Si abrimos los cuatro evangelios, veremos que comienzan de manera diferente. San Mateo empieza con el nacimiento de Jesús. San Marcos, en cambio, con el bautismo de un Jesús ya adulto. San Lucas vuelve otra vez a los relatos sobre la infancia. Y san Juan va más atrás todavía, cuando Jesús vivía en el cielo junto a Dios, antes de venir a la tierra.

¿Por qué Marcos y Juan no cuentan el nacimiento de Jesús? ¿No conocían su vida completa? ¿O creyeron que ciertos episodios no merecían ser incluidos en sus libros?

Para contestar estas preguntas debemos tener en cuenta que la persona de Jesús no fue entendida de golpe sino gradualmente por los primeros cristianos. Pasaron muchos años antes de que comprendieran que el Maestro que había vivido y caminado por Palestina junto a ellos era el hijo de Dios. Esto influyó en la manera de empezar a escribir los evangelios.

El muerto que está vivo

Después de la muerte de Jesús, los apóstoles salieron a predicar la increíble noticia de su resurrección. Era algo inaudito, tan extraordinario, que se convirtió en el único mensaje que les importaba comunicar a la gente. De todas las formas posibles buscaban convencer a sus oyentes del gran prodigio, nunca antes ocurrido con ninguna persona, y ahora realizada por Dios con Jesús de Nazaret.

Ciertamente que los apóstoles habían presenciado otras resurrecciones, como la de Lázaro (Juan 11), la de la hija de Jairo (Marcos 5,21-43), o la del hijo de una pobre viuda en el pueblo de Naím (Lucas 7,11-17). Pero estas no eran propiamente resurrecciones sino reanimaciones, porque todas esas personas habían vuelto a la tierra, a la vida temporal; y después tendrían que volver a morir. En cambio Jesús era la primera persona que había vuelto a la vida para no morir nunca más. Había logrado vencer a la muerte para siempre y entrar en la eternidad. Era una verdadera resurrección.

Esta extraordinaria noticia fue llamada “evangelio” por los primeros creyentes (palabra que en griego significa justamente “buena noticia”). Ella fue la que los llevó a comprender que Jesús se había convertido en el Mesías de Israel, y por lo tanto había pasado a ser el hijo de Dios, gracias a su muerte y resurrección. Por eso, lo único que predicaron los cristianos durante los primeros tiempos de la Iglesia fue que Jesús había muerto y resucitado, y que de ese modo se había convertido en hijo de Dios.

Una filiación post mortem

Esto lo encontramos claramente en el libro de Los Hechos de los Apóstoles, donde aparece el eco de las antiguas predicaciones de los discípulos. Por ejemplo, Pedro, en el sermón pronunciado el día de Pentecostés, decía a la multitud reunida: “Dios ha resucitado a Jesús. Por lo tanto, sepan con certeza que Dios lo ha convertido en Señor y Mesías a este Jesús a quien ustedes han crucificado” (Hechos 2,32.36).

También ante las autoridades judías, a donde fueron llevados los Doce por anunciar el Evangelio, Pedro explica: “Dios ha resucitado a Jesús, y lo ha exaltado con su poder para convertirlo en Guía y Salvador” (Hechos 5,30-31). Asimismo, leemos que san Pablo, en el discurso pronunciado en Antioquía de Pisidia, explica a los judíos que al resucitar Jesús se cumplió una profecía que decía: “Hijo mío eres tú, pues yo te engendré hoy” (Hechos 13,32-33). Es decir, ese día había nacido como hijo de Dios.

En las cartas de Pablo, que son los escritos más antiguos que poseemos del Nuevo Testamento, hallamos la misma idea. A los romanos les escribía: “Su hijo nació de la familia de David humanamente hablando; pero fue hecho hijo de Dios por el Espíritu Santo gracias a su resurrección” (Romanos 1,3-4). Y a los filipenses les dice: “Jesús se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo elevó sobre todo y le concedió un título (el de Señor) que está por encima de todos” (Filipenses 2,8-9).

El nacimiento de la pasión

Los primeros cristianos predicaron, entonces, que sólo con la resurrección Jesús había alcanzado la gloria de ser hijo de Dios, que no había tenido durante su vida. De esa forma lograron responder al interrogante de por qué su actividad y su ministerio en la tierra habían sido tan humildes: porque Dios le reservaba sólo para después de su muerte un lugar honroso y un título divino.

Con tal motivo, cuando más tarde los cristianos quisieron poner por escrito algo de la vida de Jesús, lo único que les pareció relevante escribir fueron los detalles de su muerte y su resurrección. Así, nacieron los relatos de la pasión del Señor: el prendimiento, la flagelación, las humillaciones de los soldados, las negaciones de su amigo Pedro, la coronación de espinas, el juicio ante el gobernador Pilato, la crucifixión, las burlas de la gente, las horas de terrible agonía, su muerte como un delincuente, y finalmente la triunfante resurrección. Fue lo primero que se compuso de nuestros actuales evangelios. Es la sección conocida como los “Relatos de la pasión”.

Saber más sobre el maestro

Pero a medida que pasaban los años la Iglesia entró en una segunda etapa. Los que se habían convertido al cristianismo ya no se contentaban con saber cómo había muerto y resucitado Jesús. En sus reuniones buscaban conocer un poco más sobre su persona: qué cosas había hecho, qué mensaje había enseñado, en dónde había vivido, cómo fue su vida.

Entonces empezaron a redactarse algunas colecciones de sus frases más famosas, sus dichos más recordados, sus parábolas, sus milagros más espectaculares. Y en forma de hojitas sueltas eran empleadas para la catequesis de los cristianos que querían profundizar un poco más la doctrina del Maestro.

Con esta información a mano, aquellos catequistas fueron profundizando el misterio de la persona de Jesús. Comprendieron que Él no podía haber realizado aquellas señales milagrosas ni haber enseñado verdades tan sublimes, si durante su vida en la tierra no era ya el Mesías de Dios. Descubrieron, así, que Jesús no era hijo de Dios a partir de la resurrección, sino desde mucho antes: desde su vida pública. Que Dios lo había nombrado su hijo en el momento mismo de salir a predicar. La resurrección no hizo más que manifestar públicamente lo que ya sucedía en Jesús desde que fuera bautizado por Juan.

Un hijo en secreto

Todo ese material de parábolas, dichos y milagros, se volvió tan importante como el de la pasión. Entonces un escritor, a quien llamamos Marcos, decidió juntarlo a los relatos de la pasión, y así nació el primer evangelio. Era alrededor del año 70.

Como Marcos tenía este nuevo enfoque, es decir, que Jesús era hijo de Dios ya en el momento del bautismo, y no sólo al resucitar, empezó su evangelio diciendo que cuando Jesús se bautizó una voz del cielo dijo: “Tú eres mi hijo amado” (Mc 1,9-11). De esta forma quedaba claro a los lectores que Dios había reconocido a Jesús como su hijo ya en aquel momento.

Pero según Marcos los discípulos jamás se dieron cuenta de esto, ni tampoco las demás personas que lo vieron y escucharon. Y Jesús tampoco se preocupó en revelarlo abiertamente a nadie, porque no habrían sido capaces de entenderlo.

Por eso, si bien el evangelio de Marcos afirma que Jesús es hijo de Dios desde el día de su bautismo, nunca nadie aparece allí reconociéndolo públicamente. Sólo en el momento de su muerte, el secreto es descubierto por un centurión romano que estaba al pie de la cruz, y que al verlo morir exclama: “Verdaderamente este era hijo de Dios” (Mc 15,39). Y nadie más.

Infancia interesante

Unos años más tarde la reflexión de la Iglesia entró en una tercera etapa. Los creyentes, que amaban y seguían fervientemente la figura de Jesús, querían saber más sobre su vida: cuándo había nacido, quiénes fueron sus antepasados, dónde se había criado. Y en esta búsqueda de información fueron apareciendo nuevos relatos que narraban diversos hechos de la infancia del Señor. Y en la meditación de estos relatos los primeros cristianos hicieron un nuevo descubrimiento: que Jesús había sido hijo de Dios no desde el momento del bautismo sino desde su misma infancia; más aún: incluso en el momento de su concepción; cuando su madre la Virgen María lo engendró, ya era el hijo de Dios.

Al aceptarse esta nueva idea, los relatos de la niñez de Jesús también pasaron a considerarse importantes, y empezaron a ponerse por escrito. Nacieron así los relatos de la infancia, en los cuales se dice expresamente que Jesús ya es hijo de Dios.

Por ejemplo, se cuenta que al poco de nacer el niño Jesús, su familia tiene que huir a Egipto, para que se cumpliera la profecía que anunciaba: “De Egipto llamé a mi hijo” (Mateo 2,15). Y cuando en la anunciación el ángel le comunica a María su embarazo divino, le dice dos veces que el niño que va a nacer será llamado hijo de Dios (Lucas 1,32-35).

Por eso, cuando poco después escribieron sus obras Mateo y Lucas, en vez de comenzar sus relatos con el bautismo de Jesús, como había hecho Marcos, resolvieron incluir este nuevo material de la infancia del Señor.

Descubierto en la tormenta

Estos evangelios de Mateo y Lucas, como contaban que Jesús era hijo de Dios desde su nacimiento, no podían insinuar que durante su vida pública nadie lo sabía, como había hecho Marcos. Por eso retocaron algunos de sus pasajes a fin de afirmar que su filiación divina era conocida ya por sus discípulos.

Así, después de que Jesús camina sobre las aguas, dice Mateo que todos los discípulos se arrodillaron ante él y le dijeron: “Verdaderamente tú eres hijo de Dios” (Mt 14,33). Y cuando Jesús pregunta a sus discípulos qué opinan de Él, Pedro le contesta: “Tú eres el Mesías, el hijo del Dios vivo” (Mt 16,16). Y cuando muere Jesús, en vez de decir, como Marcos, que sólo el centurión romano lo reconoce, dice que todos los guardias que estaban con él, confiesan a coro “Verdaderamente este era hijo de Dios” (Mt 27,54).

Lucas, por su parte, dice que Jesús mismo se encargó de revelar a sus discípulos que él era el hijo de Dios al decirles: “Mi Padre me ha entregado todas las cosas. Nadie sabe quién es el hijo sino el Padre; y nadie sabe quién es el Padre sino el hijo, y aquellos a quienes el hijo quiera contárselo” (Lc 10,22).

Allá arriba y desde siempre

Fueron pasando los años, y cerca ya del final del primer siglo la Iglesia entró en la cuarta y última etapa de su reflexión sobre este tema. Los cristianos, remontándose más atrás aún del nacimiento de Jesús, llegaron a una nueva conclusión: que Jesús era hijo de Dios mucho antes de nacer. Mejor dicho, que desde siempre había sido hijo de Dios. Que nunca había “empezado” a ser hijo de Dios, sino que lo fue desde toda la eternidad. Jesús no comenzó a existir cuando María quedó embarazada, sino que “preexistía” desde antes de la creación del mundo, cuando se hallaba en el cielo, junto a Dios.

En esta época escribió su evangelio Juan. Y él también comenzó, al igual que los otros tres, desde el bautismo de Jesús. Pero luego se dio cuenta de que quedaría más completo si añadía esta nueva idea. Por eso, en vez de poner los relatos de la infancia como Mateo y Lucas, se fue más atrás todavía, y añadió a manera de prólogo un hermoso himno que cantaban los cristianos en sus reuniones litúrgicas sobre la preexistencia de Jesús, y que empezaba así: “En el principio ya existía la Palabra; y la Palabra estaba con Dios; y la Palabra era Dios” (Jn 1,1).

Un libro al revés

Hoy, cuando leemos los evangelios, empezamos por la infancia de Jesús, seguimos con su vida pública y terminamos con su muerte y resurrección. Sin embargo, fueron escritos al revés. Primero se compuso su muerte y resurrección, luego su vida pública, y finalmente su infancia.

Esta composición inversa obedece al orden de la comprensión gradual que los primeros cristianos tuvieron sobre Jesús como hijo de Dios.

En un primer período, la resurrección de Jesús fue el único dato de su vida digno de mencionarse, el único “evangelio”. Por eso las cartas de Pablo y los Hechos de los Apóstoles no cuentan ningún hecho histórico de la vida de Jesús, fuera de su muerte y resurrección. Los episodios anteriores no tenían mayor relevancia ni merecían ser contados, pues se pensaba que él todavía no era hijo de Dios.

Cuando los cristianos reflexionaron más tarde sobre la identidad de Jesús, y entendieron que era hijo de Dios ya durante su ministerio, no hubo dificultad en recopilar toda la información sobre su vida pública, sus dichos y sus milagros. Entonces la vida pública de Jesús cobró también importancia, entró en la categoría de “evangelio”, y fue incluida en la obra que compuso Marcos.

Costó trabajo, pero se aclaró

Tiempo después la cristología siguió progresando. Se comprendió que Jesús era hijo de Dios desde su misma concepción, y así los relatos de la infancia también pasaron a ser importantes y pudieron ser añadidos como “evangelios” en los escritos posteriores de Mateo y Lucas.

Finalmente se comprendió la preexistencia de Jesús como hijo de Dios, desde antes de su nacimiento. Entonces el cuarto evangelio incluyó esa novedad, con el himno de su prólogo.

Los primeros cristianos no entendieron de golpe quién era en realidad Jesús. Lo fueron descubriendo de a poco, con esfuerzo, reflexión y oración. La persona de Jesús era tan misteriosa, tan inconcebible, tan fuera de toda lógica, que llevó muchos años convencerse de que ese Jesús que había comido con ellos, caminado por sus plazas, entrado y dormido en sus casas, a quien habían visto y tocado, era nada menos que Dios en persona que los había visitado en la tierra.

Hoy también nos cuesta creer que Jesús siga vivo entre nosotros. Que continúe paseando en medio de nuestras calles y asista a nuestras reuniones. Porque su persona, en parte, sigue siendo desconocida para muchos creyentes. Por eso debemos hacer el mismo esfuerzo de aquellos primeros cristianos, y poco a poco intentar comprender quién fue ese Jesús que pasó por la tierra y que aún sigue vivo de manera misteriosa. Solo así, gradualmente, como lo hicieron los evangelistas, podremos saber qué busca en nosotros hoy, que lo estamos conociendo mejor.

Ariel Álvarez Valdés es teólogo y biblista

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