Una pastoral de la misericordia urgida por la belleza

Podría establecerse un fecundo paralelismo entre las figuras femeninas del musical-película Los miserables (T. Hooper, 2012) y las actitudes pastorales requeridas para el Año de la Misericordia en un Santuario. En ambos casos, partiendo de la narración / canto de las mujeres…

La humanidad más hermosa
La figura de Cosette cantando una melodía infantil (Castle on a cloud)representa lo más puro de la humanidad en sus aspiraciones más bellas. Acunando una muñeca de trapo, pálido reflejo de la que contempla de lejos en la vidriera de una tienda, con evocaciones maternas que ella misma anhela y espera en su nube-cielo, donde no se llora ni trabaja, donde finalmente se podrá jugar, la pequeña Cosette se convierte en emblema de la fe esperante. Su mamá en el cielo nos remite a la persona de Fantine, recientemente partida después de una agonía por tuberculosis, habiendo en cierto modo dado la vida por su hija. Del mismo modo en que ella se siente cuidada, cantando con talante maternal a modo de tierna plegaria orante, Cosette convierte el oscuro no-lugar de la mundana taberna en cálido espacio habitado por la trascendencia.
Jean Valjean descubrirá a Cosette de noche, temerosa en medio de un bosque con nieve al que había sido enviada por la patrona (¿bruja?) a buscar agua, símbolos todos que remiten a las cavernas del inconsciente y al mundo infrahumano, una especie de infierno. Allí se producirá el encuentro que transformará sendas vidas, en torno a un pozo de agua análogo al que propició el diálogo de Jesús con la mujer samaritana de Jn 4,1-42. Casi de inmediato, Cosette sonreirá y confiará intuitivamente en Jean Valjean. Con él regresará balanceándose lúdicamente de su brazo izquierdo, y recuperará la libertad después de un doble pago red-emptor (=comprar dos veces) hecho a los inescrupulosos y avaros Tenardieu que la explotaban y maltrataban en su “miserable” taberna.
Fantine es la madre que da su vida por Cosette, yendo en este amor “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1). Es también la que encomienda a Jean Valjean el cuidado de su hija, viendo ya cercana e ineludible la propia muerte, y quien regresará años después a buscarlo desde el más allá (o desde el más acá), cuando el antiguo presidiario deba partir para encontrar finalmente esa paz tan anhelada como hasta el momento esquiva: “Has cuidado bien de Cosette” (Come with me). Fantine se convierte entonces para él en una mezcla de figura angelical, entre materna y esponsal, portadora de una delicada ternura transfigurada.
El paralelismo con el recién estrenado y primaveral amor humano entre Cosette y Marius pone esto último de manifiesto justo en el invierno de la vida del 2-4-6-0-1, pero ahora desde una perspectiva eminentemente teologal-trascendente: vinculado a la figura del Padre-Obispo, manifestación de la misericordia y el perdón en su propia vida, que lo recibe al final del resplandeciente camino-jardín nupcial, y al canto de innumerables elegidos que encarnaron nobles (aunque limitados) ideales en una plaza de París convertida ahora en inmensa barricada. De este modo, la escena con rostros iluminados y por primera vez sonrientes se convierte en símbolo del desposorio entre la nueva Jerusalén y el Cordero degollado (cf. Ap 21-22), y del mismo Jesús (=Jean Valjean) que retorna al seno del Padre (=Obispo) en virtud del Espíritu (=Fantine).
En conjunto, Cosette y Fantine son figuras marianas. Evocan, respectivamente y por apropiación, a la inmaculada y a María asunta, nueva Eva. Pero también a la Iglesia-Esposa (cf. LG 65) “llena (finalmente) de limpia hermosura”. El camino pascual-teodramático de Fantine, que transita de la caída (cantada narrativamente en su conmovedor solo I dream a dream)a la gloria (cantada dulcemente en Come with me), así lo sugiere. A partir del encuentro con el Padre-Obispo, estas figuras femeninas acompañarán y contribuirán decididamente en la transformación del imaginario simbólico y de la misma vida de Jean Valjean, haciéndolo pasar del odio herido, polarizado en torno a un imaginario regresivo asociado a la caricaturesca (por implacable) justicia de Javert, hacia el amor transfigurado, centrado éste en un imaginario progresivo de misericordia primero experimentada con gratitud y luego comunicada con gratuidad.
La fragilidad inicial de Cosette como niña y de Fantine enferma en el burdel portuario, necesitadas ambas de la compasión y disponibilidad samaritana (cf. Lc 10,25-35) del ex presidiario, como así también el cariño filial de Cosette con Marius y la ternura materno-esponsal de Fantine al final de su vida, posibilitarán la definitiva transfiguración de Jean Valjean, en un camino existencial que hasta el momento, jalonado de cruces, parecía haber sido tan solo recurrente Calvario. Un itinerario en el que se fueron convirtiendo las autorreferenciales y endurecidas tinieblas idolátricas en autotrascendente y tierna luz icónica.

Una pastoral de la misericordia

En el ministerio de la reconciliación y la sanación que encuentra privilegiado espacio celebrativo en los Santuarios, haciéndonos cargo de la fragilidad de muchas personas “heridas” de nuestro pueblo, descubrimos como pastores lo más lindo de la humanidad nueva a modo de acontecimiento, manifestación y donación (J. L. Marion ): también de la nuestra. Empeñarse en encontrarnos con el hijo, y sobre todo la hija de Dios que hay en cada persona, posibilita experimentar el don que adviene gratuitamente y excesivamente nos supera y trasciende.
Al acoger y bendecir, perdonar o ungir como cristóforos, la belleza original de una humanidad concreta nos sale al encuentro y vuelve a resplandecer incluso con mayor luz y gloria que en sus tiempos primordiales. Somos partícipes del acto red-emptor de Dios que en Cristo sigue reconciliando al mundo consigo, infundiendo su Espíritu Santo que convierte a cada creatura libre en “templo” santo y “nueva creación” (cf. 1 Co 3,16; 2 Co 5,17). Esta interioridad resurgida de la oscuridad más tenebrosa, llena ahora de serena alegría y paz como la llama del cirio en pleno Pregón Pascual, se convierte en piedra viva (cf. 1 Pe 2,5) del Templo santo de Dios que es la Iglesia. Esta multitud de personas renacidas de lo alto son ahora las verdaderas “joyas de la Virgen” que enriquecen y coronan con nuevo esplendor el rostro de la Esposa (cf. Ap 12,1).
Visto en esta perspectiva, lo mariano de cada persona que viene a este mundo, y que para el creyente es siempre capaz de sobreponerse a la miseria del pecado, aflora de un modo más natural y rico en la vida, corazón, rostro y mirada de las mujeres, en particular en el contexto celebrativo y festivo de un santuario consagrado a María. Me animaría a decir que de modos propios e inéditos en cada etapa de sus itinerarios vitales como peregrinas: en la infancia y la juventud (=Cosette), en la mitad y pascua de sus vidas (=Fantine), produciendo un efecto cuasi-sacramental también red-emptor en la existencia de los pastores, padres, hijos, hermanos, amigos y esposos. Como si la santidad de Dios se derramase a modo de óleo de misericordia en el corazón de cada ministro, dejando el interrogante verdadero de quién sale de cada encuentro en realidad más sanado, ungido y transformado. Parafraseando a Fiodor Dostoievski, ésta es la belleza donada por el Espíritu “que está salvando al mundo”. Es la fragilidad y ternura filial-materno-esponsal del pueblo fiel de Dios que posibilita, muchas veces a partir de su propia desfiguración, el don transfigurante de lo alto.
Para que el pueblo-esposa se exprese y manifieste hay que darle tiempo, acompañarlo, escucharlo y mantenerse disponible. Hay que aguardarlo/a pacientemente a la puerta, como a la Sabiduría bíblica, esperando su kairós, la manifestación de su sancta santorum. La pastoral de la misericordia, tanto en relación a las concretas obras corporales como a la pastoral de la escucha, a los sacramentos de la reconciliación y la unción o a las mismas bendiciones ocasionales, exige un delicado y activo discernimiento, hecho de silencios y palabras, intuiciones y gestos oportunos e inéditos. Pide dejarse conducir por las mociones del Espíritu, que “no se sabe de dónde viene ni a dónde va” (cf. Jn 3,8), experimentando su don en los rostros y miradas narrativas del “santo pueblo fiel de Dios” (Francisco) antes que en el intento apresurado por comunicarlo o querer resolver “problemas”, no sin un dejo de presuntuosa impaciencia. El paso de Dios tiene como indicadores inconfundibles un gozo y paz suavísimos, anticipos de la gloria, que conducen de la gratitud discipular (=misericordia experimentada) a la gratuidad misionera (=misericordia comunicada).

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