Algunos se disfrazan para escapar de sus perseguidores pero pocas veces una entidad, como la Compañía de Jesús, ha sido acusada por presidentes norteamericanos de que sus miembros se disfracen para influir en la sociedad.

En 1814 Pío VII restableció la Compañía de Jesús, suprimida por un papa anterior. No todos se alegraron con esa medida. De hecho, los jesuitas fueron más perseguidos después de 1814 que antes. Los que vinieron a la Argentina en 1836, en la época de Rosas, huían de otra persecución en España. Muchos desconfiaban de los jesuitas como de sujetos peligrosos, entre ellos dos ex presidentes norteamericanos, el 2º y el 3º después de Washington: John Adams (1796-1800) y Thomas Jefferson (1801-1809), considerados Padres de la Patria.

Rey de los gitanos
Adams le escribe a Jefferson, en 1816, dos años después de la medida de Pío VII: “No me agrada la resurrección de los jesuitas. Tienen un general, ahora en Rusia, que mantiene correspondencia con los jesuitas de los Estados Unidos quienes son más numerosos que ningún otro cuerpo conocido. ¿No tendremos aquí un enjambre? Toman tantas formas y disfraces como jamás lo hizo el Rey de los gitanos […]. Se presentan como pintores, editores, escritores, maestros de escuela, etc.” (Bangert: Historia de la Compañía de Jesús, Sal Terrae, Santander, 1981, p.578).

Lo de un superior general en Rusia era correcto. Cuando Clemente XIV suprimió la Compañía, en 1773, la Zarina no permitió que se promulgara el documento pontificio. El papa Pío VI, consultado, se mostró de acuerdo con que continuaran como jesuitas, pero en forma silenciosa, temiendo la ira de los reyes borbónicos. Era una forma de estar “disfrazados”, siendo verdaderos jesuitas, pero con disimulo.

Después de esas críticas, inspiradas en la filosofía de la Ilustración, añade Adams: “Sin embargo, nuestro sistema de libertad religiosa debe proporcionarles asilo. Si no ponen a severa prueba la puridad de nuestras elecciones, será una maravilla”. En esa época, los Estados Unidos estaba de nuevo en guerra con los ingleses, que atacaron e incendiaron la residencia del 4º presidente, James Madison. En esas circunstancias, se comprende cierta desconfianza ante posibles espías o saboteadores. Pero la raíz de la desconfianza era más profunda.

Jefferson, en respuesta, le confesó a Adams que él no se sentía feliz por la restauración de la Compañía “porque ello marca un paso atrás desde la luz hacia la oscuridad. Nosotros tendremos nuestros desatinos, sin duda. Algunos de ellos siempre estarán a flote. Pero los nuestros serán desatinos de entusiasmo, no de fanatismo, no de jesuitismo”. Sorprende la acusación de fanatismo, cuando los jesuitas habían sido acusados por los rigoristas de ser “manga ancha” en cuestiones de moral y de ser excesivamente tolerantes con las tradiciones religiosas de la India y de China.

Unos meses más tarde, Adams volvió al ataque ante su amigo Jefferson: “Esta Compañía ha sido una calamidad mayor para la Humanidad que la Revolución Francesa o el despotismo e ideología napoleónicos. Ella ha obstruido durante mucho más tiempo y de un modo más fatal, el progreso de reforma y el avance de la mente humana en la sociedad”. Sin embargo, basta recordar el libro de Guillermo Furlong, Los jesuitas y la cultura rioplatense, con las interminables listas de jesuitas astrónomos, médicos, arquitectos, pintores, músicos, etc., de la época colonial, para comprender el aporte de la Compañía al progreso de las ciencias y las artes.

Jesuitas escondidos
Los jesuitas en los Estados Unidos eran muy pocos, al comienzo, no “un enjambre” como temía Adams. Más que disfrazarse buscaron adaptarse a la mentalidad del nuevo país, sin repetir el modelo europeo. En la costa Este sus colegios y universidades conservaron un estilo más académico y tradicional, mientras que en el Centro y Oeste ofrecieron carreras más prácticas, para fomentar el desarrollo. Recién en el siglo XX llegarán a ser un “enjambre” con más de 8.000 jesuitas, pero muy apreciados en el mundo de la cultura.

En otros países sí tuvieron que disfrazarse para atender a los católicos perseguidos. En 1580 dos jesuitas partieron de Roma a Inglaterra. Los espías de la Reina Isabel I habían pasado el dato y los estaban esperando en Denver, cuando desembarcaran. Pero Roberto Persons, superior de la nueva misión inglesa, era un genio. Viajó como un oficial que volvía de los Países Bajos, con todos los atavíos de su rango. Incluso alquiló el caballo de uno de los oficiales que lo buscaban y pidió que ayudaran a un amigo suyo, mercader de diamantes, que llegaría poco después. Era el otro jesuita, san Edmundo Campion.

Este santo canonizado, Campion, escribió: “Yo llevo un vestido que me parece totalmente ridículo; lo cambio frecuentemente así como mi nombre. A veces leo cartas que dicen que Campion [él mismo] ha sido detenido; la noticia se difunde a dondequiera que voy…” (I. Echániz: Pasión y Gloria, Tomo I, Ed. Mensajero, Bilbao, 2000, p.336). Pero finalmente fue delatado. Había trabajado trece meses “disfrazado”, antes de terminar como mártir, en la Torre de Londres.

Un sujeto muy original fue san Nicolás Oswen, hermano jesuita, “el constructor de escondites”. No hacía dos iguales, porque los buscarían en otra casa en el mismo lugar, por ejemplo debajo de una escalera. Los construía sin ayuda de nadie y generalmente de noche, porque había espías entre los criados. No debían sonar a hueco. Algunos estaban dentro de otro escondite, de modo que si descubrían el primero, no sospecharan del segundo. Hoy no los conocemos a todos. En 1870 fue descubierto uno y en 1927 otro, tres siglos después. Se los enseña a los visitantes. Oswen fue apresado dos veces, pero se las ingenió para escapar. Se entregó haciéndose pasar por otro jesuita buscado, pero ese truco no valió. Murió torturado en la Torre de Londres, en 1606 (Echániz, p.352).
Otro caso interesante es el de Etiopía, protegida por montañas, que había conservado su antigua fe cristiana, en medio del islamismo. Allí intentaron llegar los jesuitas, ya en vida de Ignacio de Loyola. Pero debían atravesar la “muralla” musulmana del Mar Rojo. Dos jesuitas audaces, disfrazados de comerciantes armenios, fueron descubiertos y encerrados en dura prisión. Otro, disfrazado de rico mercader, preguntado si era cristiano, respondió que sí y fue decapitado. Más efectivo que el disfraz fue el apoyo de Portugal. Un comandante turco, para poder comerciar con los portugueses, dejaba pasar a jesuitas disfrazados. Pero si el viento desviaba el barco a otro puerto, estaban perdidos (Plattner, Jesuitas en el mar, Ed. Poblet, BsAs., 1952, p.88-101). Años después, otro jesuita, hábil cirujano, logró ingresar, aunque algunos sospecharon que sería un sacerdote católico porque no estaba casado.

La ruta hacia China
En el siglo XVI, los viajes a China por mar podían durar más de tres años y terminar en tragedia. Muchos morían en el viaje. ¿No habría un camino más corto y seguro por tierra? San Francisco Javier le escribió a Ignacio de Loyola que desde China se podría llegar a Jerusalén por tierra (?). El continente asiático era un misterio. Las caravanas traían la seda de China y llevaban otros productos, pero nadie conocía el camino. Al comenzar el siglo XVII le encomendaron al hermano Bento, en Roma, la tarea de encontrarlo.
Con otro nombre y otra ropa, con dinero y mercaderías, el jesuita Bento se unió a una caravana, en 1602. No ocultó su fe, pero la presentaba con habilidad. Preguntado por unos musulmanes en qué dirección rezaba, respondió “En cualquiera, pues Dios está en todas partes”. Además hizo favores a sus acompañantes, que lo protegieron en momentos difíciles. Desde la India, por Cachemira, soportando desiertos, tormentas y bandidos, llegó a la frontera de China cinco años después. Allí lo encontró moribundo, quizás envenenado, un emisario enviado por el jesuita Ricci, desde Pekín.
Pero no bastaba ir desde la India. Había que evitar la navegación por el Sur de África, a veces tocando Brasil. En 1680 se informó que de 600 jesuitas enviados a China, sólo unos cien habían llegado. Los demás habían naufragado, habían muerto por enfermedad o estaban encarcelados, si no habían sido ejecutados (Plattner, p.211). Dos jesuitas franceses, disfrazados de georgianos, buscaron una ruta a China más al norte, por Rusia y Siberia, región muy inhóspita. En pleno invierno, naufragaron en el Volga y continuaron en trineos. En Moscú no recibieron autorización para continuar, porque Rusia quería guardar el secreto de su comercio con China. Gastaron cinco años en ese intento.
Se continuó buscando entonces una ruta más al sur, desde Persia. Otros dos jesuitas franceses, disfrazados, fueron atrapados por los árabes y confesaron que eran cristianos. Pero como entre ellos hablaban siempre turco y leían libros en árabe, sus captores no descubrieron que eran europeos católicos, y los dejaron en libertad. Uno de ellos se encontró con un jesuita flamenco, también disfrazado, que venía de Moscú, donde había intentando en vano emprender ese viaje, y ahora procuraba unirse a alguna caravana; al no lograrlo, regresó a su patria, después de siete años de intentos. Finalmente el camino por tierra a China fue abandonado en el siglo XVIII, porque los buques franceses e ingleses ofrecían seguridad contra naufragios y piratas, así como mayor higiene.
El papa Francisco es un jesuita. Para sus enemigos, sería un jesuita disfrazado de papa, que maniobra con astucia e indiferencia ante las adversidades. Ahora bien, los gitanos no se disfrazan, como opinaron algunos presidentes norteamericanos. Se visten así. Jorge Mario Bergoglio también se viste así. Tal vez no encuentre su camino a China, como no lo encontraron los antiguos jesuitas. Pero ha movilizado a la Iglesia en una búsqueda de religiosidad y de humanismo, como el padre Ricci en China, puente cultural entre dos mundos.

El autor es profesor en la Facultad de Teología de San Miguel

1 Readers Commented

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  1. Augusto Leo Mahlknecht on 10 marzo, 2018

    Quizá este comentario no se adecue al tema de la nota. Pero hace una referencia curiosa al comportamiento de la Compañía. Durante la guerra de los 30 años en el Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana, entre protestante y católicos, los jesuitas apoyaron fervientemente al emperador, católico. Financiaron al emperador con oro de América, impidiéndole llegar a un arreglo con los protestantes para terminar con la guerra, que asoló realmente al Imperio. Años después, son los protestantes los que «salvan» a la Compañía de su total disolución. El emperador de Prusia y la emperatriz de Rusia, ambos protestantes, se negaron a hacer leer en sus territorios la «orden» de disolución de la Compañía, con lo cual esta pudo continuar en sus territorios y esperar su «reconstrucción»
    En resumen, casi podría decirse que la Compañía debe su continuación a los protestantes, de los cuales fue su acerrima enemiga

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