Thomas Merton es sin duda uno de los místicos más importantes del siglo XX. En el claustro se le permitía escribir. Su primer trabajo publicado, la autobiografía temprana, La montaña de los siete círculos (1948), logró un notable éxito. Muchos otros libros vendrían después. En ellos, además de la teología y la espiritualidad católica, Merton abordó varios temas atrayentes para la sociedad contemporánea cada vez más plural: los derechos civiles y la segregación racial, la no violencia, el pacifismo y el riesgo de una hecatombe nuclear, el despertar de la conciencia ecológica en el planeta, el diálogo ecuménico y las relaciones entre las culturas occidentales y orientales.

En sus escritos se reconoce claramente la adhesión al verdadero humanismo, la primacía del ser humano sobre la tecnología, la compasión sobre la violencia. Por eso, en su testamento espiritual, la clave de la libertad interior que la vida monástica puede y debe aportar al mundo es la liberación de cada ser humano frente a la creciente opresión de las estructuras. Sin ella, no hay vida social posible. Una vida interior profunda es la base de toda vida exterior fructífera.

El 18 de marzo de 1958 se da la “epifanía” de Thomas Merton en la esquina de las calles Fourth y Walnut en Louisville. “En Louisville, en una esquina de Fourth y Walnut, en el centro comercial de la ciudad, de repente me di cuenta de que amaba a todas esas personas, que eran mías y yo era de ellos, que no podíamos ser extraños el uno al otro a pesar de que éramos totalmente desconocidos… Tengo la inmensa alegría de ser humano, de pertenecer a una especie en la que Dios mismo se ha encarnado. Como si las penas y la estupidez de la condición humana pudieran aplastarme ahora que me doy cuenta de lo que todos somos. ¡Oh, si todos pudieran darse cuenta de esto! Pero esto no se puede explicar. ¡No se puede decir a la gente que todos caminan por el mundo brillando como el sol!».

En este artículo nos enfocaremos en uno de los temas que atrajo a Merton y en el que fue, en cierto modo, un profeta: la ecología, la cuestión de la tierra y la acción depredadora de los seres humanos. La amenaza real del agotamiento de los recursos naturales y el peligro de una catástrofe planetaria, preocupa cada vez más a los intelectuales. Por otro lado, el surgimiento de movimientos religiosos, espirituales y místicos centrados en la contemplación de la naturaleza y la comunión con el cosmos demuestran que las experiencias y reflexiones de Merton anticiparon muchos caminos que la humanidad debería recorrer hoy con más respeto y atención.

La creación como oración

Los elementos de la naturaleza, como rocas, árboles, tierra, mariposas, pájaros, sol, luna, estrellas llevan a orar y alabar al Creador. Merton vio en este camino exterior las huellas del Dios que buscaba por encima de todo. La creación lo hizo estallar en oración, alabanza, reverencia, amor, en cualquier circunstancia y lugar. En este sentido, puede decirse que su mística es terrenal, cercana a lo creado, sin caer nunca en la tentación de escapar del mundo en ejercicios gnósticos de una espiritualización desarraigada.

Hay en sus escritos maravillosas referencias a la dimensión cósmica de la mística y a las experiencias profundas de unión cuando está en contacto con la naturaleza que tanto ama y a la que tiene acceso privilegiado en el monasterio y especialmente en su tiempo de ermitaño.  

Merton siente asombro ante la grandeza del universo. Es un asombro apasionado que lo lleva a inclinarse ante la naturaleza. Una de las cosas que más le gustan es la soledad y el silencio en la naturaleza. Describe el día de su primer viaje al monasterio trapense: “¡El silencio fue un abrazo! Acababa de entrar en la soledad de la fortaleza inexpugnable. Y el silencio que me rodeaba también me hablaba, y hablaba más fuerte y más elocuentemente que cualquier otra voz”.

En esta inmersión radical en el silencio de la vida monástica, Merton nunca olvidó al ser humano y su importancia. Así, también, después de la iluminación y epifanía de la esquina de Louisville, se da cuenta aún más enérgicamente de que el ser humano es un intermediario entre Dios y la creación, un sacerdote que ofrece a Dios todas las cosas sin destruirlas ni dañarlas, llamado a cuidar y trabajar en el jardín del Edén y a contribuir a través de su trabajo en la creación de Dios.

Para él, el mundo fue creado como un templo, un paraíso, al que Dios mismo descendería y viviría familiarmente con los espíritus que allí estaban para cuidar ese jardín. Dios creó al hombre y a la mujer y les confió la tarea de compartir con él el cuidado de lo creado. Hizo al ser humano a su imagen y semejanza, como artista, trabajador, homo faber, como jardinero del paraíso. Dejó a la criatura humana la libertad de decidir por sí mismo cómo interpretar las cosas creadas y cómo entenderlas y usarlas.

Hay un verdadero misterio nupcial que Merton vive en su contacto con la tierra y todo lo que hay en ella. En sus experiencias el elemento erótico estará presente y dará como resultado hermosas e inspiradoras páginas.

Místico y erótico, un binomio indisoluble

En los relatos bíblicos ya percibimos la profunda intuición de que la experiencia y el conocimiento de Dios o del otro pasa por los sentidos y la corporeidad. Así es como Jacob “conoce” a su esposa Rebeca en el silencio y la intimidad de la tienda donde ambos conciben los hijos que tendrán. Todo el linaje de las parejas que pueblan la Escritura –también el Apocalipsis– proporciona la matriz analógica según la cual el lenguaje espiritual hablará de la experiencia de Dios, que “conoce” a su criatura en la intimidad del corazón, despertando sus sentidos mientras le revela sus secretos más profundos y su voluntad transformadora de la historia y la realidad.

En el evento místico, que tiene lugar entre el ser humano y el ser divino, están involucrados no sólo el sujeto que conoce, es decir, el yo, sino el otro, el tú. El otro es alguien que se dirige a mí, me habla y a quien respondo. Otro sujeto, cuya diferencia para mí se impone como una epifanía, como revelación. Es otro cuyo perfil misterioso y fascinante se diseña principalmente en situaciones-límite de la existencia y transforma radicalmente la vida de quien está involucrado en esa experiencia.

El que contemplaba la Belleza Infinita, el Alto Bien, la gloria de la divinidad, será herido para siempre por el encanto bajo el cual el Otro lo ha seducido y fascinado. Y pasará su vida en busca de un nuevo sentido de esta visión que lo deslumbró con tanta fuerza y que ya no puede olvidar. 

En la mística cristiana, la relación amorosa tiene el componente antropológico en el centro de su identidad, ya que el Dios experimentado y amado se hizo carne y mostró un rostro humano. Es por eso que los místicos cristianos de todos los tiempos encuentran palabras extraídas del vocabulario de la sexualidad humana y el amor para describir sus estados del alma y narrar sus experiencias. El goce corporal y afectivo y el dolor serán los canales –aunque pálidos e insuficientes– por los que ellos y ellas buscarán comunicar la experiencia inefable de la que son protagonistas por la gracia y no por su propio esfuerzo.

La experiencia mística recrea completamente a la persona, permitiéndole experimentarse a sí misma como nueva y fresca en las manos del Creador. La experiencia mística es, por lo tanto, constitutiva e inseparablemente una experiencia de amor, que lleva en sí misma el proceso de una nueva creación, con toda su dimensión paradójica de parto y salida a la luz, de dolor y alegría, de belleza y sufrimiento, de ocultamiento y revelación.

La alegría amorosa experimentada tiene como lugar de acontecimiento la carne, con su vulnerabilidad, mortandad y finitud. Y la experiencia de un amor mayor que provoca seducción y fascinación, y suscita al mismo tiempo dolor por la ausencia, la carencia, lo inconcluso, la sensación de no poder realizar la unión y sentir constantemente la pobreza de sus límites y la oscuridad donde brilla la luz soberana, pero que puede esconderse en cualquier momento, dejando el alma sola y entregada a la aridez y la desolación.

En Thomas Merton esta experiencia de amor, hecha de plenitud y carencia, de goce y sufrimiento, es causada no sólo por la mediación antropológica, sino también por la mediación ecológica. 

El “novio” del bosque

El mundo de la naturaleza y la creación no se explora suficientemente cuando se habla de la contribución de Merton a los tiempos modernos y posmodernos. Sin embargo, este mundo jugó un fundamento de enorme importancia en su experiencia de Dios. La lectura de sus escritos, según los expertos, converge en la demostración de una relación íntima y progresiva de dimensión conyugal con la creación como cuerpo de divinidad, al mismo tiempo que observa y revela al Dios que tanto anhelaba ver y conocer.

Así es cuando describe su vida en medio del bosque como una necesidad imperativa y no como un lujo excéntrico, como algunos podrían pensar. Vale la pena citar sus propias palabras: “Vivo en el bosque por necesidad. Me acuesto en medio de la noche porque es imperativo que escuche su silencio, solo, y con el rostro en el suelo, recite salmos, solo, en el silencio de la noche… El silencio del bosque es mi novia y el calor dulce y oscuro de todo el mundo es mi amor y el corazón de este calor oscuro emerge el secreto que se escucha sólo en silencio, pero es la raíz de todos los secretos que son susurrados por todos los amantes en sus lechos en todo el mundo”.

Según su comentarista, Katie Deignan, Merton pasó toda su vida monástica escuchando este secreto que palpita en el corazón de la creación para poder escuchar con éxtasis y responsabilidad, como lo hace el marido con la esposa a la que se ha comprometido a respetar en la alegría y la tristeza, en la salud y la enfermedad, y amar todos los días de la vida hasta la muerte.

La vida monacal siempre se ha distinguido por ese contacto directo, de piel a piel, con la naturaleza y la creación. Ya sea en el desierto o en los bosques, encontraremos a hombres y mujeres de Dios realizando sus experiencias místicas y adquiriendo la sabiduría infundida directamente por la divinidad en contacto cercano y amoroso con la creación.  Con Merton no fue diferente. Así es que cuando el abad lo nombró guardabosques del monasterio, lo que significó restaurar los bosques que habían sido despojados y podados una década antes, su experiencia de soledad y pasión por la naturaleza se radicalizó. 

Descubrió –en su cada vez mayor comunión con la naturaleza– que la siembra, el arado, eran actividades que aumentaban sus otros compromisos monásticos como cónyuge de la naturaleza. ¿No es el cónyuge quien acaricia a la amada y la fecunda?  En medio de esta experiencia intuirá que el verdadero mentor y director de las almas era la naturaleza misma. Y su “matrimonio” con el bosque se intensificó en 1960, cuando comenzó a residir en la ermita. Allí encontró una comunidad más grande y un coro incomparable de seres vivos que se despertaba cada mañana bajo sus pies: los cursos de agua, los campos, los árboles, las ranas, los pájaros, las flores. 

Ahora bien, ¿qué escuchó Merton en su éxtasis en medio de la naturaleza? Escuchó, en sus propias palabras, el dulce canto de las cosas vivas, visibles e invisibles. Y a este coro se reunió, un monje solitario que ofrecía cantos y salmos de gloria y acción de gracias unidos a toda la humanidad. Su subjetividad, única, deseada y amada por el Creador desde toda la eternidad, se abre al cosmos con admiración y reverencia, murmurando en silencio una alabanza que se une al himno de todo el universo, arrebatador y fulgurante.

Merton era un buscador incesante y apasionado de Dios. Una persona muy culta, que había estudiado la rica biblioteca del monasterio y había sido maestro de novicios. Sin embargo, encontró en la fiesta multicolor y polifacética de la creación divina una sabiduría nunca vista ni sospechada, que despertó en sus sentidos espirituales una familiaridad primordial con las criaturas.

Esta afinidad primordial con la creación y el cosmos revela su alma franciscana. Como se sabe, Merton, poco después de su conversión, llamó a la puerta de los franciscanos antes de entrar en la trapa. Fue rechazado, tal vez por su vida anterior, pero mantuvo hasta el final su identidad franciscana.

Francisco de Asís es el gran poeta de la intimidad con los seres vivos, con todas las criaturas del universo: hermano Sol, hermana Luna, Madre Tierra… También los grandes intelectuales franciscanos como Duns Scoto y Buenaventura influyeron en Merton cuando los estudió. La obra de Buenaventura, Itinerario de la mente hacia Dios, marcó profundamente en el joven monje el camino trazado por el santo del alma que recorre los misterios de la creación, el ego y las complejidades del ser. Y según Buenaventura, el camino sagrado comienza a seguir los pasos divinos desde abajo, cuando todo el mundo material se nos presenta “como un espejo a través del cual debemos pasar a Dios, el artesano supremo”.

De manera muy similar, Merton se relaciona con las criaturas y las celebra como sacramentos que reflejan lo que se desborda de la Fuente Divina del amor creativo.  Especialmente en Nuevas semillas de contemplación, encontramos muchos textos donde el monje describe la creación como “el arte del Padre”. Todo el libro está sembrado de descripciones de este amor de Dios que se extiende a través de la creación, provocando la maravillosa respuesta humana: “Porque es el amor de Dios el que me calienta al sol y su amor el que me da la lluvia fría. Es el amor de Dios el que me nutre con café y con pan y sigue siendo él quien me alimenta con hambre y ayuno. Es el amor de Dios el que envía los días de invierno, cuando me siento frío y enfermo, y también el caluroso verano en el que trabajo y mi ropa está llena de sudor. (…) Su amor extiende la sombra de los sicómoros sobre mi cabeza y envía al niño con un cubo de agua de la fuente, en el borde de los campos de trigo, mientras los trabajadores descansan y sus mulas permanecen tranquilas bajo los árboles”.

El silencio, la soledad y el “martirio verde”

Merton era un alma contemplativa y una mente brillante que no buscaba y encontraba a Dios en las esencias teóricas, sino en el cosmos físico. Su amor por la naturaleza era activo, como jardinero y guardabosques, pero también táctil, atlético, incluso sensual.  De su padre aprendió y heredó la costumbre de caminar descalzo por el bosque, oliendo los pinos.

De ascendencia celta, con sangre galesa corriendo por sus venas, se identificó profundamente con los ermitaños y mártires celtas. En comunión con ellos, en el bosque, disfrutó de la Presencia divina por la que juntos habían sacrificado el mundo de la sociedad humana. Thomas Berry, el comentarista que nos inspira, lo describe como “martirio verde”. Su matrimonio con la soledad del bosque permitió a este hombre, huérfano de lazos de sangre en el mundo, sentir la herida de la soledad que se profundiza a lo largo de los años.

Eligió vivir solo en el bosque como refugio para su propio dolor existencial, pero también para reparar la violación de la tierra y los pueblos de la tierra. Allí se convirtió en poeta, manifestante, profeta, preso político y pródigo. Al hacerlo, Merton anticipa algunas intuiciones fundamentales de la teología actual, especialmente la teología política y la teología de la liberación, que tienen en las luchas por la justicia su centro y su fuerza. Y los considera inseparables de la lucha ecológica, por un mundo habitable e impregnado de sostenibilidad.

La reflexión teológica más reciente sobre la creación y sobre el Dios creador presenta algunos hallazgos fundamentales en la vida de la Iglesia de hoy. Uno de ellos nos dice que los imperativos éticos clásicos del pensamiento cristiano –la primacía de la caridad, la lucha por la justicia, la atención preferencial por los más pobres y necesitados– deben ir hoy de la mano del compromiso por construir un mundo habitable, y una actitud de respeto y reverencia por la naturaleza, redescubriendo ante ella la capacidad aparentemente perdida de asombrarse. Se trata de una actitud filial que, en el contexto de una reflexión dedicada a Dios Padre, creador, debería ser una de las consignas de los cristianos en todo el mundo.

Readquirir una mirada contemplativa para ver en el mundo, en todos los seres vivos, la marca común de las criaturas de Dios, la creación divina, la morada de Dios y del ser humano, es un imperativo hoy para el cristiano. A partir de este imperativo, uno puede encontrar las fuentes de inspiración en la vida y la experiencia de muchos santos que son maravillas del Espíritu de Dios, con una verdad de la historia de la Iglesia y una rica tradición. Y también en grandes místicos contemporáneos como Thomas Merton.

El camino teológico cristiano para superar la crisis ecológica debe preguntarse nuevamente sobre el Dios de la revelación judeo-cristiana, de quien la criatura humana es una imagen. Un Dios que se revela no por dominio, sino por renuncia a sus prerrogativas y por la humilde venida hacia su creación para revelarse, morar, conocer y ser conocido. Conocer a Dios, en este sentido, es inseparable de amar. Conocer la creación implicará, modestamente, ser parte de la escuela del amor que observa con respeto y entra en relación. La misma relación afectiva, amorosa y conyugal, como Merton solo y silencioso en su bosque.

La responsabilidad de la creación

En sus escritos, Thomas Merton a menudo reflexiona sobre la obediencia: la obediencia de Jesús, incluso la muerte de la cruz; su propia obediencia, a veces tan difícil, a sus superiores. Pero también entiende la obediencia a la responsabilidad hacia la tierra y la creación. Escribe: “Obediente a la muerte… Quizás el aspecto más crucial de la obediencia cristiana a Dios hoy en día se refiere a la responsabilidad de los cristianos en una sociedad tecnológica con respecto a la creación y el deseo de Dios para con la creación.  Obediencia a la voluntad de Dios con respecto a la naturaleza y al hombre –

respeto por la naturaleza y amor por el hombre– en la conciencia de nuestro poder para frustrar los designios de Dios para con la naturaleza y para con el hombre; y no corromper y destruir radicalmente los bienes naturales mediante el uso engañoso y la explotación ciega, especialmente por el despilfarro criminal”.

Merton tiene en su mente, al mencionar estas cosas, la pregunta fundamental: ¿Cuál es la actitud de los cristianos hacia el mundo creado por Dios? Contemplación y trabajo. A través de la contemplación, podemos reconocer la belleza de la creación. A través del trabajo, podemos transformar la naturaleza para el bien de la vida, vencer el mal y el pecado por el bien y la gracia. Nuestra misión es mantener el equilibrio entre la preservación y la transformación de la creación. No sólo podemos preservar, porque el mundo nos ha sido dado para vivir en él. Dios Padre quiere que usemos nuestra inteligencia para transformar las obras del mundo en bienes necesarios para nuestras vidas. Pero tampoco podemos usar y abusar de las cosas del mundo, manipulando todo de acuerdo con nuestros intereses egoístas, porque de esta manera nosotros y el mundo terminaremos en la destrucción. Nuestra misión es reflejar la bondad creativa y el amor salvador de Dios Padre. Para esto tenemos un mandamiento positivo: Puedes comer de cada árbol en el jardín”. En primer lugar, el amor de Dios Padre es de aliento a nuestra libertad, para que podamos utilizar todos los bienes que él nos ha dado, en la búsqueda del bienestar compartido, en la solidaridad y la justicia.

La mística integrada de Thomas Merton

Dios Padre quiere hacer efectiva ya, en la creación y en la historia, la salvación que se consumará en la meta-historia. Mientras lo espera ansiosamente, el cristiano está llamado a amar con todo su corazón este mundo al que Dios Padre “amó tanto que envió a su Hijo único” (cf. Juan 3, 16-17) y sobre el cual derrama y siempre derrama de nuevo el Espíritu de vida y santidad.  La “figura” y el propósito de la relación Hombre-Dios-Naturaleza es, por lo tanto, el amor. No sólo amor afectivo sino también efectivo y transformador.  Amor que sabe encantar y contemplar, pero también experimentar, luchar y sufrir.

El cosmos y el hombre llevan en su ser, por lo tanto, su destino común. Destino que es la salvación. Portador y medio de salvación, el cosmos nos dice hoy que lo que se crea es lo que se salva. El cosmos es, entonces, nuestro espacio soteriológico, donde podemos experimentar y ser experimentados por el Espíritu de Dios que habita la creación desde dentro como un don amoroso y redentor.

Por otro lado, el hombre es responsable del futuro del cosmos, teniendo ante sí la llamada no sólo a construir una historia y un futuro para su propio crecimiento y progreso, ignorando al resto de lo creado, sino a cuidar y asegurar la habitabilidad y la plena supervivencia de todo ser vivo, de toda la creación.  La interpelación ecológica escuchada y obedecida por la fe y la teología puede ayudar a garantizar hoy el no olvido de esta fecundidad mutua de la persona y del planeta.

Merton vivió esta interpelación y respondió con todo su ser.  Es por eso que el mundo no humano también lo incluye en el concepto de compasión. No dejó tratados sobre ecología, porque cuando murió, aún no había ganado la figura que tiene hoy. Pero a lo largo de su obra encontramos la enseñanza fundamental de que la naturaleza nos enseña la conexión de todo con todo. Y de que la naturaleza está siendo violada y requiere una actitud de compasión y la necesidad de actuar, transformando una espiritualidad abstracta en espiritualidad encarnada.

Como dice Olivier Clément, la naturaleza es el sacramento de la presencia de la Trinidad Creadora que la hace su morada. Así, “el universo es un texto Trinitario… y las criaturas son como letras de un alfabeto”. Thomas Merton experimenta en su cuerpo y su corazón que estamos hechos de la misma materia que los minerales, los vegetales, los planetas y las galaxias, lo que amplía enormemente nuestro parentesco más allá de los lazos familiares y nacionales, y determina el respeto por el planeta que nos envuelve. Allí está la reverencia y la solidaridad con el universo, que es el principio y el final de nuestra peregrinación humana. Estamos hechos del polvo de la tierra y de las estrellas, somos seres vivos capaces de creer, esperar y amar. “Nuestra carne y huesos provienen de otras estrellas…”.

María Clara Lucchetti Bingemer es escritora, teóloga y profesora en la Universidad Católica de Río de Janeiro

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