Para que la reconstrucción de un nuevo país resulte genuina y perdurable se requiere no sólo un cambio de estructuras sino un nuevo estilo de vida que impregne la praxis política de renovados valores, criterios y actitudes.
Esto supone una “metanoia”, una transformación mental que tiene que ver no tanto con una ideología, sino con un carácter. Entendemos por tal aquello que en una personalidad es lo que define su actitud fundamental, le confiere identidad y determina su conducta. Y lo que aquí señalamos como necesario es un carácter capaz de interpretar la acción pública como “actitud ética” y como “servicio”, generadora de una nueva mentalidad valorativa y de una diferente lectura de la realidad, lo cual suele provocar la reacción de los espíritus mediocres. Se trata de un carácter cuya autenticidad rompe con los esquemas rígidamente estructurados, incapaces de asimilar los cambios. Y el rasgo esencial de esa estructura de carácter, cuya necesidad reclama desde hace tiempo este país, es la magnanimidad.
Ya desde antiguo se ha caracterizado a la personalidad magnánima como aquella “comprometida voluntariamente a tender hacia lo que es alto y noble”. La persona se siente llamada a lo valioso, de manera que no se inmuta ante alguna provocación injusta, porque la considera sencillamente poco digna de atención (“No está para eso”).
La amplitud de su perspectiva no es común, por eso es causa de desconcierto e incomprensión para quienes no son capaces de ese nivel de percepción.
Sus características son la sinceridad y la honradez, y posee absoluta convicción de que no existe algo por lo cual valga la pena faltar a un compromiso ético. Y nada le es tan ajeno como, por miedo, callar una verdad.
La personalidad magnánima siente desprecio por la mezquindad, evita la adulación y las posiciones retorcidas (está hecha para la dignidad de la política) y posee una esperanza inquebrantable y una confianza casi provocativa.
Mantiene la calma propia de un corazón sensible y fuerte a la vez. Las situaciones que debe enfrentar no siempre son claras, pero no se deja rendir ni permite que se la lleve la corriente de la confusión.
No se esclaviza ante nadie y tampoco se doblega ante el destino: persiste y persevera con fuerza. Y si es persona creyente, “sólo es obediente a Dios”. Tiene lo que los psicólogos hoy llaman resiliencia.
La magnanimidad es como una corona que tiene engarzadas condiciones que merecen la reflexión, no siempre adecuadamente interpretadas, que ofrecen cuestionamientos, pero al mismo tiempo esclarecen la comprensión: humildad, paciencia, fortaleza… Nos ocuparemos de la condición que justamente puede parecer la opuesta a la magnanimidad: la humildad. Se trata de uno de los valores humanos más descalificados y peor interpretados de la actualidad. Se la cree propia de personalidades débiles, con baja estima y con complejos de inferioridad, sometidas y faltas de energía y autoafirmación.
Nada más contrario a la esencia de la humildad. Dicen los autores que consiste en que la persona “se tenga a sí misma por lo que realmente es”. En consecuencia: mientras la persona humilde posee clara lucidez acerca de su condición humana, tanto de sus debilidades como de sus fortalezas, con una aceptación franca, objetiva y racional, el soberbio y el engreído son tanto negadores de la realidad como de su propia condición. Ambas, soberbia y humildad, antes que una forma de relación con los otros, constituyen una diferente posición existencial frente al mundo.
Del mismo modo, en su relación con los demás, la actitud humilde no es injustificadamente sumisa, ni débil ni autopostergada. No deja de ser válida y esclarecedora la noción que nos ha sido legada por la tradición con palabras simbólicas: “En todo ser humano hay algo de ‘sagrado’ y algo de ‘humano’. Es bueno que yo respete lo que hay de sagrado en mi prójimo, pero la humildad no me exige que someta lo humano mío propio a lo humano del otro”. En otras palabras: ser humilde no significa “ser menos”.
Esa aceptación sin reservas ni resistencias de la propia condición, sin nada que temer u ocultar, le da al humilde apertura y confianza. Justamente por eso, caracteres apocados, con una noción pobre y falseada de la humildad, en ocasiones pueden considerar soberbias ciertas actitudes de la persona autoafirmada y cabalmente humilde.
La personalidad humilde está en sintonía con la vida; por lo tanto, nadie que posea realmente esa condición estará exento de cierta dosis de humor y jovialidad.
Paradójicamente, las condiciones de magnanimidad y humildad son complementarias, porque, para ser auténtica, la humildad debe ser capaz de conciliar la fuerza interna que lleva consigo la magnanimidad.
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Join discussionExcelente articulo