
A lo largo de este artículo no faltarán referencias a un concepto-guía expresado por el término “rito” que, en primera instancia, significa el acto con que se desarrolla una determinada función litúrgica (el rito de la consagración, de la imposición de las manos, de la fracción del pan, etc.). Pero esa palabra adquiere también por extensión, otro sentido: designa las diversas zonas del orbe católico (con sus habitantes) en cada una de las cuales la liturgia –y también la disciplina– se practican de manera diversificada. Así se habla de rito latino u occidental, griego u oriental, ambrosiano, etc., pero por su mayor amplitud se destacan los dos primeros (el latino y el griego). En estas líneas se toma el vocablo “rito” en su sentido derivado: se habla, por ejemplo, de los “sacerdotes del rito latino” (que preferentemente residen en las zonas occidentales) y de la disciplina eclesiástica vigente “en el espacio del rito griego” (en zonas del Este europeo, en mayor medida).
En primer lugar, en el ámbito del rito latino hace más de cuatro siglos que rige canónicamente el celibato para todos los sacerdotes sin excepción, y por lo tanto también los “diocesanos o seculares” (con quienes solemos encontrarnos en las actividades parroquiales). Éstos, por primera vez en la historia de la Iglesia –salvo en algún caso de poca monta– fueron afectados por tan drástica medida a mediados del siglo XVI. No se llegó a ese punto sin pasar por encima de la originaria y primigenia tradición del celibato optativo que, desde la misma cuna de la Iglesia, se mantiene todavía incólume en el Oriente cristiano, incluso para los presbíteros católicos.
Según las comprobaciones históricas a la vista, los frutos de este régimen de celibato obligatorio distan bastante de poder acreditarse como altamente positivos. Para graficarlo de modo sencillo, marcamos las características de tres distintos grupos de ministros que conviven en el espacio clerical.
En un primer grupo, se observa una encomiable proporción de sacerdotes que, a pesar de las dificultades, implementan su tarea en la viña del Señor, convencidos de ejercer su auténtica vocación. Más aún, llegan a afirmar que no se verían quizás a gusto en otra actividad, y confiados en la ayuda divina, prosiguen con entusiasmo su apostólica misión, fructífera y meritoria. Se puede presumir que, para sentir lo que sienten y ser como son, no necesitaron la intimación de una ley humana de celibato impuesto con carácter de condición sine qua non del sacerdocio. Pues ya hacía tiempo que ese tema había sido objeto de una concertación sobrenatural, en lo íntimo de su alma, entre el Señor que les proponía el carisma del celibato y ellos que libremente aceptaron.
En un segundo grupo, en cambio, parecen transparentarse los conflictos espirituales de otros ministros del Señor, quienes a veces deben aceptar la traumática conclusión de que se han equivocado de camino y deben renunciar a él. Sin embargo, los amarga en lo más hondo la idea de que este planteo tenga que ser así, no precisamente por la naturaleza del sacerdocio recibido –que aprecian y aman– sino más bien debido a una disposición de orden eclesiástico, no exigida por Cristo ni por la auténtica tradición. Y como individuos sinceros y valientes, efectúan los trámites requeridos –razonablemente agilizados en la actualidad–, y no sin dolor, vuelven a la actividad civil (aunque según la doctrina oficial, el orden sagrado no se extingue y, por lo mismo, los que retornan a la vida del siglo siguen siendo sacerdotes).
En un tercer grupo figuran aquellos sacerdotes que, a semejanza de los anteriores, después de algún tiempo comprueban que, conforme al dicho gauchesco, “no es para todos la bota de potro”, y que su temperamento no se compatibiliza con las obligaciones del celibato. Pero, con una diferencia respecto de los anteriores, se muestran reacios a cualquier cambio radical y se aterran ante la idea de abandonar la seguridad de su habitual modus vivendi, por lo menos mientras puedan salvar las apariencias. En esta mezquina disposición de ánimo, con bastante probabilidad pueden incubarse erradas y oscuras ideas y también sesgadas decisiones para sufrimiento propio y de muchos otros.
La pintura de los tres grupos se presta a una profunda meditación, que queda a cargo de los lectores. Por mi parte me limito a algunas consideraciones:
a) Todos nos sentimos complacidos ante los protagonistas del primer grupo. Muy bien por ellos que honran las filas del clero y contribuyen con eficacia a implantar el Reino de Dios en su diócesis.
b) Sin embargo, en nuestro sistema latino de celibato obligatorio, el excelente comportamiento de esos sacerdotes se ve contrastado por la actitud disímil de otros colegas que tiende a ensombrecer al conjunto institucional (en cambio, en el régimen opuesto, la mayor responsabilidad recae en la desacertada opción por el celibato que efectuó el infractor).
c) Además, la sistemática exclusión de posibles ministros casados coarta sensiblemente el requerido aumento del personal en actividad, y priva al clero de la riqueza moral que pueden irradiar las diversas características de la espiritualidad propia de cada sector (la de los célibes y la de los casados).
d) Durante tantos siglos de incomunicación respecto de nuestros hermanos del Oriente cristiano, hemos permanecido en materia celibataria demasiado ajenos a un enfoque clave que hunde sus raíces en la más antigua y respetable tradición de la Iglesia de Cristo y que –de haber sido respetado en su momento– nos habría ahorrado a los católicos del rito latino una serie de bochornos y tristezas.
e) Ni que hablar de una postura algo exacerbada, según la cual en la imposición del celibato sacerdotal subyace la inoportuna y temeraria idea de que el nivel de vida del célibe es superior al del casado, presunción que fue desmentida por el papa Juan Pablo II, de manera categórica.
Parece útil que los lectores, después de esta modesta exposición, puedan cotejarla con las sobrias, ajustadas y fundamentales ideas de monseñor Damaskinos Papandreou, de vasta y prestigiosa actuación en el ambiente de la Iglesia ortodoxa y en las manifestaciones de carácter ecuménico. Años atrás, la curia romana emprendió la iniciativa de invitar a múltiples figuras del mundo de la religión y de la cultura para que expresaran su punto de vista con libertad de criterio acerca del celibato. El pedido tuvo amplia acogida y fue variopinto el abanico de opiniones pero, en general, demasiado condicionadas por sus especiales circunstancias, por el temor, la reserva y –¿por qué no?– por la cobardía. Entre los convocados se encontraba Damaskinos Papandreou, quien, con sana libertad y profundo conocimiento de la causa, expresó su pensamiento con claridad, precisión y contundencia1. En suma, negó que haya pruebas suficientes que autoricen a la Iglesia a echar manos al carisma del celibato e instrumentarlo con ocasión y motivo de la ordenación sacerdotal. Por la simple razón de que ese carisma, además de no pertenecer a la naturaleza del sacerdocio, escapa a toda intervención o manipulación externa o humana. Se trata de una realidad que se suscita y concreta en el fuero íntimo y personal del creyente tras una misteriosa y recíproca comunicación sobrenatural en la que el Señor hace la propuesta y el interesado la acepta en la plenitud de su libertad.
1 Por disposición de la Santa Sede, las diversas opiniones emitidas fueron compiladas y publicadas por la editorial San Pablo –primero en Italia y después en la Argentina– en un libro titulado Sólo por amor.