A raíz de una intervención en el Congreso del jefe de gabinete Marcos Peña, muchos medios descubrieron –o recordaron– la existencia del presupuesto de culto y comenzaron a preguntarse acerca de su legitimidad y de la razón de su existencia. En una de las páginas de su sitio web, la Conferencia Episcopal Argentina ofrece una respuesta: los aportes directos e indirectos que recibe la Iglesia del Estado y la cláusula constitucional que manda “sostener el culto católico” son una «reparación histórica a [sic: por] las expropiaciones realizadas por el Estado a la Iglesia en el siglo XIX». (1) La afirmación es falsa: como bien demostró hace más de 60 años el historiador y sacerdote Américo Tonda, el presupuesto de culto se relaciona con la abolición de los diezmos, no con ninguna expropiación. (2)
Ante todo quiero aclarar que no me parece ni bien ni mal la existencia en sí misma del presupuesto de culto. Cada sociedad, cada país, decide si financiar o no a una religión, o a más de una, por los motivos que sean. Lo que me parece mal, sobre todo por parte de una institución como la Iglesia católica que predica la “verdad”, es que se justifique la existencia del presupuesto con una mentira. No sé si los obispos saben o ignoran que lo es, pero si sé que ahí ha estado el libro de Tonda durante más de seis décadas para que se enteraran.
La idea de que el presupuesto de culto surgió para compensar expropiaciones de bienes es tan errónea como antigua. El senador Valentín Alsina afirmó en 1863 que “por la ley de la reforma [de 1822] se apoderó el Estado de las propiedades de la Catedral [de Buenos Aires]. Cuando ella abolió los diezmos y tomó todas las fincas que tenía la Catedral, todo entró al dominio del Estado, para garantizar los fondos públicos y de ahí resultó para el Estado la obligación de hacer los gastos consiguientes”. (3) En 1884 el senador por San Juan Rafael Igarzábal, iniciado en la masonería en 1870 e insospechable de “clericalismo”, afirmó que era un deber del Estado sostener los seminarios “porque el Estado tomó á la Iglesia todas sus rentas, todos sus bienes, en cambio del sostenimiento del culto, y especialmente comprometiéndose á costear los Seminarios”. (4) Ni Alsina ni Igarzábal tenían razón. Sí la tenía, en cambio, el ministro de culto Manuel Pizarro cuando en 1881 justificó el pago de los réditos de las capellanías porteñas por tratarse de “obligaciones contraídas por el Estado para con la Iglesia desde tiempo inmemorial. Así es que es un deber del Gobierno pagar esta deuda, que proviene de dineros tomados á la Iglesia por el Estado”. (5) En el caso de las capellanías (capitales que se ponían a interés para financiar servicios del culto) sí existía un compromiso de pago de los réditos por parte del Estado. Pero el grueso del presupuesto de culto constituía un sustituto de los diezmos, no el resarcimiento por ninguna expropiación de bienes.
Con pocas excepciones (como la Compañía de Jesús), las instituciones eclesiásticas coloniales del actual territorio argentino eran pobres. Basta para advertirlo una visita a nuestros archivos, plagados de declaraciones solemnes de miseria y de pedidos de ayuda económica de superiores de conventos, obispos, canónigos, curas, misioneros, etcétera. Luego de la Revolución, al empobrecerse el conjunto de la sociedad, esas estrecheces se transformaron en verdaderas penurias. Sobre todo para las órdenes: el convento dominico de Buenos Aires, por poner un caso, casi no recibió donaciones de 1770 en adelante.
Cuando la ley de reforma que impulsó Bernardino Rivadavia en 1822, que tuvo incidencia sólo en la provincia de Buenos Aires, condujo a la supresión de casi todos los conventos masculinos, esas instituciones por cierto poseían bienes muebles e inmuebles, pero eran insuficientes incluso para mantener a todos los frailes que con la reforma se secularizaron, a los que el gobierno prometió colocar en alguna parroquia o bien proveerlos de alguna capellanía de misas. Los capitales de todas las fundaciones –capellanías y memorias pías– que se incautaron a los conventos suprimidos sumaban apenas $ 153.882. Se trataba de capitales que se prestaban al 5% de interés anual para financiar el culto con el rédito obtenido. Para tener una idea, las autoridades consideraban que para vivir más o menos decorosamente un eclesiástico debía gozar de la renta de una capellanía de entre 4.000 y 6.000 pesos de capital. De hecho, las que creó el gobierno con los bienes incautados partían de un mínimo de 4.000 pesos, que a 5% anual producían una renta de 200 pesos. Una sencilla cuenta revela que los 153.882 pesos no alcanzaban para fundar más que 38 capellanías y media, cuando una planilla del 13 de mayo muestra que ya se habían exclaustrado 89 frailes y otros 19 esperaban en la puerta. De hecho, el 12 de mayo de 1823 el obispado informó al gobierno que las capellanías de los conventos no alcanzaban para dar sustento a todos los religiosos secularizados, por lo que le propuso vender las estancias de Arrecifes y Fontezuelas que habían pertenecido a los betlemitas para fundar otras más. (6) Los bienes inmuebles eran aun inferiores en valor a los capitales de las obras pías. Los conventos suprimidos, como también la catedral y el santuario de Luján, poseían bienes fundiarios, pero el valor de esas propiedades no era muy elevado. (7) No tiene sentido lo que hizo Enrique Udaondo cuando tasó las propiedades expropiadas a precios de 1949: lo que cuenta es el precio de 1822.(8)
Además, como ya he dicho, cuando con la reforma se creó el primer presupuesto de culto no se hizo referencia a ninguna expropiación, sino a los diezmos. La ley dice claramente que lo que sería cubierto con “fondos del Estado” serían “las atenciones a que ellos [los diezmos] eran destinados”. Los diezmos eran un impuesto a la producción de alrededor del 10% (de ahí su nombre) con el que se financiaba fundamentalmente a los obispos y a los cabildos eclesiásticos, mientras una parte menor se distribuía entre la Real Hacienda y otras instituciones (hospitales, seminario, catedral). Hacia 1822, cuando se sancionó la ley de reforma, en el obispado de Buenos Aires los diezmos se habían reducido mucho debido al impacto negativo de las guerras y a la caída del poder central en 1820. Al volverse soberanas, las provincias que no eran cabecera de obispado se negaban a mandar sus cortos diezmos a una sede episcopal situada en otra, como habían hecho durante siglos. En Buenos Aires el obispado había perdido los de la Banda Oriental, Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes. Digamos de paso que los diezmos porteños nunca habían sido muy abundosos, con la excepción de unos pocos años de vacas gordas a caballo de los siglos XVIII y XIX. El 8 de octubre de 1821 el cabildo eclesiástico ofició al gobierno provincial haciéndole presente que sus rentas “no sufragan ni para las primeras urgencias de la vida”, porque “los diezmos de este Obispado estan reducidos á sola la Campaña de Buenos Ayres” y “su valor ha decaido en mas de la mitad”. (9) La “gruesa decimal” se había reducido de los 109.212 pesos recaudados en 1805 a los 53.608 pesos de 1820. Los canónigos pedían a gritos que el Estado los socorriera.
Los diezmos, por otra parte, eran motivo de quejas por parte de todos, tanto de los que los pagaban como de los que los cobraban. La recaudación era engorrosa y cara, por lo que se la solía “terciarizar”, rematándola al mejor postor en pública subasta. Además los aportantes solían entregar lo peor de las cosechas (trigo agorgojado) y animales enfermos, no sólo porque pagar impuestos no le gusta a nadie, sino además porque no les hacía gracia financiar a un obispo que veían cada muerte de ídem y a unos canónigos que residían en una catedral lejana. Basta, para advertirlo, leer los violentos decretos de los obispos amenazando a los evasores y defraudadores con las más horribles calamidades naturales y con los más horrendos castigos infernales. Los beneficiarios tampoco estaban conformes, porque tanto una buena cosecha (porque bajaban los precios) como una mala (porque el producto era poco) los perjudicaba. En 1776 el cabildo eclesiástico de Buenos Aires se quejó de que “en el año de 74 en que fue copiosissima la cosecha del Trigo […] apenas pudimos sacar con el precio de su venta lo suficiente para satisfacer los costos de su recojida y almacenaje […]. En este año de 76 […] à causa de haber sido tan escasa la cosecha […] no hubo quien ofreciese cosa alguna […], teniendo todos presentes, que con el mucho Trigo que restaba de el año antecedente continuaria la misma extrema decadencia de su precio como efectivamente se ha verificado…” (10) Por otra parte, había un problema político: a diferencia de las antiguas monarquías, el Estado nacional en formación no admitía sino una única soberanía, la propia, y consideraba la imposición y el cobro de impuestos como un atributo soberano. En otras palabras, ninguna entidad fuera del Estado podía cobrar impuestos, incluida la Iglesia católica. Por eso los diezmos no sobrevivieron en ningún país.
Con la reforma de Rivadavia se resolvió el problema al estilo napoleónico: se abolieron los diezmos y se creó el primer presupuesto de culto. En lugar de un impuesto a la producción muy difícil de cobrar, se decidió financiar lo que antes se sufragaba con ellos con los recursos del tesoro provincial. En lugar de una renta fluctuante que dependía de las lluvias, las plagas de langostas y otras mil eventualidades, los obispos, canónigos y demás prebendados recibirían un sueldo fijo. En ese momento a nadie se le ocurrió que el presupuesto tuviera ninguna relación con ninguna confiscación. De hecho, el presupuesto financiaba fundamentalmente al clero catedralicio, no a las órdenes, principales perjudicadas por la reforma. Cuando en 1853 la Confederación Argentina con capital en Paraná creó su propio presupuesto de culto, el criterio fue el mismo: abolir los diezmos y pagar lo que antes se costeaba con ellos con las partidas presupuestarias. Cuando en 1862 se unificaron los presupuestos del Estado de Buenos Aires y de la Confederación, también las partidas para el culto se estipularon sobre la base del mismo criterio: pagar lo que se pagaba antaño con los antiguos diezmos. Sólo excepcionalmente se incorporaron gastos que los diezmos no habían comprendido, como las partidas para construcciones y refacciones de templos (los diezmos solamente preveían aportes para las catedrales) y para las misiones entre los indígenas.
Ahora bien, la fundamentación última del “sostén del culto católico” constitucional, y consecuentemente del presupuesto de culto, era la institución del patronato, que los gobiernos patrios reclamaron como herencia de la Corona española porque lo consideraron un atributo de la soberanía. El principio jurídico del patronato era, para decirlo de manera brutal, que el que paga tiene derecho a controlar. Es decir: la Corona española primero y el Estado argentino después podían elegir a los obispos, autorizar (o no) los documentos pontificios, admitir (o no) una nueva orden religiosa, aprobar (o no) la fundación de un nuevo convento (y un largo etcétera) porque financiaban (siempre de manera parcial y a menudo exigua) a la Iglesia católica. Como afirmara el diputado Carlos F. Melo en 1916: “[l]a obligación de costear el culto es correlativa de los derechos del patronato nacional”. (11) Pero resulta que el presupuesto de culto subsiste hasta la actualidad, cuando el Estado argentino renunció formalmente al ejercicio del patronato hace más de medio siglo, con el acuerdo que firmaron en 1966 el Estado argentino y la Santa Sede, que no hace la menor mención al presupuesto de culto. (12)
Hoy el presupuesto de culto no es significativo para el Estado en términos económicos, aunque sí lo es para muchas instituciones y para algunos obispados pobres que lamentarían su eventual desaparición. Pero posee relevancia simbólica, en cuanto expresa económicamente la desigualdad religiosa que impera en la Argentina, donde la Iglesia católica goza hasta hoy de un estatus privilegiado. Ya lo habían comprendido los socialistas de comienzos de siglo, para los cuales “el presupuesto de culto no es solamente una cuestión de dinero sino una gran cuestión mental […]. Aun si se tratara de una suma insignificante haríamos la misma oposición, con la misma tenacidad, con la misma energía y voluntad que tratándose de un millón…”. (13)
Resumiendo: en primer lugar, la afirmación de que el presupuesto de culto es una compensación histórica por las expropiaciones del siglo XIX es falsa, porque se lo concibió para sustituir los diezmos, no para compensar ninguna incautación de bienes. En segundo, los diezmos suprimidos eran un impuesto detestado universalmente y su producto, que nunca había sido muy abundante, luego de la Revolución se había reducido a mucho menos. Era un impuesto que en el nuevo contexto del Estado nacional, además, no podía subsistir por razones políticas, y por ello fueron abolidos en todas partes. Ni que decir tiene que, como todo impuesto directo, era cobrable, en última instancia, por la coacción que ejercía sobre los productores la autoridad civil. Por último, el presupuesto de culto que sustituyó a los diezmos era correlativo a una institución que despareció hace más de medio siglo, el patronato nacional. Que los argentinos decidan si quieren financiar o no a la Iglesia católica (y eventualmente a otras religiones, como ocurre en varios países), pero que no se trate de disfrazar el presupuesto de culto con los ropajes de una deuda histórica.
El autor es Doctor en Historia Religiosa, investigador independiente del CONICET y profesor universitario.
NOTAS
1 http://www.cea.org.ar/07-prensa/cuanto_aporta_el_estado.htm. Consulta 16/3/18.
2 A. Tonda, Historia del seminario de Santa Fe, Santa Fe: Castellví, 1957, capítulo octavo, «El origen del presupuesto», págs. 68-72.
3 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, sesiones de 1863, Buenos Aires: Imprenta y Encuadernacion de la H. Cámara de Diputados, 1929, sesión del 13 de octubre de 1863, pág. 671.
4 Congreso Nacional, [Cámara de Senadores], Diario de sesiones, Sesion[es] de 1884, Buenos Aires: Imprenta y Litografía de «La Tribuna Nacional», 1884, sesión del 21 de octubre de 1884, pág. 908.
5 Diario de sesiones de la Cámara de Senadores, 20° período legislativo. Año de 1881, tomo II, Sesiones de prórroga, Buenos Aires: Imprenta El Comercio, 1914, sesión del 2 de enero de 1882, pág. 899.
6 AGN, X 4-8-4, Culto 1823, informe sobre capellanías y memorias pías de los conventos elevado por el provisor al Ministerio de Gobierno el 29/I/1823 y oficio del provisor al ministro de 12/V/1823.
7 Véase por ejemplo el inventario de los bienes de la catedral en AGN X 4-8-2, Culto, 1818-1821.
8 E. Udaondo, Antecedentes del presupuesto de culto en la República Argentina, Buenos Aires, 1949.
9 AGN X 4-8-2, Culto, 1818-1821.
10 AGN IX 24-8-3, Reales Cédulas, T. 23, Representación del cabildo eclesiástico de 5/IV/ 1776, ff. 86-90.
11 Diario de sesiones de la Cámara de Diputados. Año 1916. Tomo IV. Sesiones extraordinarias, Buenos Aires: Talleres Gráficos de L. J. Rosso y Cía., 1917, sesión del 26 de diciembre de 1916, pág. 3.072.
12 http://www.vatican.va/roman_curia/secretariat_state/archivio/documents/rc_seg-st_19661010_santa-sede-rep-argent_sp.html. Consulta 16/III/18.
13 Diario de sesiones de la Cámara de Diputados. Año 1916. Tomo IV, cit., sesión del 26 de diciembre de 1916, pág. 3.070-3.071.
2 Readers Commented
Join discussion¿Cuánto valeieron desde que se cofiscaron ilegalmente esos terrenos?
VA