En este artículo nos interesa particularmente el modo cómo la encíclica Laudato Si. Sobre el cuidado de la casa común aborda la dimensión cultural de la ecología. (1)
La alarma ecológica en el siglo XXI
Seremos conocidos en la historia de la humanidad y el cosmos como las primeras generaciones de la Era Ecológica. Es en el siglo XX, especialmente en la segunda mitad, cuando se desarrolla gradualmente la conciencia práctica de que la infelicidad de los seres humanos también se extiende al planeta Tierra y que el destino de todas las criaturas está intrínsecamente relacionado. A partir de los años setenta, la cuestión ecológica, formulada en términos de crisis, preocupación, peligro, amenaza y destrucción de la naturaleza y del planeta, se convirtió en una problemática fuera de control.
En los últimos tiempos, la turbulencia del mundo ha adquirido intensidades que nos sumergen en una constante angustia y alarma, ya que el escenario más sereno y el contexto más acogedor se transforman, en una fracción de segundo, en lugares de tragedia, de dolor, de absurdo, de sangre, de lágrimas y de muerte. Son muchos los acontecimientos, a nivel local y global, que hacen de éste un tiempo inclemente, sin compasión, sin piedad, sin perdón, sin paz. Sabemos que no podemos ni debemos cargar todos los dolores del mundo en nuestra mente, en nuestro corazón ni sobre nuestros hombros. Es demasiado para una persona. Sin embargo, recuerda el papa Francisco, necesitamos conocer los problemas y no ignorar los dolores de la Tierra “para tomar conciencia dolorosa, para atrevernos a transformar lo que sucede en el mundo en sufrimiento personal” (Laudato si, 19). Por eso, el Santo Padre no se ahorra ni nos ahorra el trauma de encontrarnos con la vulnerabilidad de nuestra casa común y la vulnerabilidad de cada una de las criaturas que la habitan. Para que ya no seamos “testigos mudos”, escribe (cf. LS 20-61).
En este incipiente tercer milenio, el planeta está cargado de dolor. Un grito se eleva desde esta tierra que realmente se ha convertido en un valle de lágrimas. “Dios llora en la tierra”; el ser humano ya no canta salmos de alabanza; gritos de terror se escuchan por todas partes. La tierra cansada, agotada y herida, clama y se impacienta. Las palabras de la benedictina Hildegarde de Bingen (1098-1179) resuenan hoy: “Todos los elementos del mundo, que antes estaban en gran serenidad, entraron en la más viva inquietud, mostrando terribles signos de miedo”2. En el mismo tono y con la misma relevancia para la actualidad, el monje oriental del siglo X, Simeón, El Nuevo Teólogo, describe la revuelta de los elementos del mundo: “El sol no quiso brillar, la luna no pudo soportar tener que aparecer ... las fuentes ya no querían fluir, el agua de los ríos se negaba a correr ... las bestias y todos los animales de la tierra ... miraban al hombre con desdén ... el cielo parecía haber empezado a moverse para caer sobre él con justicia y la tierra se impacientaba con sus pasos”3.
La recomendación del filósofo e historiador francés Michel Serres parece sensata cuando dice que “hay que dejar de reducir lo real a imágenes aterradoras”, pero, del mismo modo, es necesario tener presente que, recuerda George Steiner, “el ser también puede ser concebido como puro terror”4. De hecho, se puede escuchar en todas partes “los gemidos de la Hermana Tierra, que se unen a los gemidos de los abandonados del mundo, con un lamento que nos exige otro rumbo. Nunca hemos maltratado y herido nuestra casa común como en los últimos dos siglos” (LS 53), dice el papa Francisco.
Muchos de nosotros estamos tentados de preguntarnos: “¿qué tengo que ver yo con esto?” Esta pregunta ilustra adecuadamente el diagnóstico realizado por el Santo Padre: “El problema es que todavía no tenemos la cultura necesaria para afrontar esta crisis” (LS 53), y prosigue, en otro párrafo: “La dificultad de tomar en serio este desafío tiene que ver con un deterioro ético y cultural que acompaña al deterioro ecológico” (LS 162) que, a su vez, está directamente ligado al hecho de que “cada época tiende a desarrollar una conciencia reducida de sus propios límites” (LS 105). En realidad, el dramático desajuste entre las dimensiones técnicas y éticas de la acción humana significa que las producciones del espíritu creativo e inventivo, concebidas para el servicio del ser humano y del mundo, terminan por convertirse en dominadores –por debilitamiento del sentido crítico e incluso la ausencia de mecanismos de evaluación, control y validación– y dicta la manera de cómo el mundo y la vida concreta de las personas avanzan.5 El Santo Padre llama específicamente la atención sobre la insuficiente conciencia y definición de límites en el campo de la tecnología, lo que significa que el desarrollo tecnológico no va acompañado “de un desarrollo del ser humano en términos de responsabilidad, valores y conciencia” (LS 105). No es de extrañar, por lo tanto, que la lógica dominante en la relación entre el ser humano y el mundo y los bienes del mundo sea la del consumo y el “gasto” (Hans Jonas). Todo se convierte en un bien de consumo: consumimos la naturaleza, consumimos a los demás, consumimos a Dios y nos consumimos en la codicia compulsiva; consumimos para consumir, en busca de un alimento que satisfaga nuestra hambre tantas veces saciada de posesiones, pero hambrienta de una buena vida para todas las criaturas.
La crisis ecológica apunta y expresa una crisis más global, más allá de los límites de la simple ecología ambiental. El profundo y dramático malestar y el mal vivir de gran parte de la población mundial culminan hoy en dramáticas rupturas en la relación del ser humano consigo mismo, en la relación interpersonal, en la relación con todas las demás criaturas, con el Creador, en su forma de habitar el mundo, en la conciencia de su lugar en el mundo y de su responsabilidad personal en el cuidado del mundo. En realidad, la pérdida de relaciones armónicas y fecundas con la naturaleza, con los demás y con uno mismo provoca rupturas que se expresan en la crisis ecológica ambiental –
relaciones entre la humanidad y la naturaleza– y en la crisis de la ecología humana: crisis de la alteridad manifestada en crisis de la relación con lo semejante, la cultura, la sociedad, la religión, y la crisis de la interioridad expresada sintomáticamente en la depresión del Yo y la pérdida de un sentido benéfico del Yo.
En definitiva, la crisis ecológica no sólo revela el grave desequilibrio del mundo natural y las dificultades para la supervivencia, sino también la extinción efectiva de innumerables especies animales y vegetales. Nuestro tiempo se encuentra, simultáneamente, en un proceso continuo de devastación humana, que se manifiesta en una crisis generalizada de sociedades e individuos; se manifiesta en tiranías locales y globales, políticas, culturales, económicas, religiosas, personales e interpersonales; se manifiesta en el clamor que surge de la Tierra: un clamor humano de pobreza, hambre, enfermedad, injusticia, violencia, persecución, exilio, ultraje a la libertad, la fraternidad y la igualdad; un clamor de la naturaleza: aplastada, explotada, exhausta, debilitada, intoxicada, ahogada en la sangre de los mártires; un clamor de Dios que repite hasta los confines del mundo las preguntas primordiales: “Adán, ¿dónde estás?” (Génesis 1,9) y “¿Dónde está tu hermano Abel?” (Génesis 4,9).
El momento actual es de urgencia ecológica por los graves desequilibrios y el riesgo inminente de alteraciones irreversibles de los ecosistemas naturales y humanos. Además de las intervenciones concretas que se requieren de manera inmediata, se ha convertido en un imperativo para la humanidad considerar el tema ecológico no como un tema “periférico”, sino como un asunto crucial que debe abordarse hoy y siempre.
Con la encíclica Laudato si, el papa Francisco, resumiendo la preocupación ya expresada por sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI, invita al mundo entero a “reflexionar sobre los diferentes elementos de una ecología integral que incluya claramente las dimensiones humana y social” (LS 137). Ecología integral que destaca y considera el “vínculo inseparable” (Benedicto XVI) entre la ecología ambiental y la ecología humana en todas sus dimensiones6.
Hannah Arendt, en su ensayo sobre la crisis de la cultura, no utiliza la palabra “ecología”, pero ciertamente no por eso su pensamiento es menos rico y generoso al proporcionar temas y claves para leer el pensamiento ecológico del Santo Padre en esta materia de la cultura.
La cultura es amor en el mundo
El lector del texto de Arendt sobre La crisis de la cultura identifica rápidamente la crítica radical a la sociedad de consumo y la cultura de masas. Sin embargo, destaca otro rasgo, incluso el que preside y permea toda la reflexión y que Arendt pretende sacar a la luz: un sentido de la cultura “como continuidad del mundo y como amor al mundo”7. Este enfoque puede verse como una invitación a reflexionar sobre la naturaleza del vínculo que existe entre la organización social y política y la forma en que nos relacionamos con el patrimonio cultural y el sentido del mundo y nuestro lugar en él.
Arendt toma la palabra y el concepto de cultura de la antigua Roma: “deriva de colere - cultivar, vivir, cuidar, mantener, preservar y regresar primitivamente al comercio del hombre con la naturaleza, en el sentido de cultura y cuidado de la naturaleza con la intención de tornarlo adecuado como hogar humano. Como tal, la palabra cultura indica una actitud de tierna preocupación y contrasta claramente con todos los esfuerzos por someter la tierra al dominio del hombre”8, concluye. Se ve claramente cómo la etimología latina puede ser fecunda para la fundamentación y configuración de una cultura natural –que se opone, como veremos, a lo que podemos llamar cultura artificial, característica de las sociedades de consumo que consumen cultura y cultivan el consumo– porque, de hecho, para los romanos, la conexión de la cultura con la naturaleza siempre fue fundamental, la cultura como agricultura “que era muy apreciada en Roma, a diferencia de las artes poéticas y las manufacturas”9, recuerda Arendt.
La actitud principal del Homo faber hacia la naturaleza es la de un agricultor, con el objetivo principal de cultivar en la naturaleza “un lugar habitable para un pueblo”.10 Este rasgo determina gran parte del contenido que naturalmente sugiere la palabra cultura, “más allá del cuidado de los monumentos del pasado”, y al mismo tiempo introduce el concepto de mundo. Para Arendt, la ordenación-cultivo de la naturaleza para convertirla en un lugar habitable –una morada, una casa, un refugio que permita a los seres humanos vivir en la tierra durante su estadía allí– por sí sola no engendra un mundo y no determina una cultura. “Esta casa terrena sólo se convierte en mundo, en el sentido propio del término, cuando la totalidad de los objetos manufacturados se organiza hasta el punto de resistir el proceso de consumo necesario para la vida de las personas que allí habitan y, por lo tanto, de sobrevivir. Sólo cuando se asegura ese sustento hablamos de cultura; sólo allí donde nos enfrentamos a cosas que existen independientemente de cualquier referencia utilitaria y funcional, y cuya calidad permanece invariable, hablamos de obra de arte”11, como cultura inspirada en el “amor a la belleza”, sostenida por la “alegría desinteresada” y entregada de generación en generación como patrimonio del mundo común –puro “mundo de las apariciones”– irreductible a cualquier tipo de posesión, instrumentalización o mercantilización. Sólo en este sentido puede decirse con propiedad que el Homo faber es el Homo culturalis.
La idea de que hay formas de habitar el mundo y cultivarlo que no engendran cultura, sino que destruyen la cultura y, con ella, el mundo y la vida de todas las criaturas del mundo, se fundamenta en la crítica de Hannah Arendt a la cultura de masas. En sus palabras, esto surge cuando “la sociedad toma posesión de los objetos culturales, y su peligro radica en el hecho de que el proceso vital de la sociedad... literalmente consumirá los objetos culturales, los tragará y los destruirá”12.
La cultura de masas como pérdida del mundo
Hannah Arendt comienza refiriéndose a la inquietud que se instaló entre los intelectuales de los años ‘50 del siglo XX por el fenómeno de la “cultura de masas”, directamente ligada a la “sociedad de masas”, expresión que circulan simultáneamente y que se identifican tácitamente entre sí: la cultura de masas es la cultura de la sociedad de masas13. Arendt llama la atención sobre un aspecto que considera significativo y que tiene que ver con la evolución valorativa de las expresiones. Si bien, en su aparición, las expresiones adquirieron una “connotación fuertemente peyorativa, implicando que la sociedad de masas era una forma depravada de sociedad y la cultura de masas una contradicción de términos”, ahora “se han vuelto respetables y objeto de innumerables estudios e investigaciones cuyo principal efecto... es ‘añadir lo kitsch a una dimensión intelectual’”14. Ella justifica esta “intelectualización del kitsch” con el hecho de que “la sociedad de masas, nos guste o no, permanecerá en el futuro previsible”.15 Arendt critica el “filisteísmo16 cultural y cultivado... de la sociedad europea donde la cultura ha adquirido el valor del esnobismo y donde se ha convertido en una parte inherente de la posición social en la que se es educado lo suficiente para apreciar la cultura”.17 No por eso deja de ser un puro filisteu –consumidor rudo, inculto e ignorante de cosas culturales reducidas a “bienes sociales”–, hombre de masas cuyos rasgos psicológicos destacan “su abandono –y el abandono no es ni aislamiento ni soledad–independientemente de su capacidad de adaptación; su excitabilidad y su falta de criterio; su aptitud para el consumo, acompañada de su incapacidad para juzgar, o incluso distinguir; sobre todo, su egocentrismo y esta alienación del mundo que, desde Rousseau, se entiende como alienación del yo”.18
Arendt apunta a la voracidad consumista característica de la sociedad de masas, que no puede resultar en “una cultura de masas, que en realidad no existe, sino un ocio masivo que se alimenta de los objetos culturales del mundo”.19 Ahora bien, si “la cultura concierne a los objetos y es un fenómeno del mundo”20, el ocio, por el contrario, concierne a los individuos e implica, como toda la dinámica de la vida, el consumo de bienes culturales dominados y transformados en “objetos divertidos”. Y Hannah Arendt concluyó: “Las comodidades que ofrece la industria del ocio no son ‘cosas’, objetos culturales, cuya excelencia se mide por su capacidad para sostener el proceso vital y convertirse en pertenencias permanentes del mundo... Tampoco son valores que existan para ser usados e intercambiados; son bienes de consumo destinados al agotamiento, como cualquier otro bien de consumo”.21 Es en este nivel donde se puede hablar de una crisis de la cultura enraizada en la “superposición de un mundo artificial al mundo común”.22 Crisis de la cultura también a través de las “metáforas de sustracción” (Charles Taylor) que reducen la cultura a “obras del espíritu” para el consumo ciudadano, dejando de lado y desvalorizando la cultura de la tierra que alimenta a la ciudad, pero que los habitantes de la ciudad ignoran porque sólo ven los productos transformados por la industria alimentaria y no comprenden hasta qué punto su supervivencia depende de los hombres y mujeres que están en los campos23, dice la filósofa francesa Corine Pelluchon. Esta cultura artificial que reemplaza al mundo común se impone como cultura de masas en un mundo ideológicamente formateado en el rechazo a la cultura, al arte y al ingenio popular.
En definitiva, la cultura y la sabiduría populares se reducen también a “lugares” de ocio, turismo, curiosas reservas folclóricas de consumo, sometidas a las lógicas manipuladoras de los poderes publicitarios y apresadas por los engranajes de la industria tecnocrática y del poder económico. Este Brave Cultural New World es un hipermundo perdido en la cultura como amor al mundo y como el arte de cultivar bien un mundo.
El camino que nos ha llevado a este punto nos permite decir que la encíclica Laudato si no es el resultado de una mera subjetividad o un capricho ideológico estrafalario. De hecho, como veremos a continuación, está inscripto en la corriente de pensamiento que se abre paso a la resistencia a cualquier intento de deshumanizar lo humano, artificializar el mundo y “banalizar el mal”, defendiendo la herencia de la belleza y el bien, que sobrevive a la erosión del tiempo y la usura del consumo; forma parte del ideal práctico de cultivar el amor por el mundo mientras se construye una casa cósmica común que pueda ser llamada mi hogar por todas las criaturas.
Avanzar en una urgente revolución cultural (LS 114)
En los cimientos de una “ciudad habitable”, dice el papa Francisco, se encuentra la “identidad común” del lugar. Identidad cuya matriz es tanto el patrimonio natural como el “patrimonio histórico, artístico y cultural” del lugar (LS 143). El Papa llama la atención sobre el cuidado de las “culturas locales”, ya que son una expresión de la identidad de un pueblo, forjado a lo largo de los siglos, resistente a las modas artificiales de cultura, que sobrevive al pueblo y es legado a las generaciones futuras como patrimonio común. En esta identidad se conoce y se conserva el ingenio y el arte de un pueblo, así como la forma concreta en la que cultiva y cuida la tierra para brindar un espacio solidario y acogedor donde sentirse como en casa. Esta dimensión hogareña del mundo involucra la cultura del lugar en su monumentalidad –preservación de construcciones del pasado– y particularmente la cultura local en su “sentido vivo, dinámico y participativo”, cuya sabiduría acumulada asegura que el “valor intrínseco del mundo” (LS 115) no se devalúa ni se debilita.
La devaluación y el debilitamiento del mundo significarían que el ser humano sería devaluado, debilitado o incluso reemplazado en la misión inherente de cultivar un mundo, entendido aquí en el sentido que la antigua Roma atribuye a la cultura y que Hannah Arendt nos ayuda a recuperar. Por eso, el papa Francisco recuerda lo “importante que el punto de vista de los habitantes del lugar aporte…” (LS 150) y lo importante que es reconocer y promover instancias ecológicas de diálogo entre el saber científico-técnico y el saber-sabiduría popular en sus innumerables expresiones. “Es necesario asumir la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas” (LS 144). Esto “requiere constantemente el protagonismo de los actores sociales locales, desde su propia cultura” (LS 144). En línea con la crítica de Arendt a la sociedad y la cultura consumistas y de masas, el Papa recuerda la importancia de las culturas locales precisamente en su inmensa diversidad, que las convierte en un “tesoro precioso de la humanidad”. Son lugares de verdadera humanidad, resistentes a “la visión consumista del ser humano” –visión materialista de la felicidad y el buen vivir–, que tiende a “homogeneizar las culturas y debilitar la inmensa diversidad cultural” (LS 144). Son las bellas artes del mundo, más democráticas que las bellas artes pero también más vulnerables a la fuerza hegemónica y homogeneizadora de la globalización. Por lo tanto, es necesario cuidar las culturas locales, ya que “la desaparición de una cultura puede ser tan grave o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal” (LS 145), insiste el Santo Padre.
La crítica desde muchas áreas del conocimiento, dirigida a los modelos de desarrollo moderno –basados en el mito del progreso ilimitado de la ciencia y la tecnología, como herramientas suficientes para la construcción de un “mundo perfecto”– se suma, en esta Era Ecológica naciente, la crítica que brota del propio mundo, en forma de crisis profunda, en su dimensión ambiental y en su dimensión cultural (de la tierra cultivada en el mundo). Y esta crítica, al exponer heridas abiertas en carne viva en el cuerpo del mundo, denuncia las brutales devastaciones provocadas por la explotación desenfrenada que, al arrasar el medio ambiente, puede “agotar no sólo los medios de subsistencia locales, sino también los recursos sociales que permitieron una forma de vivir que sostuvo, durante mucho tiempo, una identidad cultural y un sentido de existencia y convivencia social” (LS 145). De ahí la inmensa preocupación expresada con respecto a los grupos étnicos minoritarios. El Papa se refiere explícitamente a los aborígenes, diciendo que deben ser “los principales interlocutores, especialmente cuando se avanza con grandes proyectos que afectan sus espacios” (LS 146).
En definitiva, las diversas culturas populares son expresión de la admirable diversidad de pueblos, naturalmente genuinas, de la tierra cultivada que da frutos en un mundo habitable. Son las que permiten a la población urbana no sucumbir bajo el peso de la cultura artificial24; son el último baluarte de la relación umbilical entre el ser humano y la naturaleza. Los campesinos, sabios cultivadores de la tierra, recuerdan que “No somos Dios. La tierra está ante nosotros y nos ha sido dada” (LS 67); por lo tanto, “no es un bien económico, sino un don gratuito de Dios y de los antepasados que en ella reposan” (LS 146).
En este sentido, debe avanzar una “revolución cultural valiente”, que el mismo Papa ya ha puesto en marcha con lo que quiso decir al mundo sobre la ecología cultural. El agricultor de la era ecológica lo sabe y no el agricultor de la era industrial.
Asumir el tema ecológico a este nivel implica un esfuerzo imperativo por comprender el mundo y su funcionamiento. Un imperativo para prestar atención, escuchar, observar y ejercitar los sentidos en la aprehensión de la realidad. Un esfuerzo imperativo por abrirse a opacidades, laberintos y abismos. Un imperativo de abrirse a las claridades de sentido, que pueden apuntar a posibilidades de resistir y sobrevivir al abismo y hacer posible que la coherencia y la vida emerjan del abismo de la perdición.
Conclusión. El homo culturalis ama al mundo
La naciente Edad Ecológica es heredera de la cultura moderna. De ahí, lo que queda es el arte que se esfuerza por lidiar con la razón crítica y la razón democrática, y lo que queda es el abismo del mundo donde se disputan dos de los extremos más trágicos de la actualidad, que son, en términos de Julia Kristeva: la “robotización de lo humano” y la “violencia de las derivaciones fundamentalistas de las religiones”.25 De los Modernos queda –o no– la Sabiduría26 para afrontar el abismo y cultivar este abismo, haciendo posible el mundo humano y la humanidad posible.
En la Era Ecológica nos enfrentamos a la urgente tarea de recuperar la confianza en los seres humanos. Para la continuidad de este propósito, tal vez sea pertinente recordar que, desde que el Homo sapiens-faber se convirtió en Homo culturalis, la evolución del mundo ha dejado de ser un azar ciego y una ley determinista en el tiempo; está marcado por un impulso ético y cultural dominante; el impulso instintivo y natural se asume en el impulso reflexivo-ético y cultural, mostrando que la naturaleza no teme a la cultura, sino que anhela el vínculo nupcial con ella. El secreto de este vínculo lo revela Basilio de Cesarea, en una de sus homilías sobre el Hexaméron: Dios “une estrechamente a toda la creación mediante la ley de la amistad indisoluble, en comunión y armonía”.27 En medio de la creación evolutiva, aparece el Homo sapiens-culturalis, capaz de cultivar, capaz de humanizar, capaz de tornar amoroso el universo.28 Desde entonces, la naturaleza ha tenido un ser ético. Este es el fundamento de la esperanza del mundo.
Corresponde al Homo faber-culturalis analizar el ajetreo de la Tierra en su esfuerzo por hacer que cada día sea bueno para la humanidad habitar la tierra y sea bueno para la tierra vivir en intimidad con la humanidad: todas las criaturas en armonía, cohabitando bajo el mismo sol y la misma luna.
La paz y la prosperidad para toda la creación dependen directamente de cómo aprendamos a vivir en la diferencia, desarrollando y perfeccionando lo que Paul Ricoeur llama poder en común, es decir, “la capacidad que tienen los miembros de una comunidad histórica de ejercer, de manera invisible, su deseo de vivir juntos”29, alcanzando y abrazando con este deseo a todas las demás criaturas que conviven en la casa cósmica común. No meramente una vida tolerante, sino una vida en “soberanía compartida”; un poder en común que no tolera ninguna forma de hegemonía, de poder-sobre, sino que más bien se afirma como poder-con; un vivir cuya vitalidad y dinamismo se inspira en la diferencia, desea la diferencia, acoge la diferencia, ama la diferencia, comparte la diferencia y promueve la unión en la diferencia, buscando discernir el sentido de esta unión.
Una ecología cultural no puede eludir la dimensión religiosa de la humanidad, señalada en la fe en Dios, el Divino Agricultor. Es Él quien se da a conocer en una dinámica libre y amorosa de revelar el secreto de la vida que sostiene al mundo con dos pilares fundamentales: el imperativo categórico –no matarás y el amor de “oblación y promesa” – no morirás.
Isabel Varanda es Doctora en Teología y Profesora en la Facultad de Teología de la Universidad Católica Portuguesa
NOTAS
1.Artículo publicado originalmente en italiano con el título “L’amore per il mondo alla radice dell’ecologia culturale. A chiava di lettura dell’enciclica Laudato si” en Cultura y Fede (Pontificium Consilium of Culture) Vol. XXIII, 2015: 3. páginas. 222-232. ISSN: 1828-2936. Queremos agradecer a la revista Cultura e Fede por su generosidad intelectual al permitir que el texto se publique, ahora, en español.
2. HILDEGARDE DE BINGEN, Scivias. «Sache les voies» o Livre des visions (traducción y presentación de Pierre Monat), Cerf, París, 1996, 59.
3. SIMEON LE NOUVEAU THEOLOGIEN, Traités théologiques et éthiques. I, Sources Chrétiennes 122 (edición crítica de Jean Darrouzès), Cerf, París, 1966, 91.
4. STEINER, Georges, Grammaires de la creation, Gallimard, París, 2001, 54.
5.“Si bien el entorno ecológico era más fuerte que la humanidad, fue posible que se desarrollara sin restricciones. Ahora que el entorno ecológico resulta frágil y que el ser humano se ha vuelto capaz de intervenir al nivel de los correctivos naturales del medio ambiente, aquí nos hacemos responsables del mundo, responsables de nosotros mismos y de nuestra propia fuerza. Parece fácil conquistar el mundo. Parece más difícil mantener el control de nuestro propio poder y resistir los excesos. El desafío ético, entonces, es adquirir el dominio del dominio. Dominamos el mundo, es hermoso, pero ¿cómo podemos controlar nuestro poder?”. En BEAUCHAMP, André,“ Création et écologie. Redefinir notre rapport à la terre ”, en Christus, 185 (2000) 35.
6. La ecología integral permite que la cuestión ecológica emerja del marco estricto de una relación con la naturaleza, más o menos romántica y folclórica, más o menos confesional y militante, o incluso oportunista, utilitaria e ideológica. Importante, también, ya que busca denunciar las brutales expropiaciones de la persona en su identidad personal, interpersonal, social, cultural y espiritual. Esta preocupación es eminentemente antropológica, pero tiene claras repercusiones en las relaciones del ser humano con el medio natural, ya que las relaciones que las personas establecen entre sí se trasponen y se reflejan en la relación diaria que tienen con la naturaleza. En otras palabras, una sociedad humana fundada en relaciones de poder, egoísmo, escisión, dominación y explotación, asume los mismos comportamientos en relación con la naturaleza. Por esta razón, el Papa Francisco dice: “Si la crisis ecológica es una eclosión o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano” (LS 119).
7. Texto destacado por Corine Pelluchon, Éléments pour une éthique de la vulnerabilité. Les hommes, les animaux, la nature, Cerf, Paris, 2011, 251.
8. ARENDT, Hannah; ARENDT, Hannah; La crise de la culture. Huit exercices de pensée politique (1954), Gallimard, París, 1972. Página 271. La traducción de la versión francesa es mi responsabilidad.
9. Ibidem.
[1]0. Ibidem, 273.
[1]1. Ibidem, 269.
[1]2. Ibidem, 265-266.
[1]3. Cf. Ibidem, 253.
[1]4. Ibidem, 253.
[1]5. Ibidem.
16. El filisteísmo “indica una mentalidad exclusivamente utilitaria, una incapacidad para pensar y juzgar una cosa independientemente de su función y utilidad”, Ibidem, 275.
17.Ibidem, 254.
[1]8. Ibidem, 255.
19. Ibidem, 270.
20. Ibidem, 266.
21. Ibidem, 263-264.
22. Corine Pelluchon, Éléments pour une éthique de la vulnerabilité, 257.
23. Cf. Ibidem.
24. “La cuestión es que una sociedad de consumidores no es en modo alguno capaz de saber cómo lidiar con un mundo y cosas que pertenecen exclusivamente al espacio de aparición en el mundo, porque su actitud central hacia el objeto total, la actitud de consumo, implica la ruina de todo lo que toca”. En ARENDT, Hannah; La crise de la culture, 270.
25. KRISTEVA, Julia; Cet incroyable besoin de croire, Bayard Éditions, París, 2007, 39.
26. Ver COMTE-SPONVILLE, André y FERRY, Luc; La sagesse des Modernes. Dix questions pour notre temps, Éditions Robert Laffont, París, 1998.
27. DE CESARIA, Basílio, Homélies sur l’Hexaéméron, Sources Chrétiennes, 26 (texto griego, introducción y traducción de Stanislas Giet), Cerf, París, 19682, 149.
28. Es este amor en las ruedas de la evolución el que no nos deja perecer y sostiene la confianza en la promesa de un cielo nuevo y una tierra nueva construida en paz y justicia con toda la creación.
29. RICOEUR, Paul; Soi-même comme un autre, Éditions du Seuil, París, 1990, 257.