
El primer semestre del año estuvo signado por una enorme cantidad de decisiones políticas relevantes, tendientes a consolidar los distintos candidatos que disputarán la primera magistratura en octubre. En paralelo, y de manera sostenida, la mayoría oficialista en el Congreso, con la aquiescencia y soterrada motivación del Poder Ejecutivo, puso la mira sobre el Poder Judicial.
Por una parte, y con dudosa legalidad, la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados inició una suerte de investigación preliminar para poner en duda la capacidad del doctor Carlos Fayt para ejercer su cargo como Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Por otra parte, en breve trámite, el 10 de junio pasado el Congreso, sólo con los votos del Frente para la Victoria, aprobó la Ley N° 27.145, que regula el procedimiento para la designación de jueces subrogantes.
Quizá convenga repasar rápidamente ambas cuestiones.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación está compuesta por cinco miembros, a instancia de la actual Presidente, Cristina Fernández de Kirchner, cuando era senadora y presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales, durante el mandato de Néstor Kirchner. Si hacemos un poco de historia, en 1990 el presidente Carlos Menem, con apoyo del Congreso, incrementó el número de miembros de la Corte de 5 a 9 y llenó las vacantes con abogados amigos, lo que provocó la famosa “mayoría automática”, todo con la anuencia del Senado Nacional. Con posterioridad a la crisis de 2001, y ante la clara indicación de que esa composición no avalaría la pesificación asimétrica impuesta por el gobierno de Eduardo Duhalde, el presidente Néstor Kirchner, a pocas semanas de su asunción, utilizó la cadena nacional para solicitar la renuncia, o en su caso el inicio del juicio político, a los integrantes de la “mayoría automática”. Esta acción provocó la dimisión o remoción de varios miembros, lo que motivó la designación de reemplazantes.
En este marco, el entonces presidente Kirchner estableció un loable proceso de designación de miembros de la Corte, en donde –previo a someter un nombre a consideración del Senado– se abría un plazo de impugnaciones y opiniones vinculadas a las capacidades del postulante, lo que permitió un sano debate público sobre las características de los potenciales integrantes.
Así fue que el Poder Ejecutivo propuso a figuras como Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco, Carmen Argibay y Eugenio R. Zaffaroni. Todos ellos convivieron con los miembros no renunciantes o no sometidos a juicio político, que fueron Augusto C. Belluscio, Enrique S. Petracchi, Carlos S. Fayt y Juan Carlos Maqueda.
Es en ese contexto que la actual Presidente propuso y aprobó una ley mediante la cual se volvió a establecer en 5 el número de integrantes de la Corte, dejando en claro que no era la intención del Gobierno contar con futuras vacantes para llenar, de manera de garantizar una justicia independiente.
Así, la actitud del gobierno kirchnerista frente a la Corte fue valorada por todo el arco político y la sociedad, en el entendimiento de que se había buscado afirmar la idea de una Corte Suprema independiente. Quedará para los estudiosos evaluar el contenido de las sentencias, para ratificar o no esta visión general.
Hoy, a causa del fallecimiento de dos integrantes (Petracchi y Argibay) y la renuncia de otros dos (Belluscio y Zaffaroni), la Corte quedó con 4 miembros, uno de los cuales es Carlos S. Fayt, un juez casi centenario. Cambiando diametralmente lo actuado en el inicio de su Gobierno, el kirchnerismo pretendió cubrir la vacante con un postulante sin méritos ni experiencia, que no logró hasta ahora la mayoría especial requerida para su designación. Por otra parte, pretende remover a Fayt, sin razón constitucional alguna. La norma que rigió la designación de este juez es clara cuando dice que su cargo se mantiene mientras dure su buena conducta.
El instrumento del juicio político permitiría removerlo en caso de mala conducta, para lo cual es necesario que se expida la Cámara de Diputados con una mayoría de dos tercios de sus miembros, que el oficialismo no tiene. En caso de que con esa mayoría especial se resolviera iniciar el juicio político, competería a la comisión acusadora ordenar las diligencias del caso para demostrar el mal desempeño y otorgar al acusado el elemental derecho de defensa. Carente de tales números, el oficialismo ha inventado un procedimiento de “investigación preliminar”, para determinar las condiciones “psicofísicas” del juez Fayt. Se trata de una maniobra bochornosa que agravia a un juez que, más allá de su edad, ha sido siempre digno y probo.
En definitiva, este relato contextual, aunque extenso, es necesario para comprender que lo que se busca es subordinar la Justicia al Poder Ejecutivo. El gran cómplice de este accionar es el Congreso, que debería ser quien limite las ambiciones del Ejecutivo de turno y mantenga al Poder Judicial a resguardo de estos ataques. Hoy, este muro de contención está roto y ambos poderes se ensañan con el Judicial.
Dicho sea de paso, es también inaceptable la actitud de la oposición en el Senado, que se ha juramentado no aprobar ningún candidato a la Corte que el Ejecutivo proponga, cualesquiera sean sus méritos, lo que implica el abandono o liso incumplimiento de los deberes institucionales de los senadores.
A la maniobra ilegal contra el juez Fayt hay que sumar el segundo de los hechos a los que aludimos al inicio, que es la ley de subrogancias aprobada por el Congreso. Cuando hablamos de subrogancias, nos referimos a “suplentes”. Vale decir, jueces que ocupan cargos vacantes, que no fueron debidamente cubiertos por los mecanismos que prevé la Constitución.
Un juez se mantiene en sus funciones mientras dura su buena conducta. El cargo es vitalicio para los designados antes de 1994, y hasta los 75 años para los designados bajo el actual texto constitucional, y goza de estabilidad. Esto encuentra su razón de ser en la necesidad de equilibrar los poderes del Estado. Un juez no puede ser removido por mayorías del poder de turno y tampoco puede ser designado por las mismas mayorías. Requiere de dos tercios (sea en el Senado o en el Consejo de la Magistratura), de manera que quien ejerza el poder en un tiempo determinado no pueda designar jueces con una mayoría simple y circunstancial.
Lo que describimos es un principio básico de la democracia republicana. El juez es designado por una supermayoría, y removido de la misma manera. Esto le garantiza la estabilidad necesaria para administrar justicia de modo imparcial.
Ahora bien, una manera de controlar indirectamente el Poder Judicial es mediante la generación de vacantes que deban cubrirse con suplentes, los cuales no gozan de la misma estabilidad que los titulares. En este sentido, se trata de un trabajo de pinzas, consistente en bloquear o no nombrar jueces titulares en los juzgados desocupados y designar a los suplentes amigos, con mayorías simples. Esto con el agravante de que el suplente puede removerse con las mayorías simples. Además, en muchísimos casos se trata de funcionarios que están concursando para cargos titulares y dependen del favor de los gobernantes para acceder a ellos. La pregunta cae de maduro: ¿de qué independencia va a gozar un juez “suplente”, si puede ser removido inmediatamente por una mayoría política circunstancial, y además aspira a hacer carrera judicial? En la actualidad está vacante aproximadamente el 25% de los cargos de jueces en la justicia nacional y federal.
Lo que resumimos precedentemente es lo que el oficialismo logró con la ley de subrogancias, con un agravante mayor: los suplentes pueden ser abogados que no hayan sido nunca funcionarios judiciales, ni acrediten antecedentes, experiencia ni idoneidad.
Entonces, ¿cuál será la calidad e independencia de lo que resuelva un juez subrogante? En estos casos, los incentivos estarán firmemente alineados para que sentencien en sintonía con la mayoría simple que los designa y remueve. Porque, en definitiva, los dos tercios que conforman la supermayoría para designar y remover jueces por parte del Consejo de la Magistratura y del Senado garantizan la estabilidad judicial y protegen la independencia, hoy eludida de manera burda por estos mecanismos de presión ideados por el oficialismo. La independencia judicial, cabe decir, no es una garantía para los jueces: es para los ciudadanos, para todos nosotros.
Este mecanismo es inconstitucional, y así lo están comenzando a declarar algunos jueces y Cámaras de Apelaciones a los que se les formula el planteo. Veremos qué es lo que resuelve la Corte Suprema.
El servicio de justicia, reiteramos, es clave en una democracia republicana. Que los ciudadanos puedan percibir que los juicios llegan a término, que las condenas se cumplen y que las denuncias se investigan de manera objetiva es fundamental para la salud democrática. Por el contrario, los manoseos sobre el Poder Judicial han causado ya un daño institucional enorme. Si todos los días en la tapa de los diarios está en cuestión la idoneidad, la independencia y la honorabilidad de los jueces, la ciudadanía pierde irremediablemente la confianza en ellos: en los cuestionables, y también en los muchos dignos, que los sigue habiendo.
La creación de comisiones investigadoras como la que se orquestó contra el juez Fayt o la maniobra de pinzas pensada por el oficialismo respecto de la ley de subrogancias apuntan directamente hacia el corazón de nuestro sistema republicano: la subordinación de los jueces a una mayoría circunstancial.
Esa fue, justamente, la razón primordial de quienes pensaron nuestra Constitución: evitar la concentración de poder y la arbitrariedad. Hoy los límites son difusos y el Poder Judicial pierde credibilidad. Los políticos en campaña, si quieren volver a cierto cauce de normalidad, deben tomar cartas en el asunto e indicar de manera precisa cuál es su visión sobre el Poder Judicial.
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Join discussion¿Poder judicial independiente? Pregunta el anónimo CdR.
Claro que no. Y el anónimo CdR lo sabe.
A principios de éste año, el «partido judicial» intentó, sin éxito, desestabilizar al gobierno democráticamente constituido; usando, y abusando de la memoria y muerte del fiscal Nisman.
Todo ésto ocurrió con el apoyo intelectual de algún periodismo golpista, que recurrió a la «acción directa» . Siempre será recordada la expresión de éste anónimo CdR de la Revista Criterio:
“el Estado argentino no está estructuralmente capacitado para llevar adelante sus funciones más básicas» (Revista Criterio, editorial Marzo 2015)
Y con respecto a la memoria del Dr. Nisman, vale mencionar que ahora se descubren pruebas de que tampoco él como fiscal era independiente:
Dineros oscuros en cuentas oscuras; relaciones oscuras con «servicios » oscuros.
los poderes del estado responden, siempre, a organizaciones de peso o fuerza, tenemos que decidir a quien queremos que responda y organizarlo, asi de facil me parece que es el problema
daniel lomas
Para complementar el artículo quisiera aportar dos anécdotas de la Suprema Corte peronista que sesionó entre 1947 y 1955.
En un artículo reciente de Luis Alberto Romero publicado en La Nación, éste se preguntaba en que momento se perdió Argentina. Si bien hay muchas respuestas posibles a esta pregunta, considero que un momento clave fue cuando se inició el ataque a la Justicia que perdura hasta nuestros días. Ese momento clave tiene fecha, 1947, y un responsable evidente, el entonces presidente Perón.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación era el único poder del Estado que había logrado mantener su continuidad desde los comienzos de la República. Es cierto que había pasado por momentos críticos durante los dos quiebres institucionales de inspiración fascista en 1930 y 1943, pero en ambos casos había preferido contemporizar con los gobernantes de facto para lograr que al menos uno de los poderes del Estado se salvara del naufragio.
En 1946 la Suprema Corte estaba presidida por el Dr. Roberto Repetto e integrada por los Drs. Antonio Sagarna, Benito Nazar Anchorena, Francisco Ramos Mejía y Tomás Casares. Los dos primeros habían sido nombrados por el presidente Alvear y los otros tres por los presidentes Justo, Ortiz y Farrell, respectivamente. Claramente tenía una composición pluralista que difícilmente podría haber sido considerada como un reducto de la oligarquía.
Pese a ello Perón consideró que una Corte independiente era un obstáculo para su proyecto. Con amplia mayoría en ambas cámaras del Congreso, dispuso iniciarles juicio político a los jueces nombrados con anterioridad al golpe de 1943, de manera de poder controlar los tres poderes del Estado. El motivo invocado fue precisamente haber reconocido la legalidad de los actos de los gobiernos de facto, incluso del impuesto por el golpe de 1943 promovido por el mismo Perón y que le facilitó el camino para ganar las elecciones presidenciales de 1945.
Casares no fue imputado por haber sido nombrado por el mismo gobierno de facto. Repetto prefirió renunciar antes del inicio del juicio, en tanto que los otros tres jueces fueron condenados por el Congreso y cesados en sus cargos. Se nombraron como reemplazantes a los Drs. Felipe S. Pérez, Luis R. Longhi, Rodolfo G. Valenzuela y Justo L. Álvarez Rodríguez, éste último con muy poca experiencia en el ámbito judicial, siendo el motivo de su nombramiento el estar casado con una hermana de Eva Duarte de Perón. Tomás Casares ejerció la presidencia de la nueva Corte hasta marzo de 1949, en que fue reemplazado en dicho cargo por Felipe Pérez.
Es en ese año cuando ocurre la primera de las anécdotas que me propongo referir. Las escuché hace más de 50 años de labios de mi tío Esteban Ymaz, casado con una hermana de mi madre. Él había sido nombrado secretario de la Suprema Corte en 1937 y se mantuvo en el cargo hasta el año 1958, en que fue nombrado Ministro de la Corte por el presidente Frondizi, siendo destituido por Onganía en 1966 junto con los demás miembros del Tribunal. Fue un trabajador incansable y por él pasaron un importante cantidad de los fallos emitidos por la Corte, liderando por un amplio margen las estadísticas de productividad en comparación con los otros Ministros. Lo ayudaba su vasta experiencia y su prodigiosa memora, que le permitía citar la jurisprudencia sin tener que recurrir a los textos impresos.
De las muchas historias que mi tío nos contaba a mi primo y a mí, recuerdo con claridad solamente dos. La primera ocurrió justamente en el año 1949, en el apogeo del primer gobierno peronista. Fue el año de la reforma de la Constitución que permitió la reelección presidencial. La Corte no había estado ajena a ésta, ya que varios de sus nuevos miembros habían sido elegidos por el partido peronista para la Convención Constituyente que la redactó. ¿Qué fue lo que pasó? Que el 2 de agosto Álvarez Rodríguez se muere de repente. ¡Nada menos que el cuñado de Evita! Eso significa un funeral de Estado en la Recoleta con la asistencia de las máximas autoridades de la Nación, encabezada por la pareja gobernante. Naturalmente hay que pronunciar discursos con el elogio del difunto, uno de los cuales, obviamente, a cargo del Presidente de la Corte Suprema.
Felipe Pérez, quien ocupa ese cargo, está desesperado. En menos de 24 horas tiene que preparar una oración fúnebre de la que posiblemente dependa su futuro político. ¡Hay tan poco tiempo y, sobre todo, tan poco que decir del pobre Álvarez Rodríguez! ¿Qué hacer? Opta por pedir ayuda a los dos secretarios de la Corte, uno de los cuales es mi tío. Afortunadamente ellos le ofrecen una solución.
— Mire, algo así pasó en tiempos del viejo Repetto, cuando también murió uno de los Ministros que no tenía mayores antecedentes. Lo que él hizo fue un discurso que describía las funciones de la Corte y cada tanto decía: «… y Fulano (el muerto) era miembro de este Tribunal.»
— Fantástico, — les dice Pérez, — Busquen el discurso, cambien el nombre de Fulano por el de Álvarez Rodríguez y me lo pasan para la ceremonia de mañana.
Finalmente recibe el discurso en limpio justo a tiempo. Parte a la Recoleta y cuando llega su turno comienza la lectura de las hojas que le han entregado. No sé si él se percata, pero lo que está leyendo es una encendida defensa de las atribuciones de la Corte como contrapeso de los otros poderes del Estado. Pero esto no pasa desapercibido para Perón y Evita, quienes en medio del discurso se levantan indignados y abandonan precipitadamente el funeral.
Demás está decir que al poco tiempo Felipe Pérez debió renunciar a la presidencia de la Corte, so pretexto de un viaje al extranjero. Muchos años después mi tío aún se reía del desenlace de aquel episodio.
La segunda anécdota no tiene nada de risueño. Ocurrió en el año 1955, en un momento muy complicado para el régimen. Se había acabado la plata dulce acumulada durante la guerra. Teníamos inflación, fracasaban los controles de precios, faltaban algunos alimentos, Perón estaba negociando concesiones petroleras con los odiados yanquis y, para peor, se había puesto en contra a la Iglesia que lo había apoyado en sus primeros años.
La situación de mi tío era cada vez más difícil, debido a la presión ejercida sobre los jueces para que se afiliaran al partido peronista. Tampoco se llevaba bien con quien en ese momento ejercía la presidencia de la Corte, Rodolfo Valenzuela, el Ministro más obsecuente frente a la dictadura. El segundo relato de mi tío muestra cómo se impartía la justicia en aquellos tiempos.
Llegó a la Corte un pleito entre una señora y un coronel peronista. Éste se presentó a ver a Valenzuela, seguramente conocido suyo, para recordarle su militancia. Valenzuela le dijo que no se preocupara, que él se encargaría de que el fallo le fuera favorable.
Normalmente los pleitos eran analizados por los secretarios de la Corte, quienes preparaban los fallos para ser aprobados por el pleno de la Corte. El pleito en cuestión llegó donde mi tío, quien preparó un fallo conforme a derecho, dándole la razón a la señora. Fue presentado al pleno de la Corte un día en que Valenzuela no estaba presente, y los restantes Ministros lo aprobaron.
Cuando el coronel se enteró, partió donde Valenzuela a reclamarle por qué no había cumplido su promesa. Éste se enfureció y partió a la oficina de mi tío a increparlo y decirle que debía cambiarse el fallo. Mi tío le respondió que eso no era posible por tratarse de cosa juzgada. Valenzuela lo amenazó y según contaba mi tío estuvieron a punto de agarrarse a trompadas.
Mi tío volvió a su casa convencido que su carrera judicial había terminado. Pero la historia termina justo al revés, porque antes de que Valenzuela pudiera echarlo como era su propósito, se produjo la Revolución Libertadora y el echado fue Valenzuela. Mi tío no sólo no perdió su cargo sino que tal como dijimos anterioremente, culminó su carrera como Ministro de la Corte.
Espero que estos recuerdos de mi tío ayuden a entender las actuales relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Como dice el libro del Eclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol.
¿Y qué hizo el poder judicial para anular los golpes de Estado del 55 66 76?¿Y los inconstitucionales fusilamientos del 56?¿Y el golpe del 62 a frondizi? ¿Y la no asunci´´on de los gobernadores en 1962?¿Y la proscripción en 1963?¿y el no dejar entrar a un argentino en 1964?¿Y la inconstitucional reforma de la cdonstitución de 1957 con proscripción?¿Y el golpe del 66 que anuló la Constitución,igualmente que la de 1976?¿Y la corte suprema vergonzoza de Menem?