La Carta a Diogneto y los cristianos como «paroikoi» (extranjeros residentes)

El fenómeno de la movilidad humana ha estado siempre en el centro de la preocupación pastoral de la Iglesia, con intervenciones dirigidas tanto a profundizar en el análisis e interpretación de esta cambiante realidad social, como a identificar propuestas pastorales actualizadas y adaptadas a los cambios, por un lado, con el fin de proteger ante todo los derechos humanos de los migrantes, y por otro, para promover la aceptación respetuosa y auténtica con su patrimonio sociocultural y religioso. Esta misión fundamental encuentra un eco continuo en la vida y las enseñanzas del Magisterio: nadie es extraño en la Iglesia y ella no es ajena a nadie. Como “signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”1, es el lugar donde los migrantes deben ser reconocidos y aceptados como hermanos y hermanas, cualquiera que sea su «status» jurídico. Por eso la Iglesia, sin hacer distinciones de etnia, cultura u origen, recibe a cada uno con alegría, caridad y esperanza; lo hace con especial atención a quienes se encuentran –cualquiera que sean sus motivos– en situaciones de pobreza, marginación y exclusión.

En las últimas décadas, especialmente después del Concilio Vaticano II, la Iglesia se cuestiona a sí misma en profundidad a partir de la perspectiva de que descubre en la migración un “lugar teológico”, un “signo de los tiempos”, una fuente de inspiración para hacer teología y no sólo un objeto de asistencia o un desafío misionero.

Significativa, en este sentido, es la experiencia de la “vocación” de san Pablo, narrada en los Hechos de los Apóstoles (9, 2), donde se lee:

 “Y sucedió que, mientras viajaba y se disponía a acercarse a Damasco, de repente una luz del cielo lo envolvió y, cayendo a tierra, oyó una voz que le decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’’ Él respondió: ‘¿Quién eres, oh Señor?’ Y él: ‘¡Yo soy Jesús, a quien tú persigues! Pero levántate y entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer’.”2

A partir de esta experiencia, los primeros cristianos fueron llamados con el sobrenombre de “seguidores del Camino” (“hodos”): el camino como lugar de encuentro entre Dios y el hombre. Los primeros cristianos, iluminados y guiados por el amor misericordioso del Padre, vivieron entre los demás hombres sin distinguirse de ellos, al menos exteriormente, pero testimoniaron, con su propia vida, a la esperanza y alegría a la que todos habían sido llamados. Un documento fundamental que permite adentrarse profundamente en esta obra está representado por la Carta a Diogneto: un texto anónimo, cuyo origen se remonta probablemente a la segunda mitad del siglo II, y cuya memoria se transmite a través del testimonio de los autores antiguos y medievales. El texto propone diferentes claves de lectura para describir la relación de la religión cristiana con la sociedad y el mundo. En particular, en el capítulo quinto, se afirma que:

“Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por el territorio, ni por la lengua, ni por la forma de vestir. Cada uno habita su propia patria, pero como residentes extranjeros; en todo participan activamente como ciudadanos, y en todo asisten pasivamente como extranjeros; toda tierra ajena es su patria, y toda patria una tierra ajena […]. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo”3.

La condición de los cristianos que se describe en este pasaje es la de “paroikoi”: extranjeros residentes. Los cristianos, en efecto, viven en su patria, pero como extraños; son al mismo tiempo ciudadanos de los estados terrenales y ciudadanos del “cielo”. Aunque dispersos por el mundo, no forman una federación de grupos distintos, sino un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo, presente y eficaz en cada uno de los miembros del cuerpo. Se trata de una doble ciudadanía que permite, al mismo tiempo, arraigarse profundamente en la tierra con la mirada fija en el Padre. Es decir, viven en el mundo con la conciencia de ser huéspedes, cuya misión consiste en responder adecuada y con justicia a este don.

Según P. Phan, la teología de la migración, tal como la propone la Carta a Diogneto, “se centra en la teología de la vida del migrante como imitación de Cristo”4. La acogida del extranjero se configura así no sólo como una necesidad moral, sino también como una virtud teologal: al acoger al extranjero, se acoge a Cristo, principio y cumbre de la fraternidad.

Los Padres de la Iglesia subrayaron particularmente la necesidad de la práctica de esta virtud. Cipriano, invocando el discurso escatológico (Mateo 25) –en el que Jesús se identifica con los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos y los presos– exhorta a los cristianos no sólo a ejercer la caridad hacia ellos, sino a esforzarse más y más para identificarse con el propio Cristo presente en ellos. En la Carta 62 escribe que “Cristo debe ser contemplado en nuestros hermanos encarcelados”5.

En el tratado Contra la avaricia, Salvien de Marseille se pregunta:

“¿Dónde está la gente que dice que Cristo no sabe qué hacer con los dones que le ofrecemos, cuando él mismo dice tener hambre, sed, frío? ¿No está necesitado el que acusa males de esta clase? Diría más: Cristo no sólo está en la miseria como los demás, sino que entre todos está en las condiciones más desfavorecidas”.6

Comentando el Evangelio de Mateo, Juan Crisóstomo también insiste en la necesidad de identificarse con Cristo presente de manera especial en los pobres. En la homilía 50, números 3 y 4, Juan desarrolla el tema de la Eucaristía y la atención a los pobres. Y escribe:

“¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No descuides su desnudez; no lo honréis aquí con túnicas de seda, no lo descuidéis fuera mientras está agotado por el frío y la desnudez […]. Así también lo honran con este honor que él mismo ha prescrito, prodigando riquezas a los pobres. Dios no necesita vasos de oro, sino almas de oro”.7

El vínculo entre la Eucaristía y el cuidado de los pobres, bien destacado por Juan Crisóstomo, encuentra una importante figura hermenéutica en la noción de fragilidad. Incluso Isidoro de Sevilla, en sus famosas Etimologías, subraya la riqueza del término fragilidad, indicado por su sustantivo fragilis: “Fragilis dictus eo quod facile frangi potest«. Frágil, es decir, “así llamado porque se puede romper fácilmente”.8 El sustantivo frágil, por tanto, cobra significado cuando indica algo que se puede romper, “como se dice de algo valioso”.9 Atribuida a la condición humana, especialmente en su parte más sufriente y vulnerable, la fragilidad llama la atención sobre algo que puede romperse y, por lo tanto, algo que debe ser especialmente protegido y cuidado. Frágil designa algo que se puede perder, quebrar: “no indica un negativo, habla de un positivo que hay que salvaguardar porque se puede perder”10; frágil, subraya Carla Canullo, “se dice de lo que se puede romper y no de lo que está ‘privado de’, falto”11. En la economía de nuestro discurso, este pasaje es de capital importancia. El cuidado de los pobres, y por lo tanto la acogida y la hospitalidad, no se ejerce sólo porque sean personas que manifiestan una necesidad particular, sino sobre todo porque expresan, en su fragilidad, lo más precioso del hombre, cuya dignidad consiste en ser una criatura contingente que, en la medida en que se puede romper, es preciosa.

Marco Strona es Doctor en Teología y en Filosofía y catedrático. Director de Caritas de Fabriano-Matelica.

NOTAS

1.Lumen gentium. Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Ciudad del Vaticano 1964, n° 1: en AAS 57 (1965), vol. LVII, n° 1, págs. 5- 112. A partir de ahora LG.

2. Hechos 9: 1-7.

 3. A. Diogneto, editado por E. NORELLI, Paoline, Milán 2015, pp. 89-90. http://www.vatican.va/spirit/documents/spirit_20010522_diogneto_it.html

4. P. PHAN, “Migraciones en la era patrística: historia y teología”, en G. CAMPESE-D. GROODY (ed.), Misión con los migrantes, misión de la Iglesia, Urbaniana University Press, Roma 2007, p. 67.

5. CIPRIANO, Carta 62, en L.G., SANCHIDRIAN (ed.), Cartas, Ed. Gredos, Madrid 1998, p. 289.

6. SALVIANO DI MARSEILLE, “Los diversos rostros de la pobreza”, en Id., Contra la avaricia, Citta Nuova, Roma 1977, p. 133.

7. GIOVANNI CRISOSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, vol. II, Citta Nuova, Roma 2003, pp. 358-359.

8. ISIDORO DI SIVIGLIA, Etymologies or origins, editado por A. VALASTRO CANALE, Utet, Turín 2004, I, X, 101, p.819.

9. C. CANULLO, Fragilidad y vulnerabilidad humanas, en L. SANDONÀ (ed.), La estructura de los lazos. Formas y lugares de la relación, «Anthropologica». Anuario de Estudios Filosóficos 2010, ed. La Escuela, Brescia 2010, p.49.

10. IV, pág. 50.

 11. IBÍDEM.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?