Como era previsible, la pandemia del COVID-19 ha suscitado en no pocos creyentes opiniones variadas sobre las supuestas intenciones de Dios, que tienden a interpretar este acontecimiento tan doloroso como el castigo de alguna trasgresión de la humanidad (contra la fe, contra la naturaleza, contra la moral…). Lamentablemente, los creyentes no tenemos ninguna capacidad especial para inferir las intenciones de Dios. Sin embargo, la fe ilumina nuestra interpretación de la realidad de otra manera: nos dice que lo que sucede no es absurdo, y que aun en las experiencias más difíciles podemos encontrar un sentido que nos permita afrontarlas de un modo positivo y fecundo. Afirma san Pablo: “Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Romanos 8,28).
En muy pocos días, la difusión de esta enfermedad con sus devastadoras consecuencias ha cuestionado la ilusión de omnipotencia a la que nos expone constantemente el progreso científico-tecnológico. La pretensión de dominio sobre la naturaleza y sobre la vida se vio drásticamente desmentida cuando nos encontramos frente a un virus contra el cual no tenemos vacuna, ni datos suficientes para fundamentar las estrategias de prevención y contención, ni proyecciones confiables sobre su futuro desarrollo (lo que impulsa comprensiblemente a optar por el camino más seguro, aunque los costos humanos y materiales sean descomunales). En el orden personal, se ha apoderado de nosotros la sensación de caos, el miedo ante un enemigo invisible e insidioso y la suspensión sine die de todos nuestros planes y proyectos. Si en lo ordinario solemos ejercitar cierto control sobre nuestras vidas, la presente situación nos reduce a la impotencia, nos fuerza a esperar inmóviles en una condición de total dependencia.
En el fondo, la pandemia vuelve a ponernos cara a cara con un misterio que de mil maneras buscamos olvidar: el misterio de la muerte. Mario Vargas Llosa en un artículo reciente ha señalado con acierto el resurgir del temor irracional a la muerte, que después de todo es la condición de posibilidad de la vida en este mundo con toda su belleza. Pero esta visión parte de un presupuesto que da por evidente sin argumentar: que nuestro deseo de vivir para siempre es algo irracional, y que la única vida posible es aquella que conocemos. Sin embargo, existe otra posibilidad: que nuestros anhelos de vida sin fin manifiesten una racionalidad más profunda, y que nuestra dignidad como personas exprese y reclame un vínculo con lo trascendente. El Medioevo puede enseñarnos algo que olvidamos con facilidad: que nuestras vidas están en manos de Dios, y que confiar en él como la respuesta final a nuestras aspiraciones más íntimas no tiene nada de irracional. Se llama fe.
El Papa nos ha recordado estas verdades el viernes 27 de marzo rezando en medio de una Plaza de San Pedro desierta ante el ícono de la Virgen de la Salud y la Cruz de San Marcello, que en el pasado han encabezado procesiones de los habitantes de Roma ante las amenazas de distintas epidemias. Y en su meditación sobre el Evangelio de la tormenta en el lago, Francisco expresó la esencia de la mirada del creyente. Jesús está en la barca con sus apóstoles y duerme. Cuando la tormenta estalla, éstos recurren al Maestro, angustiados: “¿No te importa que muramos?”. Es la queja de una fe inmadura, a la que Jesús responde con un reproche: “¿Por qué́ tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”. Es que la fe, lejos de ser una mera invención tranquilizadora, es un llamado exigente, un gran desafío. Porque ser creyentes significa tener la certeza, aun en medio de la tormenta, de que no estamos a merced de fuerzas ciegas, sino en manos de un Dios que nos ama. Muchas cosas pueden suceder, pero sólo Dios tiene la última palabra.
Tiempo de preguntas
El impacto inicial de la pandemia es una interrogación: ¿Por qué me ocurre esto? Casi nadie se había detenido a pensar en la posibilidad de que la vida contuviera un daño universal, un mal capaz de alcanzar a todos. Hubo siempre muchos males, pero no uno que nivelara a la población mundial, que amenazara equitativamente, que igualara, que pusiera todo en riesgo. Quizás, de la experiencia de cuarentena surjan muchas cosas buenas si abrimos el corazón en estos días. Se puede recuperar la costumbre de las lecturas extensas, esas a las que uno no se atreve en el vértigo de la vida hacia afuera. Dígase lo mismo de la música y el gran cine. No hay que desdeñar que esta situación nos lleve a planteos de introspección, de oración. Todo esto puede desembocar en una liberación de muchas ataduras y preocupaciones, a valorar la paciencia y a saber estar más en paz.
Sin menoscabar la verdad profunda de la angustia y la gravísima realidad de algunos dramas que llevan a interrogantes, desesperanzas y escándalos, podría Dios también hacernos ciertas preguntas a nosotros: ¿Cómo permiten ustedes que mueran niños de hambre en el mundo? ¿Cómo permiten que haya lepra en África, cuando se podría erradicar con el precio de uno o dos aviones de combate? ¿Por qué gastan la mayor parte del dinero en guerras y tráfico de armas y drogas en lugar de curar las enfermedades e investigar? ¿Por qué destruyen la belleza? ¿Por qué no aman? ¿Por qué no son buenos?
La fe cristiana convive con el inmenso misterio del mal, que nunca termina de ser comprendido en su profundidad última, algo que todo hombre debe meditar para saber cómo situarse frente a ese drama que forma parte de la vida, junto con sus cosas hermosas.
Respecto de este misterio, la fe cristiana acepta que el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Dios que predicó Jesús, no castiga con el mal. Pueden recordarse algunos episodios evangélicos. Los judíos, en la época de Jesús (como tanta gente hoy en día), creían que cada desgracia personal era un castigo directo de Dios por una culpa individual. Cristo va a corregir esto varias veces. En el capítulo 9 del evangelio de Juan cura a un ciego de nacimiento. Los discípulos, presos de esa superstición del castigo de Dios, le hacen al Maestro una pregunta francamente blasfema: “Maestro, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?”. La lógica que siguen los discípulos sostiene: ¿es posible que se pueda pecar de alguna manera en el seno materno, y por eso Dios lo castigó quitándole la vista desde el nacimiento; o puede ser que Dios pueda castigar a una pareja que ha pecado dándole un hijo ciego? De inmediato Jesús contesta, sencillamente: “Ni él pecó ni sus padres”.
¿Sobrevivir lo es todo?
En nuestro mundo se le otorga una importancia supina a la mera vida: la “nuda vita” de Giorgio Agamben, cuyos textos publicados en marzo suscitaron tanto rechazo e indignación (en ellos consideró que la generalización del “estado de excepción” despolitiza la relación de los ciudadanos con gobiernos casi todopoderosos). Si lo pensamos un poco, sólo en nuestro tiempo, heredero de los ideales de la Modernidad, y con el triunfo de los estados de bienestar, la mera vida (el sólo hecho de la supervivencia) es tenido como el valor supremo que debe resguardarse a cualquier precio. Mantener y fomentar la nuda vita es el más alto fin de las sociedades modernas. ¿Quién discute esto? Nadie. Pero la mera vida humana es sólo una versión refinada de la antigua zoe animal, cuyo fomento era para Aristóteles, por ejemplo, propio de alguien con mentalidad de esclavo.
Hoy se habla del homo consumens y del homo laborans. La vida se alimenta con el consumo, la digestión y el entretenimiento. Consumimos arte, cultura, religión, tecnología… La sofisticación del consumo no cambia la naturaleza del mismo. Tampoco cambia la naturaleza del consumidor.
En otras épocas se enarbolaron valores, actividades y preocupaciones enteramente superiores a la mera vida: gestas, hazañas (la bios politikós griega) valerosas en pos de la inmortalidad; la devoción y la entrega de una vida religiosa; el vivir civile y la República perdurable de los romanos, que Maquiavelo enaltece. Estos ejemplos muestran que el desdén por la vida y la entrega a valores que trascienden la propia seguridad o salud personal era una realidad tangible en otros tiempos.
Hoy damos tanta importancia a la perpetuación de la nuda vita que el temor a perderla nos vuelve inmunes al crecimiento del control y del poder disciplinar de los gobiernos. No tomamos conciencia que en estas circunstancias excepcionales (la pandemia) cedemos derechos y perdemos libertades y garantías que pueden no volver. Desde el 9-11 somos testigos de cómo el aumento de la vigilancia y del control limitan nuestra libertad. No percibimos la libertad como un valor, para el individuo y para proyectos comunes. La prioridad es la vida y en el nombre de la vida naturalizamos restricciones y cedemos libertades, que seguramente no le serán restituidas al depositario natural: el ciudadano común y corriente.
Signo de los tiempos
Una advertencia, dirigida por el hombre al hombre del delirio tecnocrático, al de la carrera enloquecida hacia el abismo, al fanático del trans- o del post-humanismo: hay límites que no nos conviene ignorar, porque esa ignorancia, unida a la hybris, a la desmesura, genera muerte, nihilismo, tristeza, locura. El hombre con su libertad y su poder se ha erigido en dios. Mentira del hombre. Dios nos diría, como al inicio de la historia, la conveniencia de respetar el límite: “No comas eso, porque te va a hacer mal, te va a poner bajo el poder de la Muerte, que es más fuerte que vos. La vas a sufrir y la vas a propagar”. Invitación a amar la humildad, la sobriedad, la moderación.
En este contexto cabe otra pregunta, quizá más audaz, a los hombres consumistas, dominadores, obsesionados por el poder y la economía, fascinados por las luces del espectáculo, sería: ¿Si redescubrimos y saboreamos juntos lo que significan la paz, el silencio, tener un alma, una interioridad, gozar de la amistad, de la verdadera alegría, del compartir, de la posibilidad de extasiarnos con la belleza de un paisaje, de una música, de un poema, de un cuadro, de un rostro? Dios nos diría: “Pueden hacerlo, porque ustedes están creados a imagen y semejanza mía: búsquenme, busquen primero el Reino y su justicia, y lo demás se les dará por añadidura”.
Una promesa y una esperanza: si florece nuestra vida interior, sentimos que nuestro deseo más profundo, el deseo de Dios, no va a quedar insatisfecho. Es más, ya comienza, acá, cuando somos capaces de amarnos como hermanos, porque el amor fraterno no sólo proviene de Dios sino que, como nos enseña san Agustín, es Dios. Es hermoso querer y poder vivir juntos, en el amor. Crear juntos un “nosotros” nuevo, inédito. El COVID-19 nos ha puesto como nunca ante el hecho irrefutable de que estamos todos juntos, para bien o para mal. Lo subrayó Francisco en su oración solitaria ante el Santísimo Sacramento: en una misma barca. Pero en ella también está Jesús, Dios-con-nosotros. En la revelación a Moisés, Dios ha dicho su Nombre: el “Yo soy” (Éxodo 3,14), Nombre divino que, en Jesús, nos incluye entrañable y amorosamente: “Yo –con ustedes– soy” (Mateo 28, 20). Podemos encarnar el mismo deseo inclusivo de Jesús afirmando con nuestras vidas: “Yo quiero ser con ustedes, no sin ustedes”. Eso cambia el mundo.