Los argentinos padecemos inflación autóctona, separada de la mundial, desde fines de la Segunda Guerra Mundial. La intensidad del fenómeno la sugiere el hecho de que, entre 1970 y 1992, a la moneda local le quitamos trece ceros.

En múltiples oportunidades los gobiernos de turno intentaron eliminar el aumento sistemático del nivel general de los precios. Principalmente, a partir de 1952, 1959, 1967, 1973, 1979, 1985 y 1991.

Salvo el de 1979, basado en la “tablita cambiaria” implementada por José Alfredo Martínez de Hoz, los referidos programas antiinflacionarios tuvieron las siguientes tres características: 1) fueron de shock; 2) al comienzo funcionaron, y 3) ninguno fue eterno (si bien su vigencia fue variable: algunos meses, en el plan Austral; una década, en la convertibilidad).

Por eso digo que, en materia de inflación, los argentinos sabemos todo, excepto cómo lograr que perduren los éxitos iniciales de los programas antiinflacionarios.

¿Por qué? Porque no somos capaces de mantener en el tiempo la porción ortodoxa de los referidos programas, específicamente las políticas fiscal y de endeudamiento público, y su consecuencia en el plano monetario.

Cuando, asustados, concurrimos al médico, éste nos prescribe un régimen estricto. El susto nos hace cumplirlo a rajatabla, por lo cual bajamos de peso. Volvemos al consultorio y el galeno nos felicita. La baja de peso mejoró los indicadores clínicos que nos había producido el susto. Contentos, salimos del consultorio, retomamos las viejas costumbres alimenticias, ¡y volvemos a subir de peso!; cuando lo que tendríamos que haber hecho era bajar de peso, y mantenerlo bajo.

En cualquier gobierno todos los integrantes del Gabinete quieren pasar a la historia. Pero mientras el ministro de Economía se inmortaliza controlando el gasto público, sus colegas se inmortalizan subiéndolo. ¿De qué ministro de Transporte nos acordamos bien, del que construyó un ramal de ferrocarril, o del que lo clausuró? De manera que, dentro del Gabinete, la tensión es objetiva. El Presidente de la Nación, ¿a qué lado se inclina? Normalmente, está con el resto de los ministros, intentando “ablandar” al de economía; cuando el primer mandatario entra en pánico, cambia de bando y respalda a su ministro de economía; pero apenas se le fue el susto, “vuelve a las andadas”.

La próxima vez que intentemos reducir la tasa de inflación, pero de manera permanente, la dirigencia política tiene que adoptar decisiones sobre la base de que la restricción presupuestaria no es un invento de los economistas, que no tienen corazón. Lo cual implica revisar los gastos públicos, y la carga impositiva, y sólo en condiciones especiales, y con fines específicos, aumentar la deuda pública.

Los dirigentes políticos intermedian entre los votantes y sus asesores. De manera que la tarea de que las decisiones públicas se adopten teniendo en cuenta la restricción presupuestaria, no sólo involucra a la dirigencia política sino también a la ciudadanía. Hay que explicarle a la gente que lo que ellos hacen en casa, cuando disminuyen los recursos, es lo mismo que tiene que hacer el Estado.

Última, pero de mucha actualidad. Además de la sustancia, un programa antiinflacionario que pretenda ser exitoso, tiene que ser implementado por un gobierno creíble, o que a través del propio programa recupere la credibilidad. Es lo que ocurrió con Raúl Ricardo Alfonsín en 1985, y con Carlos Saúl Menem en 1991. De repente la nueva oportunidad recién se presentará a partir del 10 de diciembre de 2023.

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