perez1Una aguda reflexión en torno a la violencia de los años ‘60 y ‘70 a partir de la experiencia de toda una generación que se sintió iluminada.

En el prólogo de la Historia del Arte de Elie Faure, Henry Miller dejó constancia en términos muy elocuentes de su admiración por la obra del ensayista francés: “A mí me daba lo mismo que Elie Faure hubiera escrito la Historia del Arte o La vida del geranio silvestre, porque yo lo leía tal como hubiera escuchado música sinfónica, por la belleza pura de su lenguaje”.

Creo que muy pocos lectores de la obra de Faure se atreverían a rechazar ese juicio de Miller, pero lo que particularmente me impactó, más allá de la belleza del lenguaje, es su naturalidad cuando nos descubre, con la elegancia de un prestidigitador, el precioso logro que a muchos argentinos cautivados por los ensueños ideológicos nos costó demasiados años percibir, a pesar de que siempre lo tuvimos frente a nuestros ojos: me refiero al complejo, inestable y frágil entramado social construido a través de milenios, con su sofisticada búsqueda de un equilibrio que las inevitables ambiciones de la condición humana colocan siempre al borde de la fractura.

Luego de señalar que el logro de una síntesis social es el fin secreto del esfuerzo humano, y que sólo somos felices cuando ésta se realiza, Faure se formula una pregunta retórica: ¿cómo es posible que  no podamos salvaguardarla?, y enseguida responde que el afán de preservar esa síntesis en estado de plenitud sólo nos llevaría al estancamiento general, porque el devenir de la vida se manifiesta en la permanente renovación de las generaciones y en el  afán de las nuevas elites por alcanzar el liderazgo social.

Condicionada por su lógica interna –agrega Faure–, la armonía social no es una realización estática sino siempre una tendencia, cuyo punto máximo se alcanza durante un instante casi imperceptible, al que sólo podemos detener en las obras (literarias, musicales o pictóricas) que surgen de nuestro corazón.

Pero no es la tarea artística lo que en este momento me preocupa, sino mi empecinada ceguera y la de tantos argentinos de mi generación que, con lamentable frecuencia, movidos por un narcisismo desbordado y bajo el amparo de sonoros pretextos ideológicos, nos creímos superiores al resto de la sociedad y pretendimos suplantar las normas republicanas y democráticas por otras presuntamente mejores, impuestas mediante los despóticos argumentos de las insurrecciones armadas y los golpes militares.

La parte que me comprende en esa historia deplorable transcurrió durante las turbulentas décadas de los ’60 y los ’70, cuando la síntesis social laboriosamente construida por muchas generaciones de ciudadanos anónimos fue atacada sucesivamente por los iluminados de la izquierda y la derecha, justamente cuando el país atravesaba un momento excepcional bajo la presidencia de Arturo Illia, un período en el que las libertades democráticas funcionaron a pleno, el desarrollo industrial y el nivel de ocupación alcanzaron su máximo crecimiento y se sancionó la ley de Salario Mínimo, Vital y Móvil, mientras el Estado dedicaba el 23% del presupuesto nacional a la educación.

Ese momento óptimo de la Argentina fue el elegido por el castrismo para iniciar una invasión guerrillera en la provincia de Salta, comandada por Ricardo Masetti e integrada por varios oficiales cubanos y un grupo de jóvenes voluntarios locales, en su mayoría reclutados en Córdoba, con un resultado tan trágico como inútil, porque el fracaso no logró atenuar en lo más mínimo el delirio bélico del Che Guevara ni las incursiones terroristas de los cubanos, que durante largos años incendiaron el continente y provocaron la aparición de feroces dictaduras militares.

Tres años después de aquellos sucesos de Salta, siguiendo una constante de la historia argentina del siglo XX, los militares consideraron que había llegado su turno de rediseñar el mapa de la sociedad y dieron el golpe de Estado que terminó con el gobierno de Illia, tan convencidos de ser los custodios morales de la Patria como lo estaban los guerrilleros de representar la voluntad popular, y unidos ambos, a pesar de las diferencias ideológicas, en el más absoluto desprecio por la síntesis social alabada por Elie Faure, donde confluye la multitud de héroes anónimos que con su lucha diaria para asegurar el futuro de sus hijos impulsan el avance de la sociedad.

Lo más triste, como sabemos, es que durante la segunda mitad del siglo XX los males de la Argentina se reprodujeron hasta adquirir el carácter de una maloliente rutina de golpes militares, ataques del terrorismo de izquierda y rapacidad de una clase política cuyo principal interés es la apropiación del dinero público.

Así llegamos a esta decepcionante Argentina del siglo XXI, un presente que los miembros de aquella generación de los ‘60 y los ‘70 miramos con desconcierto, porque no se asemeja en nada al nebuloso futuro ideal que soñábamos en aquellos días de furia.

De alguna manera inexplicable, tanto las ilusiones igualitarias y justicieras como el soñado paraíso militar sólo consiguieron manifestarse en los hechos atroces que produjeron los iluminados de la izquierda y la derecha, sin cuya memoria nunca se podría entender la declinación del país.

En mi experiencia personal, el asombro ante este presente, que para nosotros es un futuro realizado de una manera impensada, no proviene de su desalentadora discrepancia con el futuro que imaginamos hace cuarenta años, sino del fanatismo y la ambición desmesurada que suelen ser inseparables de la juventud, y que nos impiden, en esa ardiente etapa de la vida, entender la inevitabilidad de la decadencia y del final de todo cuanto nos rodea, empezando por nosotros mismos.

No se trata de que entonces no supiéramos que todo estaba destinado a declinar y desaparecer; lo sabíamos, pero se trataba de un saber exterior, meramente intelectual, que aún no había envuelto nuestras vísceras con el  humor sombrío que aparece después de cumplidos los cincuenta, cuando nuestro cuerpo toma nota de su inexorable decadencia y nos anuncia la proximidad del límite final.

Tampoco sabíamos, por supuesto, que nada recto se puede construir con la madera torcida de la naturaleza humana: candorosos imberbes, berreábamos contra el sistema capitalista en nombre de un arquetipo que sólo podía existir en nuestros sueños, porque la juventud es, en cierto modo, una estafa de la naturaleza; una nebulosa y dulce promesa de triunfo inminente y total, que fluye del ritmo de la sangre y nos despierta la desmesurada ambición de un gran destino, pero resulta ser tan efímera como un amanecer.

Potenciada por esos rasgos distintivos de nuestra naturaleza que son la extrema auto indulgencia y la implacable severidad con el prójimo, la ambición de una carrera exitosa y un destino trascendente suelen convertir a la juventud en una fuerza de alta peligrosidad. Vestido con el ropaje del desinterés personal y el propósito de crear un futuro ideal, nuestro instinto de supremacía y dominación encuentra los mejores pretextos para arrollar todo lo que obstaculiza el cumplimiento de sus deseos más íntimos.

Así se explica la huella de odio, violencia y asesinatos que dejó el paso aquella generación: educados en el odio, ávidos de pretextos y puestos a reclamar venganza por todas las ofensas del pasado, nuestro furor juvenil, amplificado y enarbolado como programa de lucha por los políticos e intelectuales que fueron nuestros referentes, creció hasta abarcar todos los dramas imaginables: desde los golpes militares hasta la conquista del desierto; desde el bombardeo a la Plaza de Mayo hasta el fusilamiento de Dorrego; desde la víctima de un disparo policial hasta el exterminio de indígenas durante la conquista española; todos los crímenes e injusticias de la humanidad debían pesar sobre nuestra conciencia.

Frente al devastado panorama que nos dejaron esas ideas, la pregunta del día gira en torno a cómo seguirá la experiencia argentina después de nosotros, los que hoy orillamos la barrera de los setenta años. ¿Les transferiremos a las generaciones venideras nuestras deudas de odio y de sangre, o nos pondremos del lado de la concordia y la reconciliación, para que ellas puedan alcanzar en el futuro la deseable síntesis de una sociedad próspera y democrática que las hará felices, libres de culpas por los crímenes del pasado, libres también de la amenaza de los sueños mesiánicos, y conscientes de la transitoriedad y la imperfección de las cosas humanas?

2 Readers Commented

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  1. fernando yunes on 11 noviembre, 2013

    Mientras los relatos ideológicos y políticos reemplacen la investigación y reflexión histórica, en la Argentina seguiremos recreando las condiciones que nos llevaron a polarizaciones de odio y desencuentro que subsisten hasta el presente. El pasado desde el análisis histórico, que requiere necesariamente de autocrítica y sinceramiento de las responsabilidades compatidas, por acción u omisión, debe servirnos para madurar y crecer como nación, para transformar la cultura de la muerte y dar sentido a tanta sangre derramada y dolor en una nueva cultura de la vida, para no quedarnos en la historia y permitirnos la oportunidad de construir una nueva historia. Este legado es el que debemos dejar a las nuevas generaciones, el díficil y duro aprendizaje del dolor que nos permite ver en perspectiva, sin fanatismos fundamentalista, que hay otro camino, que es el de la paz a través del diálogo, el respeto a la libertad y la construcción de la justicia, superando la dialéctica del enemigo y sustituyéndola por la lógica de la fraternidad y la comunión

  2. Daniel Muchnik on 19 diciembre, 2013

    Brillante, tocayo.

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