
Tanto el Credo llamado Apostólico –el más corto– como el Niceno, niceno constantinopolitano, dicen en uno de sus versos finales: “creo en la comunión de los Santos”.
¿Qué es la comunión de los Santos? O más precisamente, también, ¿qué es la comunión? El vocablo “comunión” es en realidad una palabra formada por otras dos amalgamadas: “común” y “unión”.
Comencemos con un breve cuento: había una vez un pez que vivía en el mar, en el mismo mar en el que había nacido. Gozaba nadando, explorando y sus padres le decían: “El mar, el océano, es algo maravilloso, poderoso, enorme”. Y desde entonces, el pez buscaba el océano. “En” el océano; buscando “el” océano; todo lo que encontraba no era para él más que agua. Se equivocaba: no era capaz de reconocer el océano, porque se aferraba en comprender esa palabra, se apegaba de una manera errónea al término “océano”.
Muchas veces hemos oído “Dios creó el mundo”: Dios lo crea permanentemente con su amor, porque Él mismo consiste en “estar amando”. Es lo que los padres de la Iglesia, ya en la Edad Media, llamaban la creatio continua. Todos estamos saliendo enteramente de las manos de Dios, cada segundo. Si Dios dejara de crearnos sólo un momento, desapareceríamos inmediatamente.
Los hindúes utilizan una expresión muy linda para describir esa creatio continua, cuando dicen que Dios “danza” el mundo: el bailarín y su danza son una sola cosa. No son lo mismo, pero tampoco son dos cosas separadas. Un gran teólogo inglés lo explicó así: “Dios está en la creación, de la misma manera que la canción está en la voz del cantante”.
Imaginemos que estamos en la costa mirando las olas del mar: vemos el agua, vemos las olas. Tampoco son lo mismo, ni dos cosas separadas; pero están íntimamente relacionadas. Sin embargo, muchas veces creemos “escuchar la canción” sin oír la voz del cantante, o miramos la danza sin advertir la presencia del bailarín.
Vivir es hacerlo con Dios, vivir en Él. Comprender que estoy recibiéndome a mí mismo, todo mi ser, de Dios; estoy siendo creado en este momento, en este preciso instante, por su amor; permanentemente Dios nos está haciendo Ser con todo su amor y por lo tanto yo estoy recibiendo mi ser de Dios. No porque seamos dioses, ni iguales a Él, sino porque como creaturas por Él creadas, como seres finitos e imperfectos, no hay manera de ingresar ni de permanecer en la vida que no sea a través de la creatio-continua, de estar continuamente saliendo de las manos de Dios, mimetizándonos con y de Él. Eso es formar parte, ser parte de, in-corporarnos (“en-cuerpo”) al dinamismo creador del Padre, a su amor infinito, gratuitamente entregado.
Comunión, eso es común-unión, unión común. Vivir en Él y Él en nosotros. Sin ser lo mismo, ni tampoco dos cosas diferentes. Lo decía san Pablo: “en Él vivimos, nos movemos y existimos” y la liturgia nos lo recuerda poco después de la consagración “…por Él, con Él y en Él…”.
Es muy difícil tomar plena conciencia de esto y es definitivamente imposible recordarlo, vivirlo a cada segundo, durante toda la vida. Porque Dios, el dios de Jesús, nuestro Abbá, padre-madre, que nos ama infinitamente, quien según san Juan “es amor” porque consiste en estar amando, ese Dios nos rebalsa, nos trasciende. Por eso necesitamos cada tanto, pero con frecuencia, entrar en comunión con Él. Aunque en realidad no es exactamente “entrar en” porque, como decíamos, en realidad siempre lo estamos, sino tomar “consciencia de”, “caer en la cuenta de” esa común-unión de cada uno con el Padre y con todos nuestros hermanos.
Esa unión íntima, profunda, esa amalgama de su Ser [el de Dios] con mi ser, por su esencia infinita, nos mantiene también unidos a [y con] todos nuestros hermanos, todos los seres humanos; unidos íntimamente a la humanidad completa. Y no solamente a quienes hoy viven con los pies sobre este mundo, sino también a todos aquellos que a lo largo de los siglos y milenios habitaron esta Tierra pero ya murieron, ya vivieron su pascua pasando de la vida a la muerte y de la muerte a la Vida. No ni es más ni menos lo que con despabilada claridad Pablo denomina “cuerpo místico”.
“Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros…” (Juan 1,14)
Dios se hizo hombre para que creyéramos en Él, para que todos creamos que Jesús vino al mundo. Y fue precisamente Jesús quien nos dejó la Eucaristía, es decir, el Pan de Vida; nos dejó su cuerpo y su sangre, bajo la apariencia de pan y vino.
Cuerpo y Sangre del Señor: el Sacramento por excelencia. Jesús quiso quedarse entre nosotros de ese modo especial, de una manera viva y real como presencia de Dios que está en medio de nosotros permanentemente, pero allí, en el Pan consagrado, de una forma diferente; ni mejor, ni peor: distinta.
“Donde haya dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,20)
No hay un Jesús que está aquí en medio de nosotros y otro que está en la Eucaristía. Es el mismo, sólo que tenemos distintos modos de su presencia, aunque la presencia es una sola. Como dos personas que se quieren, cada una siente la presencia de la otra, si bien no es lo mismo estar presentes cuando ambas están comiendo sentadas a la mesa, que cuando una está en la casa pensando en la otra y ésta está trabajando lejos, o de viaje, o cuando están amándose: todos son distintos modos de estar presentes, pero en cada presencia está la misma persona.
Allí a nuestro lado, en cada momento, Jesús está presente; lo está con su cuerpo, con su sangre, con su alma, con su divinidad: con todo. Con todo lo que Él es. Y cuando está presente en la Eucaristía, también.
Sin embargo, al reunirnos para celebrar –la Eucaristía– la presencia de Jesús entre nosotros tiene características muy especiales; y nos abrimos más a ella que cuando estamos distraídos en las actividades y los quehaceres diarios, compartiendo un almuerzo, charlando en familia o en grupo de amigos. Congregados en torno de la Mesa del Señor, reunidos para celebrar la Eucaristía, automáticamente nos sentimos más en presencia del Señor; pero el cambio no está en Jesús, está en nosotros. Y lo que ya era una verdadera presencia se transforma, entonces, en un encuentro íntimo con Él.
Cuando comulgo, el pan ya no es pan. No lo como para alimentarme sino que tomo esa realidad como símbolo real para hacer más presente a Cristo en mí, a la persona de Cristo, en mí. Comulgar es todo lo contrario a abrir pasivamente la boca para recibir algo. Es abrir la propia existencia para acoger a alguien en el deseo intenso de poder corresponderle a su amor, con una entrega semejante.
La Eucaristía, entonces, no es hacer presente a Dios, sino un modo de comprender, creer y animarse a acoger su presencia y a hacerla viva en nosotros.
Muchas veces oímos decir que a un enfermo, por ejemplo, “le llevan a Jesús”, en referencia a la comunión. En realidad a Dios no se lo lleva ni se lo trae. Dios está. Está siempre. Está (con) “al lado” del enfermo, con el que sufre y también con el que ríe, con quien goza y con cada uno de nosotros, sus hijos amados. Lo que ocurre con la comunión llevada al enfermo, es que ésta le ayuda con signos visibles y palpables, tangibles, a darse cuenta y a asegurarse de que Dios está con él, para que se deje consolar y confortar por la presencia del Padre.
“… y mi carne descansa serena” (Salmo 15, 9)
En lenguaje bíblico, carne y sangre significan “persona”. La Eucaristía nos permite entrar en común unión con la persona misma de Cristo.
Por eso, comulgar no es una actividad ni una acción, es una experiencia vivida y celebrada. Cada domingo, por ejemplo, es un modo de vivir intensamente la cotidianeidad de la semana: me abro a dar y a recibir; sé apoyarme con confianza plena en el Señor y ofrecer; vivo en comunión y entonces lo celebro allí, en el ritual sacramental de recibir el pan consagrado, que siempre es carne y sangre: carne entregada, sangre derramada, Persona [de Cristo] ofrendada. Sólo la recibo si estoy decidido y dispuesto a ofrendar la mía –mi persona– a Dios y a todos los demás.
Antes de una celebración litúrgica, en el templo, nos preparamos con el silencio, con la disposición interior, abriendo el corazón. Necesitamos un espacio distinto y así, cambiamos el tono de voz, hablamos más bajo e ingresamos en un espacio de recogimiento intenso. A nadie se le ocurriría apoyar libros sobre el altar o recostarse y poner los pies sobre el banco de adelante: toda esa preparación y disposición nos ayuda e invita a acoger la presencia del Padre en nuestra realidad, en nuestra finitud, en “el ahora” de ese momento, y nos permite ser más conscientes de ello.
Sin embargo, no podemos recibir ni percibir más amor que aquel que estemos dispuestos a entregar. Las puertas del corazón para que ingrese el amor son las mismas que las de salida de nuestro amor hacia afuera, cuando amamos a los demás y a Dios. Cuando retaceo mi entrega porque no soy generoso o soy cómodo, egoísta, temeroso o vanidoso; porque me encierro en mi mundo, cuando estoy cerrado “al amar” me clausuro también, al hecho de “ser amado”; no puedo ser amado si no experimento lo que es darme al otro.
La Eucaristía es el modo por excelencia de percibir la presencia del mismo Dios, que siempre está presente y nunca, jamás, nos abandona; el modo por excelencia para descubrirlo de una manera diferente. Dispongamos nuestro corazón para celebrar cada misa con la máxima fe, convirtiendo nuestras luchas, fatigas y desvelos, nuestras preocupaciones, logros y fracasos cotidianos, en una ofrenda al Señor, diciéndole “Aquí estoy yo, con toda mi vida, y te la quiero entregar”. Escucharemos entonces, en lo profundo del corazón, que Él nos dice: “Aquí estoy yo, con toda mi vida, y te la estoy entregando”. Intentemos tener una vida eucarística: entrega y una ofrenda permanentes, para poder acoger la de Jesús en la Comunión.
Ven, Señor Jesús
Si Cristo, quien se nos da en comunión es, además, el modelo para la comprensión de la relación personal con los difuntos, también lo es para la relación con ellos en la eucaristía. Aunque pueda parecer algo chocante, debemos partir de lo fundamental y decisivo: la eucaristía es ante todo y sobre todo, la celebración litúrgica de la muerte y resurrección de nuestro hermano difunto, Jesús de Nazaret. Cuando de verdad queremos reflexionar sobre la celebración cristiana de la muerte, tenemos ahí el núcleo de la comprensión, el foco luminoso desde el que se esclarece su auténtico significado.
Es verdad que somos pecadores, ya que pecamos y necesitamos redención. Fue Jesús, el Cristo de la eucaristía, quien ya nos redimió, por quien Dios nos perdonó con su amor infinito. Otra vez: vida entregada, sangre derramada, alianza de amor, la nueva Alianza.
San Pablo, que bien sabía de pecados, llamaba a todos los cristianos “santos”, en Roma, “Saluden a todos los santos”; enCorinto, “los saludan todos los santos”; a los cristianos deÉfeso, “seguimos haciendo la colecta entre los santos”;o a los de Tesalónica, “ustedes, los santos, han de juzgar el mundo”. Para San Pablo somos “santos”.
Jesús en mí. Yo en Él. Él en nosotros, nosotros en Él: conmigo, con vos, con quienes no conozco, con quienes viven en este mundo, con mis queridos difuntos y con todos los que murieron.
Comunión, común-unión, unidos en común: la comunión de los Santos.