Elogio de la oración

La vida cristiana es un diálogo abierto por Dios que se dirige al hombre en un gesto de indescriptible misericordia. Pero, además, esa palabra posibilita que el diálogo se complete, de algún modo, con la palabra que el hombre dirige a Dios. Dios, que es eterno diálogo trinitario, ha querido abrir el juego a nuestra frágil condición y sumarnos al gozo de esa conversación. La palabra de Dios al hombre se llama revelación, la del hombre a Dios se llama oración. Ambas incluyen el pedido y la pregunta.
Dios, que todo lo sabe, sin embargo pregunta, apela a la libertad y expresa su amor como confianza al pedirle al hombre que lo siga. Dios, que sabe que el hombre lo puede defraudar, sin embargo le pide. Confía en él, pone en sus manos su obra. El hombre, que poco sabe, apela al misterio de la misericordia divina, pidiendo consuelo, salvación, vida y pan. El Padrenuestro es la propuesta del Señor para poner palabra a nuestra oración; que a veces sólo es silencio, exponiendo nuestra vida a la confianza de que Dios nos dará lo mejor, pues sabrá concedernos aquello que nos pide, como enseñaba San Agustín: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras.
Siempre que haya diálogo habrá apertura a las libertades que se encuentran preguntando y pidiendo, o quedando en silencio frente a la posibilidad de la decisión del otro. En el fondo podríamos decir que la humildad consiste en reconocer que no hay encuentro verdadero sin preguntar y pedir. Estas dos actitudes revelan la disposición de comprenderse como apertura, disponibilidad y relación. El hombre, es más que naturaleza: es cultura; esto significa que se constituye también por los actos de su libertad que se dirige a otros. Pidiendo y preguntando. Pedir y preguntar es reconocer que tenemos la vocación de transformar y que no sólo somos mecanismos de un proceso necesario. Si leemos con cuidado la encíclica Laudato Si´ descubriremos que es una reflexión sobre el cuidado de la naturaleza, pero más aún, una inmensa meditación sobre la cultura. Esto explica que hable de la casa común.
Pero, además, la providencia divina es más que la naturaleza; esto significa que se revela ordinariamente en la lógica interna de los procesos naturales pero no se limita a ellos. Dios es soberano y puede obrar supranatura, sin contradecir los procesos, elevándolos; lo que significa llevar la naturaleza a los fines que ella tiene, de modo que no contradigan su ser. No obra contranatura pero si supranatura. Esta enseñanza que corresponde a Santo Tomás nos invita a descubrir que la naturaleza no se agota en su autonomía sino que ella misma es creación, es relación a Dios y se vuelve cultura en relación a la libertad del hombre. Hay actos contranatura, que contradicen los fines de la naturaleza de algo; actos a natura, que siguen el camino de esos fines a partir de las propias posibilidades; y fuerzas y actos supranatura, que permiten realizar esos fines con una fuerza que los lleva a donde se encuentran la gratuidad y el don. El don excede el imperativo de lo debido, no se opone a él, lo plenifica.
De allí, que frente a los panteísmos que nos tientan a pensar una identificación integral entre Dios y la naturaleza y los dualismos que fragmentan ese encuentro, el cristianismo está invitado a descubrir que el ser de lo natural y el ser del hombre también es una relación que otorga una autonomía relativa a los procesos del mundo, como nos enseñaba la Constitución Gaudium et Spes.
No existe una naturaleza pura, como se presumió afirmar en medio de la polémica con Miguel Bayo, sino que también lo natural, es relación. En la Biblia lo que existe es relativo a Dios, no porque él contradiga las leyes que impuso a las cosas creadas, sino porque son tales por su permanente gesto de amor. De allí que la omnipotencia divina no es caprichosa en la realización de sus designios, aunque sí paradojal. Este capricho de Dios que intentaron argumentar algunos autores, y sugirió el mismo Descartes, tratando de salvar al poder divino de los límites que le impone relacionarse con el mundo. De algún modo, Dios al hacer las cosas se autolimita, al mismo tiempo que lo hace al crearnos libres. Al desplegar su omnipotencia creando todas las cosas y creando al hombre para que las domine pero también para que las cultive, como enseña el libro del Génesis, pone su designio en relación a una libertad que por ser finita es frágil y por ser querida por Dios inmensa.
Muchos pensadores de la modernidad, reactivos a una comprensión de la providencia que se orientaba a un tipo de sometimiento que hacía de la naturaleza y de la libertad instancias carentes de posibilidad de actos buenos desarrollaron una noción de autonomía que nos recordó la fuerza de la libertad y la dignidad de la naturaleza. Sin embargo, como recuerda Romano Guardini comentando a Goethe, la Natur terminó sustituyendo a Dios. La autonomía careció de relación hacia quien la creó y se volvió un absoluto que dictaminaba todo el proceso humano. Esto tuvo muchas consecuencias, entre ellas la idea de razas superiores o una idea romántica de la naturaleza que olvidó que ella está destinada también a volverse cultura.
Sin embargo una visión del hombre y de la naturaleza, cerrados sobre sí mismos, desestima la posibilidad de entretejer la existencia humana desde la esperanza, que abre nuestra mirada al reconocimiento de que en esta relación que constituye nuestra existencia se realiza nuestra plenitud. Esa plenitud, parousía en términos bíblicos, no consiste en el despliegue de una realidad natural que sea perfecta en su autonomía, sino que ella procede precisamente del hecho de que ha sido creada. Como nuestra libertad. Ser libres, significa hacernos cargo de la posición que tenemos en la providencia de Dios. Ser libres es, situarnos ante su providencia. Ese es el llamado de la libertad, hasta el punto que Santo Tomás enseñaba en el Cuarto Libro de las Sentencias que el Reino de Dios consiste en ponernos bajo su providencia.
No podemos hacerlo sin vivir la experiencia llamada esperanza, por la que reconocemos nuestra dignidad y a la vez nuestra limitación. Esta limitación no es el quiebre trágico de la antigua visión griega, sino el reconocimiento de que la finitud es una vocación, una posibilidad; esto es posible en la medida en que la descubramos partícipe de aquel diálogo eterno que es la vida de Dios.
Esperar es reconocer que nuestro designio nos excede a nosotros mismos o, como decía Ernesto Sábato al final de su vida: espero porque hay algo que esperar y que me excede.
También, de algún modo, lo enseñaba Pascal al decir, en sus Diálogos, que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre.
Nuestra libertad, es libertad en la esperanza. Santo Tomás enseña en su tratado de la esperanza, en la segunda parte de la Suma de Teología que oratio interpretativa spei. Esto significa que ora quien espera. Antes ya lo había dicho en el capítulo tres de la segunda parte del Compendio de Teología al afirmar que nada se pide que no se espere.
Pedimos a Dios porque tenemos esperanza. Esto, lejos de excusarnos de nuestra libertad, es una invitación a reconocerla en el ámbito de un designio que nosotros no hemos trazado y que, a la vez, depende de nosotros. Esta paradoja que podría ser motivo de tristeza y desesperación es, sin embargo, el fundamento de la alegría cristiana que toma cuenta de nuestra limitación y a la vez de la vocación que se encierra en ella, posible sólo en la medida que reconozcamos que nuestro destino se despliega poniéndonos ante la mirada del que lo hizo posible por su llamada. Pedir a Dios no es un atajo a la naturaleza de las cosas, sino sumergirse en el fundamento que las hizo posibles.

El autor es Vicedecano de la Facultad de Teología de la UCA y presidente de la Sociedad Argentina de Teología.

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