Evocación de Pablo VI, beatificado por el papa Francisco en octubre pasado. La ceremonia coincidió con la clausura del Sínodo extraordinario de la familia, teniendo en cuenta que fue el papa Giovanni Montini quien instituyó este organismo de consulta.

Era sencillo, delicado, reflexivo. Con vista de lince agazapado. Inteligente, sensible y sosegado. Austero, detallista, muy sincero. Señor de la palabra, orfebre de la pluma, poeta de la idea. Diplomático de yunque y forja en fragua vaticana, los suyos eran gestos armoniosos, de porte señorial y distinguido. Un corazón en celestial bondad bañado, un asceta de mirada limpia y sufridora, un anciano de artrósico andar al fin de sus días. Eclesiástico de los pies a la cabeza, siervo bueno y fiel del Evangelio, dulce amigo de los pobres, solía reclinar su ministerio al calor del divino regazo.
Tuvo no pocas veces que ponerse el mundo por montera, templar con la muleta arremetidas posconciliares, lidiar cuando hizo falta con morlacos imposibles. Tras la clausura de aquel Pentecostés del Vaticano II, de cuya singladura supo ser experto timonel y en cuya construcción revelarse sabio arquitecto, alcanzó a terciar, intervenir, aplacar, dubitativo a menudo y hamletiano, en un acalorado forcejeo, con aire arbitral y estremecido, entre progresistas y conservadores, entre liturgistas despeñados por el dudoso gusto de lo extravagante y algún que otro abad contestatario, entre leales al progresismo de Hans Küng y empecinados seguidores del cismático Lefebvre.
Como el Apóstol Pablo en la Acrópolis ateniense, viajó a Nueva York y allí alzó su voz en el internacional foro de los gentiles de la ONU. Levantó un grandioso monumento al diálogo con la encíclica Ecclesiam suam. Defendió la vida conyugal en la Humanae vitae. Dedicó la Populorum progressio a la cooperación entre los pueblos. Puso a la Iglesia bajo la materna protección de la Virgen María. Cantó a la Eucaristía en la Mysterium fidei. Redactó, en fin, esa carta magna de la evangelización en el mundo moderno que es la Evangelii nuntiandi. Probó –con desigual fortuna– a reducir el boato cardenalicio renunciando él mismo a trasnochados flabelos, guardias palatinas y tiara pontificia. Se esforzó por atar corto en las finanzas vaticanas cuando éstas empezaron a desmadrarse entre Sindonas, Calvis y Marcinkus dando que hablar y perdidos de mala manera, alguno, en aguas del Támesis. Se llegó en peregrinación a Tierra Santa, la Tierra de Jesús, donde abrazó fraternamente al gran Atenágoras y colocó a la Iglesia postrada de rodillas como don ante la misma cuna de Belén.
Apostó fuerte por la Ostpolitik con su fiel escudero Casaroli, cosechando resonantes triunfos en las cancillerías del Este y propiciando un clima que, el tiempo andando, acabaría por abatir el Muro de Berlín y hasta las mismísimas cuadernas soviéticas del Kremlin. Recibió confidente a un Graham Greene del todo rendido a su cordialidad tras saber que quien tenía delante se había leído El poder y la gloria. Procuró informarse primero y hacerse con la cajetilla de cigarrillos después para obsequiar con ella al empedernido fumador soviético y primer ministro Nikolái Podgorni, a quien –tras dispensarle del protocolo– permitió fumar durante la audiencia. Dotado de gran humanidad, tenía siempre algo que conquistaba, el alma tierna y el corazón a punto con el hombre frente al hambre, con el diálogo desde un catolicismo abierto a los valores. Humilde servidor, de sencillez arrolladora y arrodillada en el Cenáculo, besó los pies al metropolita Melitón de Calcedonia, escribió, en la recta final de su vida, incluso a los Hombres de las Brigadas Rojas, energúmenos carceleros en aquellas semanas y ciegos verdugos por fin de su amigo del alma, el honorable Aldo Moro.
Autor de la Iglesia experta en humanidad, de la alegría incomparable del cristiano, de las sugestivas y bien traídas y sencillamente deliciosas catequesis de los miércoles, escritas de su puño y letra –como la Ecclesiam suam– con aquel inconfundible estilo ternario in crescendo, sabía ganarse la voluntad de los peregrinos, la curiosidad de los turistas y el respeto de los agnósticos. Amigo de Óscar Cullmann, del metropolita Nikodim, de Jean Guitton, del patriarca Atenágoras; admirador de Guardini, de Henri de Lubac, de Margherita Guarducci, de tantas y tantas figuras insignes del panorama internacional, llegó a decir de él Juan Pablo I: “Es un maestro de la fe porque sabe presentar la revelación de Dios de manera atractiva”. Y en eclesialidad de comunión, Yves Congar no se privó de glosar los célebres cuatro adverbios montinianos para el ecumenismo: lentamente, gradualmente, lealmente, generosamente.
Se murió con los ojos vueltos a su amada madre tierra, envuelto en la fulgente gloria de la dignidad, desde una santa atmósfera de sencillez. Sin lujos había vivido, con sobriedad quiso morir. Desechados monumentos para después de la muerte y opuesto incluso a cualquier sepulcro ostentoso, tan sólo quiso para sí una sencilla tumba donde ser enterrado nella vera e propria terra. De bondadosa cercanía, de inmensa caridad e inteligencia casi angélica, de ilimitada confianza, era, fue, ¡es!: Pablo VI, a partir del 19 de octubre de 2014 nuevo beato de la Iglesia.

El autor es teólogo y ecumenista.

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