
Además de enfermos, muertos y encierros, la pandemia tiene otros costos; entre ellos está el sufrimiento de nuestros sentidos. Escribimos antes de hablarnos, o lo hacemos virtualmente. Pasa lo mismo con la vista. Tanto el olfato como el gusto son sus víctimas directas. Queda el tacto, ¡y cuánto ha sido acallado el tacto! Consigna básica: mantener distancias. No besarnos, dar la mano ni tocarnos, y menos acariciar.
Queremos en este escrito leer desde la fe algunos aspectos de esta situación. ¿Qué importancia tiene el sentido del tacto? Partimos del hecho de la Creación, para luego reflexionar sobre lo que nos dice al respecto la Encarnación del Verbo. Llegamos entonces al hecho de la Iglesia y su condición sacramental. Terminamos con tres temas puntuales: la “virtualidad”, la “presencia” y la sacramentalidad.
La Creación
Enorme misterio, una maravilla. Llamarnos al ser, a la vida: junto con la naturaleza: el día y la noche, el agua, el aire, la tierra; plantas y animales, mujer y varón y la posibilidad de multiplicarnos. El trabajo y el descanso, el engendrar, el embarazo, la vida y la muerte.
¿Por qué? La Creación es una maravilla doble: la primera es llamar a ser lo que no era; dar vida a otros que no son Dios. Pero hay una segunda maravilla: crear la materia, la carne. Porque, aunque resulte raro, Dios podría habernos creado puramente espirituales. Pero se derramó en la naturaleza y en la naturaleza carnal, material. Fue esta la ultra creatividad de Dios: la materia, y en lo que al ser humano respecta, la carne, el cuerpo. Quiso crear seres “a su imagen y semejanza”. Pero para ello eligió hacernos espíritus encarnados, cuerpo y alma.
La encarnación
Al llegar la plenitud del tiempo quiso hacerse, Él mismo, a nuestra semejanza, carne. Sucedió el pecado, la rebeldía de la libertad. Otro salto en la creatividad, y Dios-misericordia, Padre, Hijo y Espíritu Santo, decide: “hagamos redención del género humano”[1]. Pero la mediación no fue la varita mágica, sino la encarnación, la gran oferta del Hijo: “Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad” (Salmos 39,7; Hebreos 10,9). Su voluntad, su proyecto: uno de nosotros, capaz de ser tocado y de tocar. Lo cual empezó en el vientre de María, célula a célula, alimentándose abrazadas táctilmente por la carne de una Madre.
Jesús nació y creció así, como ser humano, amamantado, acariciado, sostenido por José, aprendiendo a tocar el martillo y la lija, comiendo el pan amasado por su mamá y bebiendo el agua de la fuente y el vino que traería el padre.
Después salió a anunciar el Reino, y lo hizo curando a los enfermos, bendiciendo a los niños, “haciendo el bien” con su corazón, sus manos y sus pies, que caminaron tantos caminos. Y se hizo pan, para ser tocado y comido, para acompañarnos. Luego fue su carne desgarrada, llevado y traído, martirizado. Enterrado, misericordiosamente ungido por mujeres que eran sus amigas, su corporal paso por los infiernos y su resurrección. La ascensión indica que está entero en el cielo, humano y divino, espiritual y corporal.
La Iglesia, encuentro con Dios y de unos con otros[2]
Nos dejó su presencia por el Espíritu que nos alcanza la gracia, estemos donde estemos y como estemos. Él lo había prometido, y sus apóstoles lo habían pedido, con María, su madre. La Iglesia es el grupo de los seguidores de Jesús, la comunidad que lo continúa con la palabra, con la acción multiforme y servidora, y con los sacramentos que nos dan la presencia, regia y familiar, de Jesús entre nosotros.
El Dios encarnado no podía ser continuado, seguir presente entre nosotros, sino en la carne y a través de la carne. Pero no la carne sola ni la carne por sí misma. Solamente las personas humanas tocadas por el Espíritu son quienes seguirán asegurando, desde el día de Pentecostés, hoy y siempre, que Dios está con nosotros, y juega a favor nuestro. En cualquier lugar: donde Jesús es reconocido, también donde todavía la Iglesia no lo ha anunciado (enorme deuda, ésta): en Europa y en Asia, en América y en África, en Medio Oriente, su Patria, y en Australia. El Don del Resucitado no se va, se queda hasta que “Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15,9).
Pentecostés, donde culmina la Pascua, es la boda definitiva de la carne y el Espíritu. La carne, la humanidad entera, no sólo la de Jesús sino también la nuestra, pobre, débil, necesitada, es desde entonces cauce del Espíritu, presencia de la gracia. De muchas maneras, en cada gesto de compasión y generosidad. Pero de manera directa en los siete sacramentos, canales donde se derrama en las personas, sobre la carne y por la carne, la graciosa donación del Espíritu; los sacramentos nos garantizan que vivimos del regalo.
La Iglesia es esta comunidad de los creyentes, de los acogedores del Espíritu a la que el Redentor ha encargado cuidar su Presencia, hacerla posible, consagrarnos, hacernos a nosotros mismos cables de la santidad de Dios, sus alcanzadores. A través del cuerpo.
La autora francesa Francoise Mallet Joris dice que los sacramentos son “nuestro vínculo carnal con Dios”[3]. Y mucho antes, Tertuliano (siglos II-III, África) escribió:
“La carne es quicio de la salvación. Y si bien es cierto que Dios requiere el servicio del alma para su salvación, es la carne quien la hace capaz para dicho servicio. Así, la carne es lavada para que el alma se purifique, la carne es ungida para que el alma se consagre, la carne es persignada para que el alma se fortifique, la carne se pone a la sombra de las manos para que la ilumine el Espíritu, la carne se alimenta del cuerpo y la sangre de Cristo para que el alma se sacie de Dios. Alma y cuerpo no pueden, en consecuencia, ser separadas para la recompensa, ya que el servicio las ha unido”.[4]
En los sacramentos Dios nos da su gracia, Dios se nos da, y lo hace tocándonos, para que su don, su cercanía, sea indiscutiblemente humana, además de divina. Dios está no solamente próximo sino realmente presente. Está de alguna manera en nuestros buenos deseos y obras. Pero donde se nos da sin engaños, donde se nos hace presente, como generoso amante, es en los sacramentos.
Grandeza y límites de la virtualidad
Los medios telegráficos, telefónicos y digitales, si nos fijamos bien, han sido creados para relativizar las distancias. El espacio, y aún el tiempo, han cambiado de sentido. Estar lejos o estar cerca, poder comunicarnos o no saber nada de otros, conocer a mi nieta que está en Sudáfrica, o saber instantáneamente cómo salió el partido de Boca que jugaba en México, y aun ver ese partido, no es mayor problema.
En estos tiempos de pandemia, la virtualidad ha adquirido mayor sentido. Aunque permanezcamos encerrados, podemos hablar con nuestra gente querida y aún verlos. Podemos comprar y vender. Podemos entretenernos con juegos en los que participamos, con series y películas; podemos aprender un idioma con expertos profesores, dar clases por zoom, escribir y publicar una novela, participar en un taller que sucede a miles de kilómetros de distancia…
Pero no podemos tocarnos, darnos el puño, el codo o… un beso y un abrazo.
La presencia personal
Los maestros que dan clase a distancia ven a algunos de sus alumnos, pero de otros solamente ven el nombre en el cuadradito negro. ¿Están? ¿Qué hacen?
La virtualidad es una maravilla. No sólo en tiempos de pandemia, pero aún ahora, los contagiados de COVID pueden seguir muchas actividades por medios digitales.
Sin embargo, la presencia es otra cosa. El diccionario de la Real Academia la define como “estado de la persona que se halla delante de otra u otras o en el mismo sitio que ellas”.
“Delante de”: aún los ciegos perciben que alguien está con ellos. Otro calificativo es “estar con”. Significa que la presencia permite acompañarnos. Se da la mutua presencia, o en otros casos, se la sufre, o se la añora…
“En el mismo sitio”. Habría que agregar, “simultáneamente. Se comparte una misma situación, linda o fea o indiferente. Los medios digitales otorgan una forma de cercanía, pero no la presencia.
Lo que realmente califica la presencia, y la distingue de toda otra forma de cercanía o de comunicación, es el tocarnos. Aún ciegos o sordos, o sin olfato, la mano en el hombro, la cuchara sostenida por quien da de comer al que no puede hacerlo por sí mismo, el beso, el arropar al que tiene frío o acercar un vaso de agua, eso certifica que no estoy solo, que hay alguien de veras conmigo, presente.
También la virtualidad es real, pero le falta esa inmediatez que da la compañía, el tú a tú, el percibirnos con otros, la relación contigua, lindante, tocante, la vecindad, el estar juntos, la proximidad, la cercanía, la presencia personal que acompaña. ¿No será por esto que cuando Jesús nos dio el mandato del amor se refirió a “tu prójimo”, tu próximo?
Cuando no podemos ir a misa, o cuando no dejan que un sacerdote nos convoque en un mismo lugar, en su templo, o en el nuestro, qué maravilla que tengamos la eucaristía por internet.
Pero a Dios le gusta tocarnos. Que lo comulguemos, que lo comamos. Que participemos cara a cara en su Eucaristía, que nos reunamos alrededor de su mesa, que formemos la comunidad presidida por el sacerdote, pero que necesita otros comensales alrededor de este banquete que nos integra en la aventura de la pascua. No basta el sacerdote, no basta vernos u oírnos; estar es otra cosa, estar presentes, juntos en un mismo lugar.
El medio de la salvación
Dice Zacarías, el tío de Jesús, el padre de Juan Bautista, en el himno en el que bendice la proximidad del Mesías: “El Señor ha visitado y redimido a su pueblo”. Lo importante, seguramente, era que nos salvaba. El medio que utilizó fue venir de visita: la Encarnación, donde culmina toda ternura, toda caricia.
Claro que Jesús podía curar a los enfermos con sólo su deseo. Pero quiso tocarlos. Para el enfermo, el sentirse tocado le habla de ser reconocido, de ser tratado en su dignidad. Pero también porque Él mismo, desde niño, había disfrutado el ser tocado: la caricia de María, poder sostener la mano de José cuando éste, su padre en la tierra, estaba enfermo. La salvación del ser humano se realizó humanamente. Se iba realizando mientras el Verbo Encarnado, Jesús, había sido concebido en María, mientras nacía en Belén, mientras jugaba y aprendía en Nazareth. Y ahora se nos da el regalo gratuito del amor de Dios cuando dejamos que nos toque y cuando, a la vez, podemos tocarlo. Alguna relación guarda este hecho con nuestra pobreza, con nuestra necesidad de ser salvados:
“El mejor sacramento ante un enfermo que sufre mucho es el sacramento del gesto, de la ternura. Poner la mano sobre el hombro o acariciar el cabello vale más que el mejor argumento teológico”.[5]
Sin embargo, tocar no es un fin en sí mismo: su grandeza consiste en ser el medio más indiscutible de la presencia y de la cercanía. Y una privilegiada y milagrosa expresión del amor. Los niños nacen cuando dos personas realizan la unión física más completa, más integral, más tangible de la humanidad. Es el amor en su inmediatez el que produce una vida nueva, una nueva persona. Esto es significativo aun cuando ese acto, desgraciadamente, sea muchas veces desvirtuado.
Todo esto no pone en duda sino corrobora el hecho de que Dios se recrea con los hijos de los hombres. Y que su amor hecho Jesús, hecho carne, mientras grácilmente nos salva, gusta tocarnos y que le toquemos. Esto son los sacramentos, siempre presenciales, sobre todo la Eucaristía, donde reúne cara a cara a uno o dos o miles de hijos, alrededor de su mesa.
No es lo mismo la misa virtual: “vayamos a la mesa…”: no la de la TV sino la mía, la tuya, el altar del banquete. Porque a Dios le gusta tocarnos: lo realiza en estos medios tan pequeños: un mueble donde se apoya el alimento, los comensales, el pan, el vino y el comer juntos, mientras celebramos su pascua y nos integramos a ella.
[1] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 107
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 1
[3] Francoise Mallet Joris, Bélgica, 1930-2016, La maison de papier, Paris, 1970, 217, cit por Bernard Sesboüé, Invitación a creer, San Pablo 2010, 48
[4] Tertulliano, De resurrectione carnis liber, c VIIII, PL 2, 806, cit por Sesboüé, ibid, 48
[5] José María Vallarino, “Jesús, conmovido, lo tocó…” Agape, 2006, 27
María Josefina Llach aci es Licenciada en Teología y en Ciencias de la Educación
1 Readers Commented
Join discussionExcelente artículo felicitaciones por la reflexión, así es así es.