
Finalmente están por retomarse las misas en Italia, y volveré a participar de la liturgia con alegría. No pertenezco al número de católicos practicantes que sufrieron mucho esta ausencia y consideraron que significaba un grave vacío en la vida espiritual. Creo más bien que la pandemia, al obligarnos a renunciar a las misas pero permitiéndonos visitar las iglesias abiertas y vacías, ha sacudido oportunamente una frecuentación religiosa a menudo resultado del hábito, en algunos casos vivida como una ocasión social, signada en muchos fieles por una participación superficial, algo tediosa. Esperemos también que con el reanudar de las misas mejoren las homilías, que eran cada vez más pobres, deshilvanadas, previsibles y a menudo largas.
Curiosamente, las misas online han puesto al fiel en contacto directo con el sacerdote, le permitieron seguir de cerca la liturgia, con menos ocasiones de distracción y una mayor comprensión de la celebración. Claro está que faltaba la comunidad, ya no más el sentido de pertenencia advertido sobre todo en el saludo de la paz; pero esa ausencia significaba de todos modos la exigencia de formar parte de algo más grande, que antes dábamos por descontado. Ahora ya no hay nada que pueda darse por descontado.
La brusca interrupción de las acostumbradas misas dominicales –con participación de numerosas personas mayores– ha puesto en primer plano un problema de fondo. ¿Qué es una pertenencia religiosa? ¿En qué consiste creer, y cómo podemos demostrarlo primero a nosotros mismos antes que a los demás?
La cuestión no tuvo tanto que ver con la ausencia de las misas. Mientras sacerdotes y teólogos discutían sobre la comunión espiritual o la necesidad de participar físicamente de los ritos, para todos nosotros –creyentes y no creyentes– la muerte se convertía en un fantasma de categórica y temerosa actualidad; y a la religión se le pedía nuevamente lo que sólo la religión puede dar: una respuesta ante la muerte y sobre lo que sucederá después.
En esto pensaba al entrar en las iglesias abiertas pero silenciosas y vacías, que nos constreñían –como la larga soledad doméstica a la cual estamos obligados– a mirar dentro de nosotros mismos, a preguntarnos cuál es nuestra relación con la muerte, y por lo tanto con Dios. Una relación íntima e intensa, finalmente afrontada al abrirnos a una voz interior que acaso ya no estábamos acostumbrados a escuchar. Una relación ya no mediada por un sacerdote con la propuesta de reglas morales ni por la experiencia concreta de los sacramentos, sino por un trato directo, que apunta al centro de la cuestión: en efecto, las religiones siempre han servido para pensar la muerte, para mirarla de frente, para tornarla rito, de manera de transformar un hecho natural en un evento cultural que nos ayude a vivir nuestros miedos.
Ya no estábamos acostumbrados a pensar en la muerte, expulsada de la vida cotidiana. Los cementerios, a menudo desiertos y abandonados; los funerales organizados en horas de improbable participación, de manera casi clandestina. Durante el rito religioso, cuando lo había, el sacerdote se cuidaba de no referirse a la muerte o a la vida eterna, hablaba sobre todo de amor, palabra tan repetidamente evocada que había perdido significado. Ciertamente también en esos casos nos encontrábamos frente a nuestra muerte, pero todo estaba predispuesto para que pudiéramos regresar lo antes posible a una cotidianidad donde ella no tiene espacio.
Con la epidemia, en cambio, la muerte vuelve a nuestras fantasías, a nuestros miedos. Los moribundos que exhalan su último suspiro solos, sin la compañía de sus seres queridos, nos recuerdan la función de los ritos de pasaje y del acompañamiento en el último momento de quienes mueren. Los ataúdes trasladados sin funerales, en camiones militares, a cementerios alejados, ayudan a comprender, más que muchas palabras, qué importantes son los rituales del adiós y poder visitar las tumbas. La muerte, que habíamos relegado a los hospitales y que pretendíamos mantener lejos, ha vuelto a plantearnos las misteriosas preguntas de siempre. ¿Qué sentido tiene la vida humana? ¿El amor permanece después de la muerte? ¿Ese pasaje del tiempo que termina al tiempo del infinito no necesita rituales para ayudar al alma de quien muere?
Por lo general, ninguna palabra en este sentido surgió de las jerarquías eclesiales, que se limitaron a discutir sobre las misas y a invocar ayudas para los más pobres, que sin duda serán dramáticamente más numerosos. Como si ir a misa y ser solidarios pudieran constituir la respuesta a todo problema, y sobre todo al tema central de la muerte.
Las únicas palabras a este propósito, simples pero llenas de antigua sabiduría, se dieron en Italia gracias al obispo de Bérgamo, cuando les pidió a médicos y enfermeros, comprometidos en una lucha sin cuartel contra el virus, creyentes y no creyentes, que bendijeran a los tantos que morían solos en las salas de los hospitales. Recordó de esta manera que basta estar bautizados para poder bendecir a quien muere, para poder ayudarlo a realizar el paso del más allá sin sentirse abandonado.
Muchos cristianos recordaron entonces algo que ya no suele evocarse: el escándalo de la resurrección, a través del cual Jesús ha vencido la muerte. Sin esta novedad, escribía Wittgenstein, hubiera sido solamente un líder político como tantos otros.
Los acontecimientos de estos meses, las desgracias en las que estamos todos involucrados, han tenido y seguirán teniendo un efecto en la vida de la Iglesia, pero ese efecto no se detallará seguramente con las estadísticas de la participación a las misas. Porque se trata de un cambio interior, ya que cada uno ha estado frente a la muerte y a su relación con Dios en una soledad que alimentó su vida espiritual, aunque no tenga todavía plena conciencia. No sé si aumentarán los participantes de las misas. Creo que serán más los que entrarán en las iglesias vacías, tal como aprendieron en estos meses. Para un instante de reflexión, para escuchar dentro de sí si puede hallar una posible respuesta, si poseemos aún en nosotros lugar para una audaz esperanza en la resurrección.
Lucetta Scaraffia es historiadora, periodista, dirigió durante siete años el suplemento femenino de L’Osservatore Romano.
Traducción de José María Poirier
1 Readers Commented
Join discussionMuy buen artículo. Pone el foco donde no lo ha puesto la institución católica en estos tiempos de pandemia, preocupada sobremanera por multiplicar las celebraciones eucarísticas por «zoom», y también inquieta por la recaudación de las «ofrendas» mediante «transferencias bancarias».
Mientras tanto, los creyentes estamos viviendo este desgraciado tiempo con múltiples preocupaciones, algunas de las cuales, y las más graves, las nombra Lucetta Scaraffia en su reflexión: el problema de la muerte, propia y de nuestros seres amados, nos golpeó el rostro con fuerza.
Las respuestas que siempre nos dió la religión no satisfacen. Necesitamos conectarnos con Dios, con el Otro, con el Absoluto, o como quieran llamarlo. Nada mejor que una iglesia vacía, sin sermones, sin música estridente, sin «guías de misa» que aturdan… A solas con nuestra conciencia. A solas con Dios.
La pandemia nos ha puesto frente a las grandes preguntas de la humanidad, y también ante la fragilidad de las respuestas «de siempre» para las cuestiones más humanas. ¿Lo sabrá ver la institución eclesial…?
Puede ser, si sabemos aprovecharla, una buena oportunidad para replantearnos formas, discursos, dogmas, respuestas nuevas y más afiladas, en lo que tiene que ver con la humanidad, con la espiritualidad, que hoy no son sino sinónimos.