El 9 de noviembre de 1938 fueron rotas las vidrieras de los negocios judíos en Alemania, comenzando así el Holocausto. Ese evento fue rememorado ahora en la iglesia de la Sagrada Eucaristía, de Buenos Aires, con exposiciones del rabino Alejandro Avruj y del autor de la presente nota, síntesis del texto allí leído.
Al mencionar la Kristallnacht, nos estamos refiriendo a vidrieras de judíos que eran ciudadanos alemanes. En realidad, esa noche no se rompieron cosas sino personas. Cuando se rompen objetos, las personas pueden mantenerse íntegras, como las de nuestros hermanos chilenos ante un sismo, y reparar en poco tiempo lo destrozado. Ahora bien, ¿qué personas se rompieron aquella noche en Alemania? ¿Los dueños de los negocios? Hubo un número importante de víctimas, un centenar de muertos y unos 30 mil privados de su libertad. Pero esas personas no se quebraron. Incluso algunos murieron por defender sus bienes. Si hubieran sido agredidos por revoltosos, habrían reparado las vidrieras en pocos días y la vida habría continuado como antes. Aquella vez, en cambio, la vida no pudo continuar como antes.
Volvamos a la pregunta, ¿qué personas se quebraron aquella noche? Los atacantes, en realidad, ya estaban quebrados. Habían roto el respeto por la ley. No hubieran podido hacer un destrozo tan general sin una orden de arriba. Hoy sabemos que Hitler había aprobado el ataque, lo que entonces se ocultó para evitar críticas en el extranjero. Pero los Estados Unidos retiraron a su embajador en Alemania. Los dirigentes nazis ya estaban quebrados antes de la Kristallnacht, como se ve en la cantidad de leyes antisemitas de los años precedentes. Más que quebrarse individuos, se fracturaron comunidades, integradas por personas. Y ello fue posible porque se habían destrozado valores. El gobierno nazi venía rearmando al país no para defenderse sino para atacar. Estaba quebrada la paz, antes de declarar la guerra. Y en vez de indemnizar a las víctimas de la Kristallnacht, el gobierno le impuso una severa multa a la colectividad judía, por promover desórdenes. Se había fracturado la verdad como valor, mediante el Ministerio de Propaganda, dirigido por Goebbels.
Decimos la “Noche” de los cristales rotos, porque fue una noche del espíritu. El autor del Cuarto Evangelio, al narrar la salida de Judas del Cenáculo, en la Última Cena, consigna que era de noche. No tenía para qué indicarlo, ya que, por ser una cena, estaría oscuro. Pero el evangelista se refería a la noche del alma. Todo el que va a morir siente que se va haciendo de noche. El que se aleja de la luz de la verdad va ingresando también en la noche, aunque no lo advierta. Y el día de los Cristales rotos no todos advirtieron que era de noche. Esa indiferencia aumentó la oscuridad de la Kristallnacht. La luz, encendida por Dios en el espíritu humano, se estaba apagando en muchos corazones.
Vidrios rotos, memoria fracturada
Alemania perdió la guerra pero se recuperó y es hoy una potencia mundial. El pueblo judío constituyó el Estado de Israel, como garantía de seguridad. Daría la impresión de que la oscuridad de aquella noche se hubiera disipado. Sin embargo, permanece. El degüello de prisioneros en Siria, filmado por los verdugos, es la oscuridad de lo inhumano, el abismo de la crueldad. En la Noche de los Cristales Rotos se produjo el despeñadero hacia lo inhumano, hacia la Shoá. El fascismo de Mussolini, en Italia, era también una caída, aunque no alcanzó tal profundidad. Pero el descenso hacia el abismo, de la Kristallnacht, fue diferente al de muchos otros. Era un genocidio, es decir, la eliminación de una etnia como tal. Las bombas atómicas sobre Japón fueron algo horrible, pero diferente del genocidio. Si el gobierno japonés se hubiera rendido después de la primera bomba, no habría muerto un japonés más. En cambio, los nazis no buscaban la “rendición” de los judíos sino su esclavitud primero y su exterminio después.
En la Argentina tuvimos al obispo Williamson, lefebvrista, que era negador del Holocausto, por lo cual fue expulsado de nuestro país en 2009. El Vaticano le exigió una aclaración para poder continuar el diálogo. El obispo admitió que habían muerto muchos judíos durante la guerra. En realidad, habían muerto más de treinta millones de personas, pero no por pertenecer a una etnia, como en el caso del pueblo judío. Ante esa respuesta evasiva, el Vaticano dejó de dialogar con él. Y existen aún “negacionistas” no tan extremos como ese obispo, lo que nos mueve a continuar recordando la Shoá. No aceptamos una memoria fracturada y barrida de la historia junto con los vidrios rotos.
Hubo varios genocidios en los últimos tiempos, como el de los armenios hace un siglo, el de los gitanos y otros perpetrados por Stalin. Se puede decir que el genocidio judío fue el más importante en el siglo XX. Respetando esta expresión, prefiero no comparar un genocidio con otro. Cada uno de ellos debe ser analizado en profundidad y relacionado con el desarrollo general de la historia. Hace pocos días el primer ministro de Israel, Netanyahu, sorprendió a todo el mundo al afirmar que “Adolf Hitler no quería exterminar a los judíos”, sino sólo expulsarlos; que fue el mufti de Jerusalén, líder palestino intérprete de la ley islámica, quien lo convenció del genocidio, cuando lo visitó en noviembre de 1941. Esa irresponsable declaración ha sido criticada desde todos los sectores y refutada por historiadores, ya que, antes de esa visita de noviembre de 1941, el genocidio estaba en marcha por orden de Hitler en varios campos de concentración.
¿El Señor nos salvará?
En la Shoá se manifiesta el odio contra la religión judía. Aquella noche de 1938 fueron incendiadas o dañadas todas las sinagogas de Alemania. Las raíces de nuestra fe cristiana se encuentran en la fe judía. Por ello, quien corta las raíces pretende derribar el árbol. El nazismo iba construyendo una religión “pagana”, con celebraciones cuasi religiosas, como las manifestaciones nocturnas con antorchas. Los genocidios no eliminan la fe y la bondad del hombre, como la de quienes ocultaron a judíos a riesgo de su vida. Pero nos recuerdan también las inclinaciones perversas que anidan en la naturaleza humana. Los hechos violentos seguirán ocurriendo, como los de francotiradores que disparan contra alumnos. ¿Debemos resignarnos entonces a que los genocidios continúen? No, no nos resignamos y nuestra acción se dirige a impedirlos. No podremos evitar los ataques puntuales de sujetos alienados, pero sí las agresiones colectivas perpetradas por un Estado o por un grupo terrorista.
Es posible impedir los genocidios mediante la defensa armada. Ahora bien, admitiendo la legitimidad de ese principio, preguntémonos si no hay caminos alternativos y muy eficaces. Los creyentes pensamos en la oración para librarnos de nuestros males. La Biblia está impregnada de tales súplicas. El Señor es el que nos puede salvar. Sin embargo, de los trenes que conducían a hombres, mujeres y niños a los campos de exterminio se elevaban súplicas que no parecían conmover al Altísimo.
La oración auténtica es la de toda la comunidad, que puede reunirse en un templo. Y no la de una comunidad aislada, sino la de todo el Pueblo de Dios. Ahora bien, todo el Pueblo judío oró para escapar de las desgracias que lo amenazaban y tampoco esa oración conmovió al Altísimo. Creo, modestamente, que aquella oración no fue de todo el Pueblo de Dios. Faltaban allí las voces de los cristianos. Algunos sí oraron fervientemente, como el papa Pío XI quien, el año anterior a la Kristallnacht, había publicado la encíclica Mit brennender Sorge (Con apremiante preocupación), denunciando los aspectos inhumanos del nacionalsocialismo. También dijo: “Los cristianos somos espiritualmente semitas”, pero no arrastró a toda la Iglesia. Muchos cristianos oraron y protegieron a judíos, pero cuando ya había estallado la tormenta.
El actual Pueblo de Dios
Por eso estamos aquí reunidos no sólo para recordar el pasado sino también para construir el futuro, en base a la esperanza. Deseamos trabajar por la paz, la justicia y la libertad, con una oración que incluya a todos los fieles de la Familia de Abraham, como en el triple abrazo del papa Francisco ante el Muro de los Lamentos. Hace un mes en Buenos Aires, referentes de los credos monoteístas inauguraron, en el Museo Judío, la muestra “La Casa de Abraham”, en la que se exhiben textos sagrados del cristianismo, del judaísmo y de la fe musulmana. En la medida en que aumenten esos actos se alejará cada vez más el riesgo de un nuevo genocidio. La “Casa de Abraham”, como el arca de Noé, simboliza la protección que el Señor nos concederá. Una protección que no caerá del cielo, como un milagro, sino que nacerá del sentimiento fraternal.
Para concluir, los jesuitas de París acaban de dedicar un voluminoso número de su revista, Recherches de science religieuse (Tome 103/3), al tema “Cristianismo y Judaísmo después de Nostra aetate”, al cumplirse 50 años de la promulgación de ese documento conciliar. Respecto del paradigma del “Pueblo de Dios”, nos recuerdan que, antes del Concilio, predominaba entre los católicos la idea de la sustitución. Al rechazar al Mesías, Israel había dejado de ser el verdadero Pueblo de Dios para ser reemplazado por la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. Gracias al Concilio reconocemos hoy al pueblo judío actual como “Pueblo de Dios”, portador de la Alianza. El trabajo actual de los teólogos consiste en explicar cómo no existen dos Pueblos de Dios paralelos y una doble Alianza mesiánica. En realidad, el Pueblo de Dios está integrado por todos los miembros de la familia humana, desde Adán hasta el fin de los tiempos. Al interior de ese único Pueblo, cada persona, cada comunidad, cada pueblo particular, peregrina según la vocación que ha recibido. Y todos tenemos la misión de trabajar como hermanos para que se cumplan las Promesas divinas de justicia, paz y libertad.
El autor es profesor en la Facultad de Teología de San Miguel.



















