pobreza de los límites y la oscuridad puede dejar al alma sola y entregada a la aridez y desolación deshabitadas.

Al igual que en Jesucristo, la nueva creación se realiza a través del tránsito pascual, a través del sufrimiento y el dolor. En cada experiencia de los grandes místicos cristianos occidentales estará presente la marca del paradójico gozo de Belleza, marcada por la falta y ausencia, por el amor más fuerte que la muerte, última revelación del Verbo Encarnado. La experiencia de la contemplación y el disfrute de esta belleza será una mezcla de alegría y dolor, inseparable de la alegría y el dolor de amar en plenitud el dolor más agudo. En estos misterios, Teresa de Jesús es maestra y doctora. Y no es de extrañar que su persona, perpetuamente enamorada, siga fascinando hoy como ayer a los hombres y las mujeres sedientos de un amor que de sentido a sus vidas.

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