¿Y el rostro de Dios? ¿Cómo se presenta frente a tanto dolor el Dios que Jesucristo reveló como amor personal, eterno diálogo de los Tres que en el amor son Uno? Algo es cierto: el Dios anunciado por el Hijo, que vino a estar entre nosotros, no es el espectador impasible ante el dolor del mundo, ni mucho menos el árbitro despótico del dolor y de la alegría de sus criaturas. En todo caso, es el Dios con nosotros, que sufre por nuestro dolor ya que nos ama, dolor que él permite porque respeta nuestra libertad, y que precisamente en el Hijo crucificado nos ayuda a llevar la cruz como él lo hizo. La Cruz de Cristo es el lugar en el que Dios habla en el silencio: el misterio escondido en las tinieblas del Viernes Santo y es el misterio del dolor de Dios y de su amor por los hombres. En la muerte de cruz, el Hijo entró en la finitud del hombre, en el abismo de su pobreza, de su dolor, de su soledad, de su oscuridad. Y allí, bebiendo el cáliz amargo, realizó hasta el fondo la experiencia de nuestra condición humana: por el camino del dolor se convirtió en hombre hasta el límite extremo. Y así también el Padre conoció el dolor: en la hora de la cruz, mientras el Hijo se ofrecía en la incondicional obediencia a él y en la solidaridad con los pecadores, incluso el Padre sufrió por el Inocente consignado a la muerte, eligiendo sin embargo ofrecerlo, porque en la humildad y en la ignominia de la cruz se manifiesta a los hombres el amor trinitario por ellos y la posibilidad de ser partícipes. El Espíritu, consignado por Jesús al Padre en el momento de la muerte, fue el vínculo divino en la dolorosa herida entre el Señor del cielo y de la tierra, y quien se había hecho pecado por nosotros, para que al ir más allá se superara la muerte y los hijos conocieran el camino del Hijo hacia la plenitud de la vida.
Esta muerte en Dios no significa, de ninguna manera, la muerte de Dios que el «hombre enloquecido» de Nietzsche vociferaba por las plazas del mundo: no existe ni existirá nunca un templo donde se pueda cantar en verdad el “Requiem aeternum Deo”. El amor que une al Abandonante con el Abandonado, y en ellos al mundo, vencerá a la muerte no obstante aparentemente ésta pudiera triunfar. El cáliz de la pasión de Dios se colmó con una bebida de vida, que brota y emana eternamente (cf. Juan 7,37-39). El fruto del árbol de la cruz es la gozosa noticia de la Pascua: el Consuelo del Crucifijo se esparce sobre cada cuerpo para ser el Consuelo de todos los crucificados y para revelar en la humildad y en la infamia de la Cruz, de todas las cruces de la historia, la presencia confirmante y transformadora del Dios cristiano. En este sentido, el sufrimiento divino revelado en la Cruz es verdaderamente la buena noticia: “Si los hombres supieran –escribe Jacques Maritain– que Dios ‘sufre’ con nosotros y mucho más que nosotros por todo el mal que asola la tierra, sin duda muchas cosas cambiarían, y muchas almas quedarían liberadas”. El “mensaje de la Cruz” (1 Corintios 1,18) invita de manera sorprendente al discípulo a seguirlo: en el camino de la Cruz –en la pobreza, en la debilidad, en el dolor y hasta en el abandono de la muerte– podemos encontrar al Dios de la vida. En el dolor el Señor crucificado está de nuestro lado, con nosotros y para nosotros. Con él es posible convertir nuestro sufrimiento en un camino de fe y un amanecer de vida, cada vez más entregada para los demás.
También en tiempos de coronavirus puede suceder, entonces, lo que aconteció un día por las calles de Galilea: “En todas partes donde entraba (Jesús), pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados” (Marcos 6,56). Tocar a Jesús sana porque es tocar a Dios, ese Dios que se hizo hombre por amor a nosotros, para “tocar” y compartir en todo nuestra condición humana y transmitirnos el don de la salvación que procede de él. El lugar donde ese tocar divino alcanza su cima es la Cruz: allí Jesús hace suyo el dolor de todos, se hace cargo de nuestros pecados y de nuestros males y nos ofrece la plenitud de la vida, en el tiempo y para la eternidad. Sobre la Cruz el Hijo eterno entró también en el abismo de debilidad, de fragilidad, de dolor, de soledad, de oscuridad, que tantos han experimentado y están experimentando a causa del coronavirus. En la Cruz Jesús nos ha revelado el amor de Dios por cada ser humano y la posibilidad de llegar a ser partícipes, todos, sin excepción. Y el Espíritu, consignado al Padre por Jesús que muere, se convirtió en el divino Consuelo, que nos ayuda a vencer el mal, a transformar el dolor en amor, el sufrimiento en ofrecimiento, la enfermedad en curación, la fragilidad en fuerza, incluso ante el flagelo de este virus asolador.
Alcanzados por el contacto con Dios en la cruz y resurrección de Jesús, fuente de vida victoriosa y segura, podremos transitar el oscuro camino de la prueba y hacer escuela de fe y de caridad, manantial de amor que libera y salva: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mateo 10,38 y Lucas 14,27). Quien ama a Jesús crucificado y lo sigue, no podrá dejar de sentirse llamado a aliviar las cruces de los que sufren, en una activa entrega a los demás, en el compromiso diligente y vigilante para hacer de cada calvario un lugar de resurrección y de vida plena. Es lo que hacen muchos médicos, enfermeras, enfermeros y el personal de salud, sacerdotes, trabajadores comprometidos con el bien común y con brindar servicios esenciales durante esta pandemia. En quien se esfuerza por vivir y actuar así, la Cruz de Cristo no ha sido vana (cf. 1 Corintios 1,17). A través de ellos llega a tocarnos la gracia divina, que perdona, sana, conforta y renueva, y se manifiesta la victoria del Señor resucitado a la vida. También de esta manera, Dios nos está hablando durante esta dramática pandemia. Una poesía de Emily Dickinson –voz solitaria del siglo XIX en los Estados Unidos– dice: “Quien no ha encontrado el Cielo aquí abajo / fracasará allí arriba, / pues alquilan los Ángeles la Casa de al lado, / doquiera nos mudemos” (Who has not found the Heaven below/ Will fail of it above /For Angels rent the House next ours, / Wherever we remove. Complete Poems, n.1544).
Es necesario invocar los ojos de la fe para reconocer a “los santos de la puerta de al lado”, tal como los llama el papa Francisco, y seguir sus ejemplos.
El tocar de Dios se ha mostrado también bajo otro aspecto del drama de la pandemia: muchos han experimentado y a menudo descubierto o redescubierto el enorme sostén que les ha dado la fe en este tiempo doloroso. La fe nos da ojos y corazón para comprender que Dios no rivaliza con el hombre, sino que es su aliado más verdadero y fiel. Quien cree en Jesucristo sabe que en la Cruz el Hijo eterno cargó con nuestra muerte y con nuestros pecados para ayudarnos a llevar nuestra cruz. El Dios que es Amor no abandonará nunca a quien confía en él. Gracias a la fe en él, el miedo puede ser vencido por la esperanza, la cerrazón egoísta por un nuevo impulso de altruismo, la soledad por una activa solidaridad hacia los más necesitados. En este tiempo de forzado encierro para muchos, hay espacio sin embargo para la reflexión que supere los estrechos horizontes cotidianos, para la oración vivida y redescubierta como manantial de luz y de paz, para pensar en la necesidad de abandonar la lógica del consumismo y del hedonismo, dominante hasta hace poco. Comprometerse al servicio del bien común, confiando en el Dios que es amor, nos libera del temor, porque nos permite experimentar la verdad que expresa la primera carta de Juan: “En el amor no hay lugar para el temor” (1 Juan 4,18).
*El texto completo fue publicado en italiano como «La fede nel Dio di Gesù Cristo e la pandemia», en Comunione e speranza. Testimoniare la fede al tempo del coronavirus, Prefacio del papa Francesco, a cargo de W. Kasper y G. Augustin (Editrice Vaticana, 2020; en alemán «Der Glaube an den Gott Jesu Christi und die Pandemie», en Christsein in der Corona-Krise. Das Leben bezeugen in einer sterblichen Welt, Mathias Grünewald, Mainz 2020).
Bruno Forte es Arzobispo de Chieti-Vasto
Traducción de José María Poirier
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Join discussionExcelente, y oportuno, artículo. Gracias!