El 3 de marzo pasado la Conferencia Episcopal Argentina convocó a los medios de comunicación para informar sobre un estudio sociológico respecto de la imagen y práctica religiosa en la Argentina. La investigación, realizada por la firma Voices, fue solicitada por la Comisión Episcopal Sobre el Sostenimiento de la Actividad Evangelizadora de la Iglesia, para analizar distintas posibilidades a futuro. El episcopado español facilitó los fondos para financiarla.
Monseñor Oscar Ojea, presidente de la CEA, cerró el acto con una breve intervención en la que se refirió a los antecedentes de esa comisión. En este sentido, evocó la figura de monseñor Carmelo Giaquinta, quien fue pionero en hablar y escribir con propiedad sobre la cuestión ya hace varias décadas, pensamiento del que CRITERIO se hizo eco y difusor muchas veces. Del mismo modo se evocó el proyecto Compartir, que durante algunos años contribuyó a capacitar a parte de las personas que trabajan en la administración eclesial y a generar una toma de conciencia sobre la importancia de la cuestión del sostenimiento de la obra evangelizadora.
Entre otras informaciones, el estudio presentado recientemente pone en evidencia la importancia de lo religioso en la sociedad argentina, dato que no debe pasar inadvertido para ningún gobierno. Siete de cada diez entrevistados se consideran personas religiosas, que además vinculan su religiosidad más a la vida diaria que al más allá. Casi siete de cada diez argentinos se declaran católicos, y tres de cada diez concurre más o menos frecuentemente a los servicios religiosos (pero sólo la mitad de ellos, es decir, el 16% del total, lo hace semanalmente) .Otro 10% se declara evangélico, 2% de otras religiones y el 20% no tiene pertenencia religiosa.
La imagen de la Iglesia es positiva solamente para el 48% de la población en general y el 61% del total de los que se consideran católicos. Casi cinco de cada diez argentinos piensan que los principales beneficiarios del trabajo de la Iglesia son los religiosos, sacerdotes, obispos y monjas. La mayoría cree que la Iglesia no experimentó cambios o que éstos son insuficientes. A su vez, la mayoría de los argentinos tiene una buena imagen de Cáritas y de los colegios y universidades católicas. Se desea una Iglesia más abierta, inclusiva y tolerante, más coherente con sus prédicas. Al mismo tiempo, es llamativa la falta de conocimientos o la percepción errónea, entre los mismos católicos, sobre cuestiones importantes de la institución con la que se identifican.
Muchos no están familiarizados con el trabajo de la Iglesia (dos tercios de los mismos católicos) ni con sus fuentes de financiamiento. El estudio desnuda lo complejo que resulta hablar del tema: un tercio de los católicos (y más de un tercio de la población en general) cree que “la Iglesia no necesita dinero”.
El 44% de los encuestados tiene la creencia ciertamente errónea de que el principal sostén económico de la Iglesia es el Estado, mientras que sólo el 27% cree que son los propios fieles. Pero cuando se pregunta por el “deber ser”, un sorprendente 59% opina que a la Iglesia debería mantenerla “el Vaticano”, y sólo el 42% cree que deberían ser los fieles (el 17% dice que debe ser el Estado).
Correlativamente pocos declararon que donan o donarían dinero para el mantenimiento de la institución. El 75% de la población general (y el 81% de los católicos) pensaría en donar dinero a la Iglesia para sus obras de caridad, pero menos de la mitad de la población estaría dispuesta a hacerlo para mantener su infraestructura, y apenas poco más de un tercio aportaría para mantener al personal de la Iglesia (entre los católicos, sólo el 43% donaría con ese fin). Menos de cuatro de cada diez católicos se muestran propensos a donar dinero para el sostenimiento.
El hecho de que este estudio haya sido encomendado y posteriormente difundido parcialmente por la jerarquía de la Iglesia es indicativo de una actitud de transparencia sumamente encomiable. Sin embargo, hubiera sido deseable la discriminación por cortes de sexo, edad, nivel educativo, lugar de residencia, etc.; segmentaciones de las que suele obtenerse información mucho más valiosa.
De cualquier modo, lo que se ha conocido del estudio, y de otros más o menos recientes, desmiente visiones tan afincadas en el imaginario eclesial como ilusorias sobre el arraigo y vigencia de lo que hasta hace no muchas décadas era visto como una “cultura católica” monolítica en la Argentina. Si pudo tener vigencia en el pasado, hay que convencerse de que no sobrevivió a los profundos cambios operados desde mediados del siglo XX en nuestra sociedad. Hoy la Iglesia es vista con desconfianza y lejanía por una parte importante de la población, incluyendo muchos de quienes se reconocen católicos.
La decisión de emprender este estudio responde a la necesidad de encarar a fondo la cuestión del sostenimiento de la Iglesia, pendiente desde hace mucho tiempo. Lamentablemente esa decisión no es del todo espontánea, sino en buena medida empujada por la creciente presión de la sociedad y de los gobiernos para terminar con el sistema de aportes (especialmente las asignaciones para los obispos) que materializan la obligación constitucional de “sostener el culto católico”, cada vez más repudiada por buena parte de los argentinos.
Como hemos dicho muchas veces, esos magros aportes estatales son apenas una parte muy menor de los ingresos globales de la Iglesia. Pueden ser significativos para las curias episcopales pero son irrelevantes o inexistentes para las parroquias, capillas y congregaciones religiosas, por ejemplo, que deben proveerse sus propios recursos de la generosidad de los fieles. Sin embargo, su mera existencia genera la falsa convicción (que ratifica este estudio) de que la Iglesia no necesita de esa generosidad, y al contrario, la retrae.
Algunos obispos ya han comenzado a renunciar a esos aportes estatales. Pero el desafío mayor no es ese sino la organización de un sistema moderno, eficaz y adecuado para sostener a toda la obra evangelizadora de la Iglesia. Eso requiere un fuerte compromiso de transparencia y rendición de cuentas al que muchos todavía se resisten con excusas diversas. Los obispos deben también reconocer que el manejo de la economía requiere de conocimientos y herramientas específicos, y que ese es terreno propio de los laicos. También hay mucho para trabajar en los mecanismos de solidaridad intraeclesial, reconociendo la gran diversidad de situaciones y posibilidades entre las diócesis y dentro de ellas mismas. De poco sirve enamorarse de mecanismos que tal vez funcionen en diócesis urbanas y con muchas personas de buen nivel adquisitivo, pero no en diócesis del interior o incluso otras vecinas pero con población con menos recursos económicos.
Debe esperarse también que desde el Estado, los gobiernos cumplan con su parte, reconociendo positivamente el papel y el lugar de la libertad de religión en la sociedad contemporánea, en un marco de recíproco respeto, autonomía y cooperación en favor de las mismas personas a las que Estado e Iglesia deben servir. Pero esto vale no solamente en relación a la Iglesia Católica sino, en la sociedad plural de hoy, con respecto a todas las confesiones religiosas. Para la propia Iglesia esto supone un desafío adicional de diálogo con las otras confesiones para explorar mecanismos que sirvan a todas, sin reclamar privilegios socialmente inaceptables. Este trabajo no puede confundirse con el ecumenismo o con el diálogo interreligioso (que tiene otros objetivos, lenguajes y modos) sino que es política religiosa que debe transitarse con delicadeza e inteligencia, y también con el concurso de laicos idóneos (porque estamos hablando de dinero y no de teología).