El editorial “La fe y la autonomía de lo temporal”, del número 2406 de Criterio toca, con acierto, un tema trascendente: la complementaria lectura de la realidad que deben hacer la ciencia y la teología. La primera procura investigar las leyes de la materia sin recurrir a Dios, aunque tampoco debe negar su existencia; la segunda observa las mismas leyes descubiertas por la ciencia, pero encuentra forzoso atribuirlas a un Ser Supremo.
Los hechos son los mismos, pero hay dos lecturas diferentes: la ciencia debe limitarse a su propio terreno, que es el de la materia y no empeñarse en destruir las propuestas de espiritualidad, porque no tiene instrumentos que le permitan detectarla. Se trata de dos campos distintos.
Hoy está claro para los creyentes que la Biblia no tiene autoridad científica. Se terminaron los tiempos de la condena a Galileo por defender la tesis heliocéntrica de Copérnico y de que Lutero manifestara que si en la Biblia se decía que Josué había pedido a Dios que el Sol se detuviese, la fe determinaba que realmente se movía.
Juan Pablo II citó, alabando su contenido, una carta que en 1613 dirigió Galileo a su amigo el padre Castelli: “En cuestión de ciencias naturales, la Sagrada Escritura debería ocupar el último lugar…Puesto que el Espíritu Santo deliberadamente omitió el instruirnos acerca de este género de cosas, porque no interesaban para su fin, que es el de la salvación de nuestras almas”.
Los temas básicos en los que algunos científicos pretenden enfrentar a la teología son el origen del Universo, el nacimiento de la vida, la aparición del hombre y la existencia del alma espiritual. Vale la pena analizarlos para demostrar que ambas visiones pueden complementarse sin desmedro para la fe.

Origen del Universo
Según nos cuenta la ciencia, en 1925 el astrónomo Edwin Hubble realizó un gran descubrimiento cosmológico: las galaxias del universo se están expandiendo. Seis años después, el sacerdote belga Lemaître, discípulo del cosmólogo Eddington, propuso que el origen del Universo debió ser una gran explosión desde un único núcleo inicial (el “Big Bang”, según lo bautizó burlonamente el astrónomo Hoyle) Esta propuesta fue adquiriendo certeza y verificación en el mundo científico. Los cosmólogos sostienen actualmente que ocurrió a partir de la explosión de un pequeño átomo de energía superconcentrada.
Resulta evidente que estas determinaciones de la astronomía moderna no coinciden con el relato bíblico del Génesis. Sin embargo tienen el gran valor de señalar que hubo un comienzo y eliminan la posible eternidad de la materia, tal cual hoy la conocemos. De esta explosión surge el Universo y con él, conforme lo aseguraba san Agustín de Hipona en el siglo V, nace el tiempo.
Nacimiento de la vida
Hay algo que colma de asombro a los hombres de ciencia: en el universo existe un principio fundamental que es el de entropía o degradación de la energía. Según él, la materia tiende inexorablemente a destruir todas las estructuras que integra. Si existe diferencia de temperaturas, tenderán a desaparecer, las alturas se nivelarán, todas las fuentes de energía se extinguirán, todos los móviles se detendrán. Todo quedará indiferenciado.
Pero el nacimiento de la vida lo contradice completamente. En nuestro planeta se ha producido un fenómeno excepcional: una porción de materia ha “decidido” insubordinarse y contradecir las leyes generales. Logra perpetuarse tomando energía de su alrededor. Los procesos de organización, asimilación, autocorrección y reproducción de todo ser vivo surgen así inexplicablemente.
Si algún día consigue determinarse cómo nació la vida, cosa que un científico materialista como Jacques Monod tiene por poco probable, de cualquier modo significaría para los creyentes que estamos frente a un hecho que produce asombro y lleva a teologizar.
Aparición del hombre
Según dice la moderna exégesis, cuando se escribió el Antiguo Testamento, se creía que la Tierra tenía una antigüedad de unos pocos miles de años: se comprende que partiendo de esa base no era posible pensar en una creación evolutiva. Poco a poco la geología, en la que participó más de un clérigo, fue descubriendo que nuestro planeta tenía 4.650 millones de años y los primeros seres vivos 3.500 millones. De ese modo tomó forma la posibilidad de que a partir del nacimiento de la vida se engendraran innumerables especies.
Darwin dice: “El hombre, sin género alguno de duda, por su dentadura, estructura de sus orificios nasales y varias otras razones pertenece a la división de los catarrinos o monos del antiguo continente”.
¿Debemos rechazar esta afirmación en nombre de la fe? No sería prudente: san Agustín, catorce siglos antes, escribió: “Todo lo que produjeron más tarde el agua y la tierra, lo llevaban en potencia y de un modo causal, antes de que apareciesen”. La ciencia ha confirmado, de acuerdo con su pensamiento, que estamos frente a una creación evolutiva.
Existencia del alma espiritual
Para algunos científicos modernos (en el editorial se menciona a Crick y Bunge) los actos que los psicólogos llaman mentales no serían sino un nombre dado a la combinación de procesos biológico-moleculares que tienen lugar en el cerebro: lo espiritual no existe. Sin embargo hay razones para realizar una segunda lectura.
El objetivo máximo de los Sistemas Inteligentes Artificiales es aproximarse lo más posible al hombre en lo relativo a la reproducción de la inteligencia analítica, la que se manifiesta en la resolución de problemas. Searle, autor de Mentes, cerebros y ciencia, con su brillante ejemplo de “la habitación china”, planteó con claridad la diferencia entre el pensamiento humano y el operar de la mejor computadora: “Hay quienes sostienen que la computadora, programada adecuadamente, es realmente una mente…que comprende y posee otros estados cognoscitivos. Supongamos que estoy encerrado en una habitación y se me proporciona un fajo grande de textos escritos en chino. Para mí la escritura china es una serie de garabatos sin sentido. Recibo instrucciones en inglés (que entiendo) para entregar ciertos garabatos en chino en respuesta a otros garabatos que me llegan. Mis respuestas serán correctas pero yo no sé qué es lo que estoy haciendo”.
Si por pensar entendemos el formarse ideas y conceptos y reaccionar creativamente frente a condiciones hasta ese momento desconocidas, no puede decirse seriamente que las máquinas piensen. Es necesario que algo conduzca este proceso. Por otra parte, la tesis de de la materialidad de la mente lleva a una conclusión insostenible: si el ser humano fuese sólo materia no podría ser libre, su comportamiento sería sólo el fruto de su educación o experiencias. En ese caso sería injusto juzgar su comportamiento y hacerlo acreedor de premios y castigos. Freud cayó en esta trampa y por eso negó la libertad humana. Pero Eccles y Popper, en El yo y su cerebro (1977), distinguieron en cada ser humano el “yo” de cualquier producto cerebral. Ellos explican cómo, gracias al propio “yo”, todo hombre tiene plena conciencia de ser libre y responsable de sus actos. Esto revela que su espíritu obra en nuestro cerebro y trasciende a la materia.
Estamos acostumbrados a que nuestros ojos nos guíen por el mundo, a tener un lenguaje, a recordar todos los temas de nuestro afán cotidiano. Sin embargo sólo llamamos milagros a los hechos que contradicen a la ciencia. Este problema ha sugerido a Juan Donoso Cortés, ensayista español del siglo XIX, una frase muy feliz: “Los hombres llamamos naturales a los prodigios diarios y milagros a los prodigios intermitentes”. Todo es obra de Dios.

El autor es profesor emérito de la UCA, escribió Principales tesis liberales.

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