La pandemia y la salud mental

La pandemia del COVID-19 ha sido una bofetada cósmica que sacudió la vida en el planeta, derrumbó seguridades y desestructuró todos los niveles de la existencia. Produjo la sensación de que se paralizaba la vida, al tiempo que poderes económicos que se creían invencibles podían derrumbarse. Los gobiernos perdieron la confianza de la población y las penurias sociales se incrementaron. Se puso en evidencia la inhumana competencia comercial por las vacunas, la desconfianza entre naciones y la rebelión de multitudes incapaces de tolerar restricciones. Y sumergió a la población global en la sensación de un futuro imprevisible.

Paralelamente, la investigación médica y los grandes laboratorios del mundo realizaron una proeza: elaborar vacunas en tiempo récord e incidir decisivamente en la disminución del potencial de víctimas.

La humanidad se ha enfrentado a plagas y pandemias de enfermedades desde hace millones de años. La peste negra, la llamada gripe española o la viruela dejaron a su paso millones de muertos en distintas épocas de la historia. Sin embargo, en contraste con cierta mentalidad contemporánea, las enfermedades y la muerte entonces eran consideradas expresiones de la fragilidad de la vida que debían ser aceptadas.

Con el paso de los días del reciente confinamiento, todo se fue impregnando de una repetición rutinaria y de una atmósfera de vida encarcelada. Y el intento de escape –en la tecnología, las plataformas digitales, las redes sociales, el alcohol, las drogas…– para huir del aburrimiento, resultó insuficiente y fracasó. Una invasión silenciosa de eso que llamamos hastío influyó sobre millones de personas.

Nuestras generaciones no estaban preparadas para responder adecuadamente a esta prueba. ¿Cómo enfrenta una realidad penosa un hombre acostumbrado a la evasión de compromisos y carente de fortaleza, alimentado por una cultura consumista, por la superficialidad y la secularización de criterios y costumbres? 

Se había soñado con una “sociedad del bienestar” y, con las transformaciones sociales (científicas, técnicas, etc.), se generó en el hombre una fuerte sensación de poder. El mundo estaba focalizado en la razón y en el progreso técnico como valores centrales, con una concepción individualista de la existencia, excluyentemente antropocéntrica, que simplemente “transcurriera” en piloto automático. Se buscaba la distracción y el entretenimiento como forma de compensar el aburrimiento y la abulia, y con distintos consumos para satisfacer la inmadurez emocional.                                                                                                                                         

Al desintegrarse este sistema de vida, producto del COVID-19, se desencadenaron nuevos conflictos que se sumaron a las carencias latentes irresueltas. Sobrevino una avalancha de problemas médicos, económicos, políticos y sociales, pero especialmente se vio afectado el nivel psicológico de las personas y los grupos humanos.

Se produjo una inundación de síntomas patológicos, variables según la estructura de cada personalidad: miedo y ansiedad, agobio y depresión, reactividad transgresora de límites o irritabilidad en la dinámica familiar….  El encierro produjo claustrofobia; y el aire libre, miedo al contagio. Todo ambiente se tornó amenazante. Se desmoronó la seguridad y se puso de manifiesto la escasa tolerancia a la frustración y la rebelión a limitaciones e imposiciones.

Comenzó la “pandemia de Salud Mental” y hoy están siendo explorados los efectos clínicos, psicológicos y sociales adversos en la mayoría de la población. Se pudo constatar que el confinamiento y el distanciamiento social y físico provocan un incremento de la ansiedad, la depresión, el estrés y otros sentimientos negativos. Se trata de factores de riesgo no sólo para los problemas de salud mental como el suicidio y las autoagresiones, el abuso de sustancias y el maltrato doméstico, sino también para los psicosociales como la falta de sentido de la vida, los duelos mal elaborados y el quiebre de relaciones conyugales, familiares y amicales. También se ha comprobado el agravamiento de problemas de salud mental preexistentes en personas que hicieron crisis y requieren todavía hoy asistencia terapéutica. Si bien la asistencia que brindan los consultorios psicológicos es muy importante, resulta insuficiente para contener la demanda, especialmente de la patología más frecuente: los procesos depresivos.

En el hastío o depresión el individuo se siente aislado, lo acosa un vacío existencial y no le encuentra gusto a la existencia. Los intentos de diversión, de evasión de la realidad y de satisfacciones fugaces no alcanzan a neutralizar la rutina del vivir a la deriva. Fácilmente le disgustan los estímulos del contexto, lo cual le provoca una irritabilidad que se hace hábito y que oculta un monto considerable de resentimiento y hostilidad. El deprimido está enojado con el mundo.

Pero debajo de estas patologías psicológicas, que son la zona manifiesta del iceberg, subyace también un problema existencial.  En todos, consciente o inconscientemente, se ha hecho presente el miedo a la muerte y la falta de sentido de la vida.

El hombre autosuficiente, egocéntrico y superficial no está en condiciones de responder sensatamente a las circunstancias, que exigen aceptación tolerancia a la frustración. La incertidumbre, una de las vivencias más penosas para el ser humano, quedó resonando en el estado de ánimo de todos. Corresponde señalar que muchas personas, incluso apoyadas en grupos de solidaridad, de fe, barriales, etc. supieron transitar la pandemia con un espíritu de resiliencia, buscando alternativas para sobreponerse ante las dificultades y la incertidumbre permanente. Muchos se aferraron a la fe y la conversión, en procesos que no pueden ser repentinos, sino que necesitan su tiempo.

También existieron miradas exagerada o ingenuamente esperanzadas acerca de un mundo nuevo que pudiera surgir luego de la prueba. Se dijo que existían posibilidades de salir mejores. Sin embargo, la humanidad se encuentra hoy con el mundo de siempre. Cunde el desencanto y abundan la queja, el descontento, el resentimiento larvado. Parecerían estar ausentes la serenidad, la confianza y la paciencia. En estas condiciones, ¿seremos capaces de asumir la crisis planetaria y sostener el timón de su destino?

Después de dos de años del inicio de la pandemia, aprendimos que es importante la disposición de estar abiertos a la realidad del mundo, de poner en juego cierta sintonía emocional con los otros, una visión favorable hacia las cosas e involucrase responsablemente en crecer cada día.

Insistimos en que el problema de fondo es el vacío existencial. La reconstrucción no vendrá de las recetas económicas, de los cambios políticos ni de las recomposiciones sociales, sino de una “transfiguración” cultural, un cambio de criterios y mentalidades, fundado en una filosofía de vida sana y en una conversión del corazón.                                                                  

Una mente abierta y un espíritu fraterno podrán salvarnos. Remontar el tedio y el desencanto es el gran desafío de los próximos tiempos.   

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  1. Excelente editorial. Soy psicólogo clínico (cognitivo conductual), atiendo en Neuquén capital, el incremento de la demanda en la atención y las situaciones de ansiedad y depresión que tienen como trasfondo, como bien dicen ustedes, el vacío existencial, al decir de Viktor Frankl, es en todo concordante con lo escrito aquí. Gracias entonces por tan buena síntesis.

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