El Catecismo de la Iglesia Católica dice en el n° 1738 que “el derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa” (el destacado es nuestro). En la actualidad, en un contexto general de avance del poder del Estado sobre las libertades individuales –sea por la situación de emergencia producida por la pandemia, sea por el carácter autoritario de algunos gobiernos– la intelectualidad católica (académicos, teólogos, pastores) tiene una especial responsabilidad en proponer y profundizar esta enseñanza sobre la libertad.

Recordemos que en su última encíclica, Pacem in terris (1963),  Juan XXIII asumió la doctrina de los derechos humanos, que a partir de entonces ha quedado ubicada en el centro mismo del mensaje social de la Iglesia, la cual se atribuye competencia para abordar cualquier tema social en la medida en que afecte en modo directo la dignidad de la persona humana. Juan Pablo II dice en Centesimus annus (1991) n.47 que el “reconocimiento explícito” de los derechos humanos es el “auténtico y sólido fundamento de la democracia”, comenzando desde el derecho fundamental a la vida hasta llegar a la libertad religiosa, como “fuente y síntesis” de todos los demás derechos. Sin el respeto de los derechos que salvaguardan la autonomía personal –empezando por la conciencia y la relación con Dios– todos los demás derechos corren el peligro de volverse ilusorios, como muestra sobradamente la experiencia.

De hecho, según este Pontífice, la limitación o negación arbitraria de los derechos que garantizan la libertad, incluso en el campo económico, tienen consecuencias moralmente destructivas para las personas y la sociedad. Enseña, en efecto, en Sollicitudo rei socialis (1987) n.15, refiriéndose a la iniciativa privada:

“Es menester indicar que en el mundo actual, entre otros derechos, es reprimido a menudo el derecho de iniciativa económica. No obstante eso, se trata de un derecho importante no sólo para el individuo en particular, sino además para el bien común. La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida «igualdad» de todos en la sociedad, reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano. En consecuencia, surge, de este modo, no sólo una verdadera igualdad, sino una «nivelación descendente». En lugar de la iniciativa creadora nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático que, como único órgano que «dispone» y «decide» —aunque no sea «Poseedor»— de la totalidad de los bienes y medios de producción, pone a todos en una posición de dependencia casi absoluta, similar a la tradicional dependencia del obrero-proletario en el sistema capitalista. Esto provoca un sentido de frustración o desesperación y predispone a la despreocupación de la vida nacional, empujando a muchos a la emigración y favoreciendo, a la vez, una forma de emigración «psicológica».”

No sería posible, ni aconsejable, que en cada tema la nueva encíclica repitiera párrafo por párrafo las que la precedieron. El contexto doctrinal es un marco que debe darse por supuesto. En este contexto, es cierto que en Fratelli tutti (2020) el papa Francisco –aunque habla con frecuencia de los derechos humanos– generalmente alude a los llamados derechos “sociales”. A su vez, sus menciones a los derechos “individuales” son cautelosas: “Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales —estoy tentado de decir individualistas—, que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico” (n. 111). También señala que los “derechos de los ciudadanos” o los “derechos individuales” no constituyen la única perspectiva posible (nn. 124; 126). Pero sería equivocado interpretar estas advertencias y reservas en el sentido de una contraposición (engañosa) entre derechos “individuales” y “sociales”, cuando más bien es un llamado a armonizarlos en una visión integral de la sociedad.

Por las mismas razones, el hecho de que Fratelli tutti no haga una mención especial al socialismo (en el sentido del socialismo “real”, marxista, y su variante latinoamericana del “socialismo del siglo XXI”) en contraste con la crítica insistente al liberalismo, no significa que el primero ya no esté en contradicción con la enseñanza social católica, ni que se legitime su característico abuso del discurso sobre los derechos sociales como excusa para conculcar la libertad de los ciudadanos. Es importante recordar que ya el Documento de Aparecida (2007) –en cuya redacción el entonces cardenal Bergoglio tuvo un rol protagónico– advertía en su n.74 contra “diversas formas de regresión autoritaria por vía democrática que, en ciertas ocasiones, derivan en regí­me­nes de corte neopopulista”. De ninguna manera se trata entonces de reflotar las viejas y equivocadas contraposiciones entre democracia “política” y democracia “social”; o democracia “formal” y democracia “real”.

Desde que la Iglesia en el siglo XIX afortunadamente dejó de tener a su cabeza un Papa-Rey, a la Santa Sede se le ha reconocido un papel iluminador en las relaciones internacionales, terreno en principio ajeno a las responsabilidades pastorales de los episcopados nacionales. La Iglesia cuenta con la capacidad de hacer valer, en forma coordinada y simultánea, el  papel de diálogo abierto con todos los Estados por parte de la Santa Sede, junto con el testimonio y la palabra de los episcopados nacionales. Una capacidad cuya aplicación prudencial y con sus tiempos se presta a distintas lecturas. En este contexto, pueden evaluarse los frutos reales de las actitudes conciliadoras con los gobiernos cubano y venezolano y las posiciones adoptadas respecto de los episcopados nacionales enfrentados con los gobiernos autoritarios de sus respectivos países, ejerciendo al mismo tiempo, cuando corresponde, un rol moderador.

En la Argentina, hace no mucho tiempo, la imagen de la Iglesia sufrió un serio deterioro cuando una mayoría del episcopado fue complaciente con la última dictadura militar, en ese entonces por el temor a un posible avance del comunismo. Desde luego, no se trata tampoco de proponer una oposición frontal y cerril a regímenes que no respetan los derechos humanos: a veces, como ocurrió durante décadas en Europa Oriental y todavía hoy en China, una actitud prudente protege mejor a las personas y a los creyentes, a quienes no se puede imponer el martirio. Pero, en todo caso, los principios deben quedar siempre claros, evitando ambigüedades.

Las imágenes y noticias llegadas desde Cuba, con multitudes inundando las calles al grito de “Patria y vida”, son un signo claro de que para los seres humanos no hay vida digna sin libertad. Es preciso que, como católicos, no nos limitemos a hablar de algunos derechos, ni de los derechos de algunos, sino de todos los derechos de todas las personas.

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