En los Te Deums del 9 de Julio en la Ciudad de Buenos Aires y Tucumán, el cardenal Poli y el obispo Sánchez, respectivamente, no se apartaron de la tradición eclesiástica y reiteraron su reclamo/ exhortación/ súplica por una Argentina más solidaria. Cabe señalar que, haciendo uso de sus poderes proféticos, el presidente Alberto Fernández ya había enviado al Congreso la Ley de “Solidaridad Social y Reactivación Productiva en el Marco de la Emergencia Pública”, que le permitió aumentar por segunda vez las retenciones a la soja en marzo de este 2020. Para evitar cualquier duda sobre su compromiso con la solidaridad y haciendo nuevamente gala de sus virtudes adivinatorias, el Presidente manifestó su apoyo a la iniciativa de gravar con un impuesto extra a las “grandes fortunas”, vía Twitter, el 14 de abril, invocando, como es de rigor, la solidaridad.
El telón de fondo de estas expresiones es la deplorable situación social en nuestro país, con niveles de pobreza e indigencia que llegarían este año al 45% de la población, según declaraciones de Agustín Salvia, director del Observatorio Social de la UCA. Luego de 37 años de democracia, los indicadores de pobreza son peores que los vigentes en 1983 (ver El desafío de la pobreza, un informe elaborado por Leonardo Gasparini, Leopoldo Tornarolli y Pablo Gluzmann entre CIPPEC, CEDLAS y PNUD Argentina).
No obstante la sintonía exhibida por los actores de este intercambio sonoro estilo Pimpinela, el reclamo de solidaridad se reitera con regularidad litúrgica desde hace ya décadas desde distintos sectores. Esto no puede atribuirse a la sordera de los antecesores del Dr. Fernández, de hecho ha ocurrido todo lo contrario, en la forma de mayores impuestos y extraordinario gasto público, que ha aumentado, en relación a nuestro PBI, desde niveles del orden del 27% en las décadas ‘80 y ‘90 a niveles del 42,89% en 2017 (excluyendo los intereses de la deuda pública).
La explicación de este fenómeno reside primariamente en la evolución del gasto público social consolidado, que ha pasado del 11,43% del PBI en 1983 a 30,67% en 2017 (datos disponibles en el área de Macroeconomía de la web www.argentina.gob.ar). Ingentes recursos se han destinado a combatir este flagelo, recursos que, invocaciones a la solidaridad mediante, se han extraído de algunos sectores en beneficio de otros. No obstante la letanía no cesa.
No hay de qué sorprenderse: en realidad la letanía se reitera porque la respuesta no ha servido para modificar la realidad. Sólo ha permitido construir relatos de sensibilidad que, de tan desmentidos por los hechos, suenan insoportablemente falsos.
Veamos esto. Interesa particularmente el diagnóstico que se encuentra detrás de la coreografía de reclamos y respuestas que se generan alrededor de la solidaridad. Cuando algún actor social demanda un país más solidario y el Gobierno de turno responde con un aumento del gasto público que debe ser cubierto con impuestos o emisión monetaria que pagan los supuestos ciudadanos más felices en nombre de la solidaridad, reclamantes y Gobierno comparten un diagnóstico implícito: la pobreza se origina en un déficit de solidaridad que debe ser resuelto por la acción compulsiva del Estado. De ahí se sigue que, necesariamente, una vez solucionado este déficit, desaparecerá su manifestación, que es la pobreza.
Los 37 años de fracasos transcurridos en los que se ha más que duplicado el gasto social sin mejorar en un ápice la situación de los pobres deberían indicar a todos los protagonistas de buena fe que el diagnóstico es equivocado.
El fuerte crecimiento del gasto público como porción del PIB (aun obviando la evolución explosiva del empleo público, que tiene un componente de gasto social tan importante como oculto) y su escaso efecto debería orientarnos a pensar que el problema está en el denominador del indicador. Esto es el PIB.
Al respecto basta mirar la decepcionante evolución del PBI per cápita en el periodo 1983-2018, durante el cual la producción no alcanzó a crecer el 1% anual promedio por sobre el aumento de la población, con el inconveniente adicional de sumar, a la mediocridad, violentas fluctuaciones, con su secuela dramática de impensados ganadores y perdedores en sucesivas crisis macroeconómicas.
Diversos estudios confirman lo evidente: la pobreza argentina es, fundamentalmente, pobreza de ingresos. Esto es incapacidad de ganar lo necesario para alcanzar un mínimo standard de vida. Si la economía argentina no crece en un mundo que sí lo hace, significa que nuestra actividad económica no es competitiva. Situación que trasladada a nivel individual significa que los recursos humanos más productivos se emplean, mientras que aquellos con una productividad menor al costo total de emplearlos caen en la informalidad, hasta componer la persistente masa de pobres que interpela a toda la sociedad.
Nuestra economía no es insolidaria sino no competitiva. La lucha contra la pobreza vehiculizada a través de permanentes aumentos del gasto público financiados con impuestos ha contribuido a dañar seriamente la competitividad argentina, creando un auténtico círculo vicioso donde la solución incorrecta empleada agrava el problema. Así, nuevas homilías (laicas o eclesiales) y sus correspondientes respuestas ven la luz en una suerte de permanente y tristísimo día de la marmota.
La proposición “hay muchos pobres, luego somos insolidarios” es falsa con tendencia a la ridiculez; promueve respuestas públicas que no hacen más que agravar el problema de falta de competitividad y nos condena a continuar hundiéndonos en la pobreza. De la misma forma que no es posible mantener a flote un barco si en su casco se desagota menos agua que la que entra, tampoco es posible revertir la pobreza repartiendo dádivas sin solucionar la falta de capacidad de producir bienes y servicios, a los precios que el mundo está dispuesto a pagar, en cantidad tal que ocupe la mano de obra disponible.
Sin perjuicio de atender situaciones urgentes con medidas racionales, la estrategia a futuro no puede ser otra que lograr mejor competitividad del empleo mediante una profunda reforma laboral que haga compatible la productividad de los desocupados con su costo laboral total.
Como la realidad se impone, llegará el día en que desde un púlpito, una tribuna política, una manifestación de intelectuales o una declaración empresaria se reclame/ exhorte/ suplique por una Argentina competitiva en lugar de una Argentina solidaria. Será el momento en que los pobres comenzarán a transitar el camino para dejar de serlo. La pregunta inquietante es cuánto sufrimiento inútil, cuánta frustración será todavía necesaria para que dejemos de cavar nuestra propia tumba y emprendamos el viaje a la superficie.
José Alfredo Sánchez es miembro del Consejo de Administración de la Fundación Atlas. Actuario, MBA de University of Chicago
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Join discussionExcelente articulo.