Cuando todo vuelve a nacer

Con la Encarnación, el arte también vuelve a nacer. Uno estaría tentado de decir que nace, sin más, otro arte. Vale la pena, antes del examen de cualquier obra, insistir en esa constatación. Dios ya no se oculta del todo sino que se manifiesta en la figura del Hijo, y la obra de arte, a veces de modo evidente y otras veces más cercano al misterio, actualiza, con su sola existencia, la acción de Dios en el tiempo. San Pablo (Colosenses 1, 15-20) es claro: “Cristo Jesús es la imagen [imago, según San Jerónimo] del Dios invisible [Dei invisibilis]”. La frase no podría ser más simple: Dios es tal como él mismo se ha manifestado en Jesucristo. Pero, por otro lado, la condición misma de imago abre una especulación teológica y a la vez estética, y esto es lo que nos importa aquí. Joseph Ratzinger no pasó por alto la particularidad de que, en tanto imagen, Cristo, es decir Dios, no era solamente una distancia infinita sino también una cercanía sin fin. En su himno “Patmos”, Friedrich Hölderlin lo había notado igualmente: “Cercano está / y difícil de aprehender el Dios”. La imago se sitúa del lado de la cercanía, aunque para nosotros deba ser lejanía infinita. “Ya es demasiado tiempo, demasiado / la gloria de los Celestiales invisible”. Sin embargo, él, quien habla en el himno de Hölderlin, “quisiera tener la riqueza / de formar una imagen, y así semejante / mirar cómo era Cristo…” Formar una imagen, ein Bildzubilden. Con la demanda de esa facultad poética, Hölderlin no pretende inducir una instauración historizante y vacía de lo divino ni muestra tampoco impaciencia. Pretende más bien mostrar la competencia que el arte tiene en ese punto respecto de la religión.
La hipóstasis primera, la imago de San Pablo, trae necesariamente consigo la exigencia de una segunda unión hipostática, de tipo artístico. Esto explica que el cristianismo haya sido para Hegel la piedra de toque de todo el arte romántico: el contenido religioso contiene en sí mismo el momento por el que no sólo se hace accesible al arte, “sino que, en cierto modo, precisa de éste”. Lo infinito requiere una vez más de una manifestación finita, que repite la apariencia [Erscheinung] efectivamente real de Dios. Únicamente al arte romántico le fue dada la “formación de la imagen”, la hipóstasis perpetua. Desde luego, lo “romántico” así definido por Hegel es un anacronismo que no se deja encerrar en ninguna prescripción de estilo; uno puede advertir esta particularidad en obras bastante anteriores.
Quisiera detenerme en una Natividad bizantina de la escuela de Rublev (algunos se la atribuyen improbablemente al propio Rublev). La escena es parecida a otras de la misma época, y tan diferente de las representaciones ulteriores. No es cuestión de entrar en descripciones generalistas, sino de prestar atención nada más que a un par de detalles. En el centro, como si se tratara de una excavación en la montaña, está la Virgen, que parece recuperarse del cansancio y le da la espalda al Niño, en la pose de quien quiere dormir. Literalmente más significativo es el propio Niño: vendado como Lázaro (“pañales y mortaja”, dirá desesperado Quevedo) en un pesebre con aire de sepulcro. Es, claro está, una de las maneras de resolver el tópico de la prefiguración de la Pasión en la Natividad. Un ícono algo anterior parece casi una obra en espejo (con la Virgen que mira en otra dirección) pero algo, cierta rigidez de esta última, las distancia, aparte de algunas otras escenas en el interior de la escena. Con Rublev se instauró un tipo de representación que, si se recurre a un símil musical, trae consigo otro ritmo. Realmente, el ritmo, principio constructivo de todo el arte bizantino, se convirtió, morfológicamente, en el tema fundamental de la pintura religiosa rusa. Fue Wladimir Weidlé quien llamó la atención sobre esta condición musical del ícono. Al allegro vivace, que era el tempo preferido de la escuela de Novgorod, Rublev opuso la suavidad de un andante cantabile; al staccato de la organización en el plano, un resuelto legato. La espiritualidad de la visión es la plenitud de la forma en su continuidad. Esto tiene una explicación. En el estudio, diríamos que definitivo, que salió en el número 138 de la revista Sur (abril de 1946), Vera Macarov propone que los íconos “no son cuadros religiosos que ilustran o narran acontecimientos de las Escrituras, sino más bien una traducción plástica de dogmas inmutables”. La narración era más propia del arte antiguo y, posteriormente, del Renacimiento. Pero aquí no hay anécdota alguna, aun cuando podamos identificar bien claramente cuál es el episodio representado. Escribe maravillosamente Macarov: “Es poco decir que sea idealista; es trascendente. No hay en ella naturaleza material: ni día, ni noche, ni espacio, en el sentido humano, ni tiempo”. Anota además otro detalle no menos sorprendente: “En su anhelo de absoluto anonimato, el pintor no toma por punto de partida su propio ojo, sino el del personaje representado […] La verdad material del mundo sólo asoma de vez en cuando en la pintura sagrada”. La devoción del ícono se define negativamente: no por lo que es sino por lo que no es; o mejor dicho: por lo que todavía no es. Ese todavía-no (lo que el filósofo Ernst Bloch llama noch-nicht) es una clave para comprender el vínculo entre arte y Natividad. Por eso decía Ratzinger del adviento que era “presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir”.
Hay también otras posibilidades menos “figurativas”, digámoslo así, de descifrar el asunto. Entre las piezas de Beethoven, Zur Namensfeier opus 115 (conocida en castellano como “Gran obertura para el Onomástico Imperial”) no integra la lista de las más recordadas (tampoco existen tantas grabaciones, y de recomendar alguna habría que buscar la de Igor Markevitch con la Orquesta Lamoureux). Hacia fines de 1824, cuando su invención entraba en eso que equívocamente lleva el nombre de “estilo tardío”, la notoriedad de Beethoven, diríamos incluso su popularidad, había entrado en una fase de franca declinación. En una carta de la época, dice con nostalgia de la fama perdida: “De modo que todo es ilusión, la amistad, el reino, el imperio, ¡todo no es más que una bruma que puede disiparse con un soplo de viento y reconstituirse otra vez de diferente modo!”. Hay que atribuir a esa insatisfacción la decisión de escribir una pieza “oficial” de homenaje al Kaiser. El onomástico alude al 4 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís, nombre también del emperador Franz, pero Beethoven no llegó a concluir la obertura para esa fecha y se estrenó por fin el 25 de diciembre de 1815, en un concierto benéfico (por supuesto, se publicó la partitura y Carl Czerny hizo una reducción para piano). Hay por lo menos dos hechos que justifican detenerse en esta pieza y en su misteriosa elección para un concierto de Navidad. Uno parece no ser del todo musical pero en el fondo lo es. En el título completo leemos que la obra fue compuesta en honor de su Alteza. Pero Beethoven no usa el participio componiert (según la ortografía de la época) sino gedichtet, una palabra que, en muy feo castellano, podría ser “poetizar”, lo que quiere decir que el compositor es más y menos (esto dependerá de la perspectiva) que músico: es además poeta. Al comentar la obra, el crítico Georg Christoph Grossheim, amigo de Beethoven, señala lo siguiente: “Me parece que esta es la primera vez que un compositor, que incluso B., recurrió a la palabra ‘poetizar’ en lugar de la corriente ‘componer’. ¿Lo hizo por su conocido amor hacia el idioma alemán o fue por otra razón? Creo lo segundo. Nuestras composiciones instrumentales no siempre son poemas, pero les gustaría serlo. Un encadenamiento de melodías, aunque sean encantadoras, un despliegue de armonía, aun de los más grandes contrapuntistas, no cumplen por eso la exigencia principal de un poema: la unidad. B. nos ha mostrado que esto es posible”. Beethoven trajo al mundo, por lo menos nominalmente, al compositor romántico. Esa sola palabra define anticipadamente a Robert Schumann, a Franz Liszt, a Alban Berg, y a tantos más.
Pero en esa Navidad de 1815 se hizo manifiesta, claro que para muy pocos (entre ellos quizás el crítico Grossheim, que de todas maneras tampoco podía saber muy bien de qué se trataba), otra simiente de novedad. El motivo melódico de Zur Namensfeier prefigura, justamente, el tema del movimiento coral de la Sinfonía n° 9, con las palabras de la “Oda a la alegría” de Schiller. La alegría ya estaba ahí, pero nadie podía entonces (todavía) reconocerla. Hacia el final del libro El escritor y su sombra, en el ensayo “El arte como remordimiento y como alegría”, el crítico Gaëtan Picon propone una comparación que tal vez viene al caso: “Quizás sea el arte el que nos revela el único amor indefectible, el único amor sustraído a la usura y la destrucción. Amamos a ciertos seres más violentamente de lo que amamos las obras. Pero su amor tiene el gusto amargo del destino”. Las obras de arte, en cambio, ofrecen ese amor incorruptible, y lo hacen precisamente por su novedad sin decaimiento. Picon lo dice mejor: “Las obras que amamos se hallan siempre prontas a nacer: sólo ellas no saben morir ni alejarse”.

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