Pietro Parolin: “Se necesitan profetas de la salvación y no de la calamidad”

El secretario de Estado de la Santa Sede, cardenal Pietro Parolin, habló con Criterio sobre la guerra en Ucrania, los escenarios de conflicto de distina índole en México, Venezuela, Tierra Santa y China; la diplomacia pontificia y las migraciones internacionales en el siglo XXI.

A los 31 años Pietro Parolin ingresó en el servicio diplomático de la Santa Sede y se desempeñó en la nunciatura de Nigeria y de México. A partir de 2002 se ocupó de las relaciones entre la Santa Sede y los países asiáticos, sobre todo de Vietnam y China. En 2009 Benedicto XVI lo nombró Nuncio Apostólico en Venezuela. Ya consagrado obispo, en 2013 fue designado Secretario de Estado de la Santa Sede por el papa Francisco, cargo que actualmente ocupa. 

El papa Francisco habla de una tercera guerra mundial en proceso. Cuando se produce una agresión militar de un país sobre otro, ¿cómo se compagina el derecho a la legítima defensa con la invitación evangélica a la mansedumbre? ¿Se puede seguir hablando de guerras justas?

El Papa ha hablado varias veces desde el inicio de su pontificado de una “tercera guerra mundial en pedazos”. A medida que pasa el tiempo, nos damos cuenta de lo proféticas que fueron sus palabras y de lo realistas que son, en el sentido de que, desgraciadamente, describen una situación que se está cumpliendo. Las guerras, como él lo recuerda en la encíclica Fratelli tutti, son “la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente” (n. 257). Además, el desarrollo de las armas ha hecho que la capacidad destructiva de la guerra sea fácilmente incontrolable. El Santo Padre afirma en el mismo documento que ya no se puede pensar en la guerra como solución, porque los riesgos probablemente siempre superarán la hipotética utilidad que se le atribuye. De hecho, la misma Doctrina Social de la Iglesia aplica sus principios teniendo en cuenta la historia: cuando se formuló la doctrina de la “guerra justa”, se libraban con lanzas y espadas, no había medios modernos de destrucción masiva que, como desgraciadamente estamos viendo, causan un número muy elevado de víctimas civiles inocentes. Por otro lado, si bien hoy es muy difícil sostener el concepto de una “guerra justa”, se podría hablar de una “defensa justa”, es decir, del “derecho a defenderse”. De hecho, el mismo llamado evangélico a la paz y a la mansedumbre no me impide defenderme si alguien viene a destruir mi casa y a matar a mi familia. Y el mismo Catecismo de la Iglesia católica, en cuanto al uso de armas con fines defensivos, prevé la autodefensa, reconociendo que los pueblos tienen derecho a defenderse si son atacados. Sin embargo, quiero señalar que esta legítima defensa armada no es absoluta, sino que debe ejercerse dentro de ciertas condiciones que el propio Catecismo especifica con precisión.

¿Cuáles?

Que todos los demás medios para poner fin a la agresión se hayan demostrado impracticables o ineficaces; que existan razones fundadas para el éxito; que el uso de las armas no provoque mayores males y desórdenes que los que se quieren eliminar. Por último, el Catecismo afirma que, al evaluar esta cuestión, el poder de los medios modernos de destrucción desempeña un papel importante.

Hoy asistimos a la invasión rusa sobre Ucrania. Al día de hoy, ¿qué puede decirnos sobre la actitud y las acciones que lleva a cabo la Iglesia católica en general y la Santa Sede en particular al respecto?

La guerra en Ucrania es una herida sangrante en el corazón de Europa, una guerra librada entre cristianos que comparten la misma fe y, en su mayoría, la misma liturgia. Pero hay muchos otros conflictos en el mundo que están fuera del radar de los medios de comunicación. La Santa Sede observa con dolor y preocupación la expansión de la violencia, la falta de diálogo y de negociación, los organismos internacionales que parecen incapaces de favorecer soluciones negociadas y una convivencia que no se base en la ley del más fuerte. En referencia a la guerra de Ucrania, el Santo Padre ha intervenido muchas veces con llamamientos e iniciativas de paz, tratando de detener el conflicto. La Santa Sede busca llevar adelante lo que Francisco ha llamado “el esquema de la paz”, y por lo tanto busca no razonar según “el esquema de la guerra”: por eso mantiene constantemente abierto el diálogo con todas las partes implicadas, busca favorecer todo atisbo de paz, trabaja para aliviar el sufrimiento de las poblaciones víctimas de esta guerra de agresión, y repite incesantemente su voluntad de hacer todo lo posible para un alto el fuego. El Papa ha estado especialmente cerca de la población ucraniana también gracias a las misiones realizadas por algunos de sus colaboradores más cercanos, y se sabe que está planeando un viaje a Kiev, así como le gustaría ir a Moscú, si se dieran las condiciones adecuadas. Puedo asegurarle que la Santa Sede se compromete diariamente a tratar de poner fin a esta terrible guerra.

El Papa alude con frecuencia a las migraciones y el acelerado proceso de cambio cultural que afecta las relaciones humanas dentro de los países y entre ellos. ¿Cuáles son los ejes de su pensamiento al respecto?

Permítanme recordar un aniversario: la publicación de un gran documento magistral sobre este tema. Me refiero a la Constitución apostólica Exsul Familia de Pío XII, publicada en 1952, donde se lee: “La familia de Nazaret en el exilio, Jesús, María y José, emigrantes a Egipto y refugiados aquí para escapar de la ira de un rey impío, son el modelo, y el apoyo de todos los emigrantes y peregrinos de todas las épocas y de todos los países, de todos los refugiados de cualquier condición que, presionados por la persecución o la necesidad, se ven obligados a abandonar su patria, sus queridos parientes, sus vecinos, sus dulces amigos, y a ir a una tierra extranjera”. El magisterio de Francisco sobre los migrantes está anclado en el de sus predecesores y hay que recordar que los cristianos pertenecen a un Dios que se hizo hombre y que fue desplazado, migrante y refugiado junto a su familia. El Santo Padre nos enseña a mirar a estas personas como hermanos, reconociendo en ellas el rostro de Jesús. En segundo lugar, el Papa nos invita a mirar el fenómeno migratorio no como una amenaza, sino como una posibilidad de encuentro, de diálogo, de crecimiento cultural, de apertura a otras tradiciones y culturas, así como –en algunos casos– una necesidad para los países que experimentan un invierno de natalidad. Por supuesto, el propio Santo Padre nunca ha ocultado los problemas ligados a estos fenómenos, y por eso ha dicho en repetidas ocasiones que los gobiernos tienen derecho a regular la entrada y a acoger a un número de inmigrantes que luego sean capaces de integrar e insertar en sus distintas sociedades. Los papas han dicho que el primer objetivo sería evitar que las personas se vean obligadas a abandonar sus tierras por necesidad. Y recordaron la importancia de las iniciativas para generar oportunidades de trabajo y desarrollo en los países de origen de los flujos migratorios. Pero también me gustaría recordar la importante encíclica Laudato si’, sobre la ecología integral y el cuidado de la creación: de ese texto aprendemos que las migraciones, el cambio climático, el aumento de la pobreza provocado por las guerras y los sistemas económicos injustos son fenómenos unidos entre sí. Por lo tanto, es necesario un enfoque global de las migraciones, sin olvidar nunca que estamos hablando de niños, mujeres, hombres de carne y hueso, no de números o “problemas”. Y sin olvidar que en sus rostros vemos los rostros del Niño Jesús, de María y de José.

A su predecesor, el cardenal Agostino Casaroli, se le atribuye la frase del “martirio de la paciencia”, en la época de la llamada “guerra fría”. Aquel calificativo, ¿sigue siendo de actualidad?

Las palabras del cardenal Casaroli están más vigentes que nunca. En un tiempo de frenesí, de satanización del adversario y de escalada verbal, el martirio de la paciencia sigue siendo el camino principal de quienes no se rinden al abuso y al mismo tiempo trabajan para que triunfen la paz, el diálogo, la fraternidad, la amistad y la colaboración. Incluso cuando cueste, cuando se corra el riesgo de ser malinterpretado, la paciencia de la negociación debe estar para salvar lo que se puede salvar, para no dejar nunca que se apague la mecha, para mantener viva la esperanza… y esto en cada parte del mundo, con todos, pensando en el bien concreto de las personas. A la paciencia podríamos añadir, como su culminación, una visión “profética” capaz de captar las múltiples posibilidades de bien presentes hoy, que, sin embargo, deben ser primero intuidas para después ser desarrolladas. El profeta no es tanto el que predice el futuro, sino el que, observando con sabiduría el pasado y el presente, es capaz de prever el desarrollo de la historia. Hoy escuchamos a muchos, demasiados, profetas de calamidades. En cambio, se necesitan profetas de salvación, personas capaces de mostrar al mundo que es posible un futuro de paz, de comunión y de desarrollo humano por el que vale la pena trabajar y esforzarse. Esta capacidad profética, me parece, es el complemento necesario de lo que decíamos antes, porque anima a muchos mártires de la paciencia y les indica la dirección y la finalidad de su compromiso.

La configuración de la política internacional incluye el lugar destacado alcanzado por China. ¿Cuáles son las perspectivas de una vinculación formal con la Santa Sede, de desarrollo de la presencia y la vida de la Iglesia en ese país?

Me gustaría aclarar la naturaleza del Acuerdo Provisional que la Santa Sede firmó con la República Popular China, fruto de un diálogo iniciado por voluntad de Juan Pablo II y continuado durante los pontificados de Benedicto XVI y Francisco. El propósito del Acuerdo era asegurar que todos los obispos de China estuvieran en comunión con el Sucesor de Pedro y que la unidad de la comunidad eclesial se asegurara bajo la guía de obispos dignos y adecuados, chinos, pero también plenamente católicos. El Acuerdo prevé que su nombramiento siga procedimientos particulares, que se derivan de la historia reciente del cristianismo en ese país, pero que no pueden renunciar a los elementos fundamentales de la doctrina católica. Si no fuera así, ya no existiría la Iglesia católica en China, sino otra cosa. La Iglesia reivindica la libertad en el nombramiento de sus obispos, preocupada de que sean auténticos pastores según Cristo y respondan a criterios eclesiales y exigencias pastorales, pero no debemos escandalizarnos de que, en determinadas situaciones, se deban tener en cuenta, por ejemplo, algunas solicitudes expresadas por las autoridades políticas. Estamos hablando de un acuerdo muy circunscrito y limitado, concerniente exclusivamente al nombramiento de obispos. Pero eso permitió la plena comunión de todos los obispos chinos con el de Roma. Esperamos fervientemente que esto ayude a la vida de las comunidades católicas en China, a su testimonio del Evangelio, a su compromiso por el bien común de todo el pueblo chino. En este sentido y en una perspectiva más amplia, esto también es un signo de esperanza.

A la luz de la vocación universal de la Iglesia, ¿cree que el concepto de “Occidente” perdió vigencia?

epende de lo que entendamos por “Occidente”. ¿Una forma de vida basada en el consumismo y el capitalismo? ¿Un sistema defensivo con estructuras militares para protegerse de los ataques del resto del mundo? ¿O un grupo de pueblos unidos por tradiciones y valores comunes? Tampoco puede concebirse Occidente sin referencia a las raíces de la cultura clásica grecorromana y judeocristiana. Pero hay que tener cuidado: las “raíces” o las “referencias de valor” tienen poco sentido si quedan relegadas sólo a libros o a alguna declaración de principios. De hecho, las raíces sólo tienen sentido si están vivas, es decir, si su sangre es vital. En este sentido, no podemos dejar de señalar que lamentablemente Occidente se encuentra en una crisis de identidad. Además, me parece que ese concepto corre el riesgo de ser instrumentalizado en clave negativa, para contrastar el bloque norteamericano y europeo con el resto del mundo. También creo que este proceso de “polarización” político-cultural no es independiente de lo que decíamos sobre la crisis de identidad. De hecho, parece paradójico que el Occidente, que ha desarrollado durante dos milenios los valores de igualdad, solidaridad e inclusión, se oponga hoy al resto del mundo. Sucede, al menos en parte, precisamente como consecuencia de la pérdida de las raíces que generaron, alimentaron y desarrollaron dichos valores.

Es un hecho histórico que la Iglesia contribuyó al proceso de integración europea. Salvadas las enormes diferencias existentes, ¿sería concebible que América latina recibiera un aporte semejante?

Sin la fe cristiana inculturada, sin el mestizaje del cual la Virgen de Guadalupe es imagen y realidad, no habría identidad latinoamericana. Por eso debemos trabajar para que la integración de Europa pueda darse también en América latina. La fe cristiana pertenece al alma de los pueblos latinoamericanos. Debemos orar y trabajar para que siga viva, marcando la historia de los pueblos como elemento de unidad, una unidad que no es uniformidad sino comunión en la pluralidad. Debemos orar y trabajar para que la fe cristiana inspire cada vez más la vida social, cultural, económica y política, para construir, con la contribución de todos y también de las culturas y tradiciones de las poblaciones originarias, sociedades más justas e inclusivas.

La tradición secular de la diplomacia pontificia se ha llevado a cabo gracias a la dedicación de clérigos y obispos que la integran. ¿Podría concebirse que los cuadros de los representantes papales incluyeran en un futuro diplomáticos laicos, e incluso mujeres?

Durante casi diez años el Santo Padre, cumpliendo con las peticiones surgidas durante las reuniones que precedieron al cónclave de 2013, trabajó en la reforma de la Curia romana que ahora se concreta en la Constitución apostólica Praedicate Evangelium. Hasta ahora no se ha decidido cambiar la estructura de la diplomacia pontificia –el curso de preparación en la Pontificia Academia Eclesiástica y el hecho de que la titularidad de los cargos diplomáticos esté reservada a los sacerdotes y obispos– pero ello no excluye que no pueda suceder en el futuro. La nueva Constitución apostólica aclara la importancia del ejercicio del poder “vicario”, por mandato del Pontífice, y por tanto la posibilidad de que este ministerio sea ejercido en su nombre también por los laicos. Al mismo tiempo, establece que el nombramiento de los fieles laicos se haga “en vista de la competencia particular”, es decir, con una referencia específica tanto a la competencia de la persona como a la naturaleza de la tarea a realizar, mediante una evaluación que se realizará caso por caso. Volviendo a los representantes pontificios, debemos recordar que su misión no se agota en el papel de embajador, sino que prevé una parte sustancial, incluso mayoritaria, del trabajo al servicio de las Iglesias locales y de su comunión con Roma. Un servicio en estrecho contacto con los Episcopados locales que se ocupa también de la delicada tarea de recoger y preparar la documentación relativa al nombramiento de los nuevos obispos. Por lo tanto, vería más posible la participación de personal diplomático laico en las representaciones ante organizaciones internacionales.

A la luz del copioso acerbo de declaraciones, discursos e intervenciones de delegaciones de la Santa Sede ante los organismos internacionales, ¿sería posible hablar de una doctrina de la Iglesia sobre las relaciones internacionales?

La diplomacia de la Santa Sede no está ligada a un Estado, sino a una realidad de derecho internacional –la Santa Sede, de hecho– que no tiene intereses políticos, económicos, militares, etc. Se pone al servicio del obispo de Roma, que es el pastor de la Iglesia universal. Tiene, por tanto, una clara función eclesial, ya que es uno de los instrumentos de comunión entre el Papa y los obispos y coopera a garantizar la libertad de las Iglesias locales respecto de las autoridades civiles. Se caracteriza también por el compromiso de proteger la dignidad y los derechos fundamentales de todo ser humano; defender a los más débiles y pequeños de la tierra; trabajar a favor de la vida, en todas sus fases; promover la reconciliación y la paz, a través del diálogo y la prevención y resolución de conflictos; apoyar el desarrollo integral y difundir la fraternidad universal. Por eso sigue creyendo en la importancia de los organismos internacionales, principalmente la ONU, e insiste en la idea y el método del multilateralismo. Desde Pablo VI en adelante, los pontífices han participado personalmente con sus intervenciones en las asambleas generales de las Naciones Unidas. Los problemas que aquejan a la humanidad requieren enfoques globales y soluciones compartidas, donde incluso los países menos afortunados, o menos poderosos económica y militarmente, tengan derecho a voz y voto. Si no repensamos la arquitectura de las relaciones internacionales, estamos destinados a un futuro cada vez más conflictivo. No podemos razonar hoy con los esquemas de hace 50 años. Bastaría releer aunque sea los discursos de los papas al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, al comienzo de cada año, para darse cuenta de este acercamiento. Un enfoque del cual, estoy seguro, el mundo de hoy tiene una gran necesidad.

¿Cuáles son las notas salientes de la problemática de los derechos humanos a escala global, desde la perspectiva de la Santa Sede? ¿Cuánto preocupa la creación de “nuevos derechos” en torno de la cuestión del género?

Francisco no cesa de advertirnos contra la “colonización ideológica”. Si por un lado hay que reconocer que gracias a Dios ha crecido la sensibilidad por los derechos humanos a nivel internacional, por otro lado también constatamos que en ocasiones existe cierta selectividad al respecto. Me impresionó mucho la movilización de la gente, los medios de comunicación y las autoridades civiles para tratar de salvar a una ballena encallada en el río Senna en Francia. Es bueno que crezca la sensibilidad por la protección de los animales y el medio ambiente. Pero no pude evitar preguntarme por qué no hubo toda esta atención y sensibilidad ante la terrible noticia de los recientes naufragios en el Mediterráneo, donde no han perdido la vida hombres, mujeres y niños. De igual manera, podríamos recordar el silencio ante la altísima cantidad de abortos que se practican en el mundo, matando vidas humanas inocentes. Lo que se mencionó en la pregunta pertenece a esos temas sobre los cuales es correcto discutir, pero que nunca deben hacernos olvidar las proporciones de los fenómenos: hoy se pisotean los derechos humanos porque millones de personas viven por debajo del umbral de la pobreza, millones de niños no tienen comida ni bebida o son vendidos, esclavizados, explotados.

¿Qué puede decirnos sobre la necesidad de una real vigencia del derecho a la libertad religiosa? ¿Hay instrumentos suficientes para garantizarla?

La libertad de religión es un derecho humano. Debemos estar agradecidos al Concilio Vaticano II y su declaración Dignitatis humanae por esto. Todo hombre y toda mujer tiene derecho a seguir su creencia religiosa y a que nadie se lo impida. Los derechos humanos no son ajenos entre sí. Vemos en algunas partes del mundo cómo el incumplimiento del derecho a la libertad religiosa va acompañado del incumplimiento de otros derechos humanos. La libertad religiosa y de enseñanza son derechos fundamentales y el magisterio de los papas de las últimas décadas ha insistido mucho en esto. Los creyentes tienen derecho no sólo a creer, sino también a ejercer públicamente su creencia y a proponer –según reglas válidas para todos– las consecuencias sociales y éticas de su fe para el mejoramiento de las sociedades. La verdadera libertad religiosa no es la “tolerancia” del Estado hacia las diversas confesiones sino el reconocimiento de que los cuerpos religiosos, en el respeto de la ley, ofrecen una contribución fundamental para el bien de la sociedad y, por lo tanto, de todos. Los instrumentos del derecho internacional no siempre son suficientes para garantizar la libertad religiosa. La Iglesia católica, que en algunos países es minoritaria y en algunos casos discriminada y perseguida, trabaja para que todas las minorías religiosas sean reconocidas e integradas, y puedan convivir en paz, contribuyendo al bien común.

Al menos desde los tiempos de Juan XXIII, la Santa Sede ha propiciado el establecimiento de una autoridad internacional. Hoy día existe la ONU, pero con su estructura actual no cumple un papel eficaz en ese sentido. ¿Cuál es la expectativa y la propuesta de la Santa Sede?

Lo vimos con motivo de la guerra en Ucrania: se necesita un mayor liderazgo de las Naciones Unidas, porque un enfoque multilateral de los problemas representa la solución más justa, para no dejar todo a merced de los más fuertes. La Santa Sede no tiene su propio proyecto de reforma de la ONU. Reafirma la importancia de los organismos internacionales y apoya cualquier intento de hacer más protagonistas a todos los pueblos, más allá de la colonización ideológica y económica. Volviendo a lo dicho antes, necesitamos organismos internacionales que trabajen para aplicar el “esquema de paz” y no el “esquema de guerra”, que luchen por la dignidad de cada persona, empezando por los más pequeños y los más pobres.

¿Qué rol asume la Iglesia en México ante las salvajes matanzas de organizaciones criminales?

Con gran valentía la Iglesia en México se hizo portavoz de la preocupación de todos los mexicanos. En los últimos años el crimen se ha ido extendiendo en las distintas actividades de la sociedad, adueñándose de las calles y manifestándose con terribles niveles de crueldad. No se trata de números sino de familias destruidas, de vidas rotas, de sangre derramada inútilmente. En la Audiencia General del 22 de junio pasado el Papa manifestó su cercanía y oración a la comunidad católica afectada por el asesinato de dos jesuitas en la Tarahumara, y recordó, una vez más, que la violencia no resuelve los problemas, sino que aumenta el sufrimiento. No es posible negar la realidad ni tampoco se puede ser indiferente al sufrimiento de quienes se ven afectados cotidianamente por la violencia. No se trata de echar culpas sino de redoblar los esfuerzos para erradicar la impunidad y garantizar la seguridad y la paz social. Fue muy significativo, y también conmovedor, ver cómo todo el pueblo mexicano se unió en una jornada de oración por la paz, convocada por los obispos, para pedir a Dios por las víctimas de la violencia, los gobernantes, los pastores e incluso quienes hacen el mal, a fin de que se conviertan al Señor. Todos los ciudadanos, cada cual desde su posición en la sociedad civil, tienen que ser parte en la construcción de la paz: un proceso de reconciliación que empieza por el propio corazón y que, para nosotros, los cristianos, recibe su fuerza de Jesucristo.

¿Qué puede decirnos sobre el papel de la Iglesia ante la situación en Venezuela?

La Iglesia acompaña con preocupación la situación que atraviesa el país desde hace algunos años y que ha sido agravada por la pandemia, especialmente en cuanto se refiere a la pobreza y al dramático éxodo de millones de venezolanos en busca de mejores oportunidades de vida. Es importante destacar que la Iglesia local ha jugado un rol importantísimo brindando todo el apoyo para estar cerca de los que más sufren y tratar de satisfacer las necesidades básicas de la gente, especialmente la salud y la alimentación. En profunda comunión con la Conferencia episcopal venezolana, la Santa Sede no es ni ha sido indiferente, al contrario, se ha involucrado y mucho en la búsqueda de una solución pacífica e institucional. Al mismo tiempo, está convencida de que esta solución será real y duradera si todos los venezolanos, principalmente los que tienen responsabilidades políticas, ponen el bien común sobre cualquier otro interés y se empeñan en trabajar seria y responsablemente por la unidad y el fortalecimiento democrático. Los principios y valores que tienen que estar a la base de estos esfuerzos no son otros que la verdad, la justicia, la solidaridad, el respeto, la democracia, la honestidad y la cultura del trabajo. Solo así se podrá garantizar la anhelada paz social y la necesaria confianza en las instituciones. En este sentido la Iglesia se ha mostrado siempre disponible a hacer lo que esté a su alcance para facilitar el diálogo entre los distintos actores de la sociedad y para ayudar en la reconstrucción del tejido social e institucional.

¿Es posible esperar avances respecto de la situación conflictiva de los lugares sagrados en Jerusalén y, en general, respecto de Tierra Santa?

La Ciudad de Jerusalén ha estado siempre en el corazón de la Santa Sede y su particular vocación debería ser reconocida por todos. Es la Ciudad Santa no sólo para algunos, sino para judíos, cristianos y musulmanes. Esta dimensión multirreligiosa de Jerusalén y, por lo tanto, multicultural, debe ser fomentada y defendida. En este sentido, desde hace muchos años se busca promover un estatus jurídico internacional, en el cual sea reconocida y protegida la libertad de religión y de conciencia y además la igualdad ante la ley para los fieles y las instituciones de las tres religiones monoteístas en la Ciudad. Con respecto a los Lugares Santos, nunca se debería impedir la libertad de acceso y de culto y el statu quo debe ser protegido en aquellos Lugares Santos donde ya existe. La falta de una negociación directa entre Israel y Palestina alejan las perspectivas de paz. En este contexto, la Ciudad de Jerusalén sufre particularmente de esta falta de diálogo entre las partes. Esperamos, por consiguiente, que en la Ciudad Santa todos los fieles eleven su oración a Dios, por un futuro de paz y fraternidad en la tierra (cf. Papa Francisco-Rey Mohammed IV, Llamamiento sobre Jerusalén, 30 de marzo de 2019).

1 Readers Commented

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  1. Jorge Casaretto on 14 septiembre, 2022

    Me pareció un reportaje excelente. Respondió con solidez cada uno de los interrogantes y no escapando al compromiso de disimular la verdad con subterfugios. Muchas gracias

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