El pontificado de Francisco tiene muchas ventajas desde el punto de vista de la Providencia. Una de ellas es que nos permite reflexionar sobre un grave problema. Es impresionante la cantidad de gente preocupada y prácticamente al borde del cisma, que antes estaban tranquilos con Juan Pablo II y Benedicto XVI; la cantidad de gente que siempre pensó y dijo lo que ellos decían, pero ahora, por decir eso mismo, son los nuevos herejes. Ahora están perplejos, auto-silenciados o explotando de indignación.

Sin embargo, en esas mismas épocas tranquilas, cuando algunos explicábamos los grados del Magisterio, el tema de la distinción entre lo doctrinal y lo prudencial… Entonces, éramos los malos.

Para algunos corrían años muy felices. La distinción entre pecado mortal y venial y la teoría de Juan Pablo II sobre el “salario en sentido objetivo” estaban al mismo nivel.

Ahora han descubierto que hay cuestiones de Fe y otras que no lo son, aunque las diga un Pontífice. En buena hora.

La infalibilidad del Pontífice en materia de Dogma nunca fue mi problema. Todos los concilios dogmáticos lo tuvieron al Pontífice como primus inter pares, su presencia y su aprobación eran necesarias y estaba bien. La declaración de infalibilidad del Vaticano I extiende esa autoridad del pontífice fuera de los concilios, y también está bien. 

Pero las circunstancias políticas y eclesiales del Vaticano I no son tan fáciles. Pío IX vio en su momento la necesidad de dialogar con la modernidad, pero luego se echó atrás. Las fuerzas napoleónicas y del Risorgimento se cernían sobre Roma, y Pío IX cerró filas con los ultramontanos, permitió la condena de Rosmini, promulgó la Quanta cura, y en ese contexto se anunció la infalibilidad. El teólogo e historiador alemán Johann von Döllinger hizo severas advertencias pero el caso sigue silenciado in aeternum. El cardenal dominico Filippo Guidi le propuso a Pío IX una fórmula superadora pero por poco no fue enviado a Siberia.

Con las condenas cuasi absolutas a la modernidad y al liberalismo, los ultramontanos tomaron la declaración de la infalibilidad como un triunfo político donde la autoridad del pontífice era religiosa pero también temporal. Ellos lo negarán. Pero la autoridad de Pío IX fue absoluta; alguien llegó a decir que si él (quien afirmó “la tradición soy yo”) arriesgaba que Dios era uno y cuatro, así hubiera sido.

¿Por qué también temporal? Porque desde Pío IX en adelante, los pontífices no dejaron de reinar en lo temporal. Los Estados Pontificios fueron eliminados, pero ellos pretendían manejar con poder absoluto sus encíclicas y las conciencias de los fieles. La Doctrina social de la Iglesia se presenta (aunque no lo sea) como el programa político de cada pontífice en particular. En esos documentos sociales la distinción entre lo permanente y lo contingente, entre lo doctrinal y prudencial, casi brilla por su ausencia. Tal vez algunas Doctrinas estuvieron mejores que otras. Pero el asunto es que eran opinables y el que se oponía atentaba contra “el Magisterio ordinario”. Cuándo era definitivo y cuándo no, fue siempre una incertidumbre. Con Pío IX, toda la modernidad era pecado mortal. Con León XIII, lo eran las tesis e hipótesis. Benedicto XV fue un santo pero una gripe no le permitió lucirse. Con Pío XI, lo fue el famoso orden corporativo profesional y, de paso, distanció al sacerdote y político Luigi Sturzo del poder. Desde Pío XII hasta Benedicto XVI, la república constitucional. Y ahora, la Teología del Pueblo.

En cada momento diversos grupos de católicos fueron enviados al ostracismo y al silencio, aunque no excomulgados formalmente. Con Gregorio XVI y Pío IX, los liberales católicos. Con Pío XI, igual. Con Pío XII, los ultramontanos comenzaron a preocuparse. Desde Juan XXIII en adelante, fueron los cuasi-lefebvrianos o cuasi-sedevacantistas. Con Juan Pablo II y Benedicto XVI, se calmaron, excepto los marxistas de las teologías de la liberación. Y ahora, los silenciados son los que se atrevan a citar la encíclica Veritatis splendor.

Cada uno de estos grupos es papólatra cuando le conviene, y se siente perplejo cuando las cosas cambian. Es raro también que los Papas adviertan cuándo están refiriéndose a cosas opinables. Estamos frente a una Iglesia papólatra y por ende caótica, por un lado; por el otro, una iglesia muy minoritaria, silenciosa, que es católica pero no papólatra; y finalmente los no creyentes, que se ríen de nosotros. 

Gabriel Zanotti es Doctor en Filosofía y profesor en la Universidad Austral y en el CEMA 

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