A través de los medios, el mundo es testigo de crueldades cada vez más extremas en una vasta área del Medio Oriente que comprende parte de los territorios de Irak y de Siria. En esa región, martirizada por una larga serie de guerras internacionales y civiles, por masacres y hasta por ensayos de genocidio, las decapitaciones mostradas de manera inmisericorde por los sicarios del autodenominado “califato islámico” han logrado destacarse por encima de otros horrores no menos brutales. ¿Qué es lo que ha convertido a este fenómeno de sordidez extrema en lo más resonante que hoy ofrece el escenario mundial?
Es notable que los diversos conflictos simultáneos en la región -la reciente guerra de Gaza entre israelíes y palestinos, el continuo conflicto civil en Siria con más de 230.000 víctimas, la ruptura de la unidad y la anarquía en Libia, las brutales luchas intestinas en Yemen y Sudán, las masacres y crueldades en varios países del continente africano- no causen la misma impresión de temor, de alarma y de urgencia que provoca el califato islámico. Éste excede la línea y parece ser la “estrella” en un escenario del mal.
Una posible explicación es que este desafío -la pretensión de restaurar una especie de unidad en el mundo islámico- presente otras características. Las más notables son: una estrategia y conducción político-militar que se sobrepone y anula los intereses de Irak y Siria; una financiación superior a los precedentes intentos; y, quizá la más notable por lo novedosa y sorpresiva, un relevante aporte de militantes de origen extra regional, en particular europeo. Esta cifra se mide en varias decenas de miles.
Los análisis y juicios de valor sobre qué es y cómo encarar y oponerse a este proyecto de modificación del equilibrio de poder son variados y contradictorios. No hay espacio aquí para explicitarlos a todos. A pesar de la reunión de más de 40 países en una especie de coalición para atacar y destruir al califato y a pesar de las coincidencias políticas y militares de países hasta hace poco sospechados de complicidad, el hecho real es que no existe una estrategia común más allá del vago objetivo de aniquilar el proyecto de Estado islámico. Y, si es necesario, por la fuerza militar.
La encrucijada es importante y todos parecen ser conscientes de ella. Ya no se trata de un fenómeno peligroso pero acotado, como el de Al Qaeda. Tampoco de una guerra civil brutal (Siria); de la disolución de Estados considerados fallidos (concepto muy amplio e indefinido) como Libia o Irak; la eventual amenaza de nuevas potencias regionales con un posible acceso a armas de destrucción masiva como Irán. Se percibe, o se teme una modificación sustancial del equilibrio de poder en la región y, como consecuencia, en otras regiones lindantes y en el resto del mundo. No pocos piensan que se puede llegar a rediseñar el mapa político que surgió luego de la Primera Guerra Mundial en Versailles y en Sèvres.
Europa parece desorientada y perpleja. Es testigo de situaciones tan extremas como la sistemática destrucción de la cristiandad en la región medio oriental, algo que ya alcanza un nivel no visto antes. Europa teme que el terrorismo más extremo, mayor que el experimentado en Madrid, Londres y otras ciudades, se precipite sobre sus poblaciones. Constata cómo se eliminan poblaciones enteras por el solo hecho de no pertenecer a una confesión religiosa o a una de las diversas formas de ella (sunitas o chiitas, entre los islámicos). Europa parece no mostrar certezas ni liderazgos, sino más bien contradicciones. Percibe que el mero prepararse contra el terrorismo es insuficiente. Y por último, se asombra ante la “invasión” en Medio Oriente de miles de sus propios ciudadanos, convertidos y asimilados en las expresiones más extremas del terrorismo. Los identifican en las filmaciones de las masacres recientes y temen que regresen, luciendo como cualquier otro de sus ciudadanos, para practicar crímenes en los propios países de origen.
Los Estados Unidos, donde Obama se inició tan auspiciosamente con un famoso discurso en El Cairo, comprensivo y abierto hacia el mundo islámico, tampoco parecen encontrar respuestas que permitan suponer un éxito ante este “claro y actual peligro” (clear and present danger). Luego del resultado de las últimas elecciones de medio término, el presidente quedó debilitado y la oposición republicana parece decidida a bloquear toda iniciativa en política exterior. Esto no es auspicioso. Nadie parece creer que los “drones” sean la solución militar. Sin una intervención en el terreno –luego de haberse recientemente retirado de Irak– el “containment” (antiguo concepto usado en los años de la guerra fría) no sería fácilmente practicable.
Los países más importantes de la región ven amenazada no sólo su seguridad sino hasta su subsistencia: Arabia Saudita especialmente, que aporta una parte sustancial de la economía de guerra. A la falta de soluciones se suman otros problemas no nuevos sino agravados. La integridad de países como Egipto, Jordania, Libano y hasta Turquía –además de Siria e Irak– se percibe comprometida. Los países del golfo, por su parte, advierten el peligro más cercano que antes. Otras poblaciones sienten que pueden tener oportunidades que no se les ofrecieron antes, como los kurdos. Israel no puede menos que alarmarse, ya que al conflicto directo que lleva 66 años con los palestinos, se suma una amenaza más.
Las otras grandes potencias no occidentales –Rusia, China, India, Japón– observan preocupadas el conflicto. Una modificación del equilibrio de poder regional afectaría también sus intereses globales. La más activa fue siempre Rusia, pero las otras tres están expectantes. Nadie acepta, pero todos saben que los vacíos de poder tienden a ser llenados.
El califato islámico es un peligro mayúsculo, pero mayor es no oponerle una estrategia política clara y decidida. El derecho a defenderse ha sido invocado por Francisco. No puede deducirse de ello una actitud belicista del Papa. Sin embargo, ante una conducta tan extrema, que privilegia la violencia del terror, pareciera que la negociación se presenta como casi impracticable.
Aún ante situaciones límite –la historia está plagada de ellas– no debiera ser imposible encontrar alguna vía de solución para evitar la escalada hacia una guerra más extendida y grave de la que ya existe. No está escrito que este caso, como tantos otros, deba terminar necesariamente en un irrefrenable espiral de violencia.
El siglo XX, luego de las tragedias de las dos guerras mundiales, dejó al menos algo positivo: un sistema de seguridad internacional como el de las Naciones Unidas, con sus instituciones y organismos, que a pesar de muchas limitaciones y fracasos, fue y es siempre mejor tenerlo que no tenerlo. Este sistema, que sigue demostrando deficiencias en estos primeros años del siglo XXI, necesita ser revitalizado.
Las grandes potencias, tanto las de antigua data como las emergentes, no deberían dejarse arrastrar por una excluyente lógica de guerra, sino insistir en la búsqueda de soluciones consensuadas tanto en Medio Oriente como en otras regiones. El dilema entre guerra y paz es el más antiguo de la historia. ¿Pero fatalmente debe resolverse en la peor calamidad que el hombre a menudo se propinó a sí mismo: la guerra?