Discurso de Tomás Halik ante la Asamblea del Sínodo de obispos europeos

Introducción Espiritual de Monseñor Tomás Halik ante la Asamblea del Sínodo de los Obispos Europeos, que se realiza en Praga del 5 al 12 de febrero de 2023

En el comienzo de su historia, cuando a los cristianos les preguntaban de qué se trataba su mensaje, si una nueva religión o una nueva filosofía, ellos contestaban: es el camino.

Es la manera de seguir al que dijo: “Yo soy el camino”. A lo largo de su historia, los cristianos siempre han vuelto a esta visión, especialmente en tiempos de crisis.

La tarea del Sínodo Mundial de Obispos es la anamnesis. Se trata de recordar, revivir y profundizar el carácter dinámico del Cristianismo. El Cristianismo en sus comienzos era el camino, y hoy y siempre deberá ser el camino. Así como lo fue en sus comienzos, debe serlo hoy y siempre. La Iglesia, como una comunión de peregrinos, un organismo vivo, es decir, siempre abierto, en transformación y evolución. La sinodalidad, un camino común (syn hodos), significa una constante apertura al Espíritu de Dios, por medio del cual el Cristo resucitado y viviente, vive y trabaja en la Iglesia. El Sínodo es una oportunidad para escuchar juntos lo que el Espíritu les dice a las iglesias hoy.

En los próximos días habremos de reflexionar juntos sobre los primeros frutos de la marcha para revivir el carácter sinodal de la Iglesia en nuestro continente. Es una breve parte de nuestra larga marcha. Este pequeño pero importante fragmento de la experiencia histórica del cristianismo europeo, debe ser colocado en un contexto más amplio, en el colorido mosaico del cristianismo global del futuro. Debemos decir, con claridad e integridad, que el cristianismo europeo contemporáneo quiere y puede responder a las alegrías y esperanzas, y tristezas y angustias de todo nuestro planeta, que hoy está interconectado de muchas maneras y que al mismo tiempo está dividido y globalmente amenazado de muchas maneras.

Nos encontramos en un país con una dramática historia religiosa. Incluye los comienzos de la Reforma del siglo XIV, las guerras de religión en los siglos XV y XVII y la severa persecución de la Iglesia en el siglo XX. En las cárceles y campos de concentración del Hitlerismo y Stalinismo, los cristianos, en diálogo con los no creyentes, aprendieron un ecumenismo práctico, compartiendo con ellos solidaridad, pobreza y “la ciencia de la cruz”. Este país sufrió tres olas de secularización como resultado de los cambios culturales: una “secularización blanda”, en la rápida transición desde una sociedad agraria a una industrial, una violenta secularización bajo el régimen comunista y otra “secularización blanda” en la transición a una frágil democracia pluralista desde una sociedad totalitaria en la era post moderna. Son precisamente estas transformaciones, crisis y pruebas las que nos desafían para encontrar nuevos caminos y oportunidades para comprender con mayor profundidad lo que es esencial.

Cuando el papa Benedicto XVI nos visitó, expresó la idea de que la Iglesia debería, como el Templo de Jerusalén, crear un “Patio de los Gentiles”. Mientras que las sectas solamente aceptan fieles plenamente observantes y comprometidos, la Iglesia debe mantener un espacio abierto para los buscadores espirituales, quienes, aún sin identificarse plenamente con sus enseñanzas y prácticas, se sienten cerca del Cristianismo. Jesús declaró: “Quien no está contra mí, está conmigo” (Marcos 9,40); él previno a sus discípulos contra el celo de los revolucionarios e inquisidores, contra su intento por hacer de ángeles del juicio final y separar prematuramente el trigo de la paja. El mismo Agustín decía que muchos que creen que están afuera, en realidad están dentro, y muchos que creen que están adentro, en realidad están afuera.

La Iglesia es un misterio, sabemos dónde está, pero no sabemos dónde no está.

Creemos y confesamos que la Iglesia es un misterio, un sacramento, un signo (signum), de unidad para toda la humanidad en Cristo. La Iglesia es un sacramento dinámico, un camino para esa meta. 

La unión total es un objetivo escatológico que solamente podrá alcanzarse al final de la historia. Sólo entonces la Iglesia será perfectamente una, santa, católica y apostólica. Sólo entonces veremos a Dios plenamente, tal como es.

La tarea de la Iglesia consiste en conservar el deseo por alcanzar este objetivo, siempre presente en el corazón del hombre, y al mismo tiempo resistir la tentación de ver cualquier modelo de Iglesia, cualquier estado de la sociedad, o cualquier estadio alcanzado por el conocimiento religioso, filosófico o científico, como si fuera definitivo y perfecto.

Debemos distinguir siempre entre cada forma concreta alcanzada por la Iglesia a lo largo de la historia, con la forma escatológica, esto es, debemos distinguir entre la Iglesia que camina, la Iglesia que puja (ecclesia militans) con la Iglesia victoriosa del cielo (ecclesia triumphans).

Mirar a la Iglesia en el medio de la historia como la perfecta ecclesia triumphans lleva al triunfalismo, una peligrosa forma de idolatría. Más aún, si la ecclesia militans no es capaz de resistir la tentación del triunfalismo, puede convertirse en una institución militantemente pecadora.

Confesamos con humildad que esto ha ocurrido repetidamente a lo largo de la historia del Cristianismo. Aquellas trágicas experiencias nos traen ahora la convicción de que la misión de la Iglesia es ser una fuente de inspiración espiritual y de transformación, respetando íntegramente la libertad de conciencia de cada persona humana y rechazando cualquier uso de la fuerza, cualquier forma de manipulación.

Al igual que el poder político, la influencia moral y la autoridad espiritual pueden ser mal empleadas, como lo demuestran los escándalos de los abusos sexuales, psicológicos, económicos y espirituales en la Iglesia, especialmente el abuso y la explotación de los más débiles y más vulnerables.

La tarea permanente de la Iglesia es la misión. En el mundo actual la misión no puede ser la “reconquista”, una expresión nostálgica de un pasado perdido, o el proselitismo y la manipulación, intentos por empujar a los buscadores dentro de las actuales fronteras mentales e institucionales de la Iglesia. Más bien, esas fronteras deben ser expandidas y enriquecidas, precisamente por las experiencias de los buscadores.

Si tomamos seriamente el principio de la sinodalidad, entonces la misión no puede ser entendida como un proceso unilateral, sino como acompañamiento, en un espíritu de diálogo, buscando una mutua comprensión. La sinodalidad es un proceso de aprendizaje, en el que no sólo enseñamos, sino que también aprendemos.

El llamado a abrir “el Atrio de los Gentiles” dentro del templo de la Iglesia, a integrar a los buscadores, fue un paso positivo en el camino de la sinodalidad, en el espíritu del Concilio Vaticano II. Hoy, sin embargo, necesitamos ir aún más lejos. Algo ha ocurrido en la forma del gran templo de la Iglesia y no debemos ignorarlo. Antes de su elección a la cátedra de Pedro, el cardenal Bergoglio recordó las palabras de las Escrituras: Jesús está en la puerta y llama. Pero hoy, agregaba, Jesús golpea desde adentro. Él quiere salir y debemos seguirlo. Necesitamos ir más allá de nuestras actuales fronteras mentales e institucionales, ir especialmente hacia los pobres, los marginados y los sufrientes. La Iglesia debe ser un hospital de campaña. Esta idea del papa Francisco debe ser más desarrollada. Un hospital de campaña debe contar con el respaldo de una Iglesia capaz de orecer una diagnosis competente (leyendo los signos de los tiempos) previendo, (reforzando su sistema de inmunidad contra las ideologías infecciosas como el populismo, el nacionalismo y el fundamentalismo); y una terapia y recuperación a largo plazo, (incluyendo el proceso de reconciliación y curación de las heridas que quedaron después de los tiempos de violencia e injusticia).

Para llevar a cabo esta tarea tan seria, la Iglesia necesita urgentemente de aliados –su marcha debe ser compartida, una marcha en común (syn hodos)–. No debemos acercarnos a los demás con el orgullo y la arrogancia de los poseedores sino de los amantes de la verdad. La verdad es un libro que ninguno de nosotros ha leído hasta el final. No somos los dueños de la verdad, sino amantes de la verdad y amantes del Único que es capaz de decir: Yo soy la verdad.

Jesús no contestó la pregunta de Pilatos con una teoría, una ideología o una definición de la verdad. Dio testimonio de la verdad que trasciende todas las doctrinas y las ideologías, reveló la verdad que está ocurriendo, que está viva y es personal. Sólo Jesús puede decir: Yo soy la verdad. Y al mismo tiempo dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida.

Una verdad que no fuera viviente y no fuera un camino sería como una ideología, una mera teoría. La ortodoxia debe ser combinada con la ortopraxis, la acción correcta.

Y no debemos olvidar la tercera y más profunda dimensión, la de vivir en la verdad. Esta es la ortopatía, las correctas pasión, deseo, experiencia interior- espiritualidad. Sobre todo, es a través de la espiritualidad –la experiencia de los creyentes individuales y del conjunto de la Iglesia– que el Espíritu gradualmente nos introduce en la totalidad de la verdad. Las tres, ortodoxia, ortopraxis y ortopatía, se necesitan recíprocamente. Aunque la ortodoxia (ideas correctas) pueda ser intelectualmente atractiva, sin la ortopraxis (acción correcta) es ineficaz, y sin ortopatía (sentimiento correcto) es fría, inmadura y superficial.

La nueva evangelización y la transformación sinodal de la Iglesia y el mundo constituyen un proceso en el que debemos aprender a rendir culto a Dios de un modo nuevo y más profundo, en Espíritu y en verdad. No debemos temer si algunas formas de la Iglesia están muriendo; “a menos que el grano de trigo caiga en la tierra y muera, queda como un simple grano. Pero si muere, trae mucho fruto” (Juan 12:24).

No debemos buscar al viviente entre los muertos. En cada período de la historia de la Iglesia debemos ejercitar el arte del discernimiento espiritual, distinguiendo en el árbol de la Iglesia las ramas que están vivas de las que se han secado y están muertas.

El triunfalismo, el culto a un Dios muerto, debe ser reemplazado por una humilde eclesiología desapegada. La vida de la Iglesia consiste en la participación en la paradoja de la Pascua: el momento de entrega y trascendencia de sí mismo, la transformación de la muerte en resurrección y nueva vida.

A través de los ojos de la fe, podemos ver no sólo el continuado proceso de la creación (creatio continua) en la historia, y especialmente en la historia de la Iglesia, también podemos ver el continuado proceso de encarnación (incarnatio continua), sufrimiento (passio continua) y resurrección (ressurectio continua).

La experiencia pascual de la Iglesia naciente incluye la sorpresa de que la Resurrección no sea una resucitación del pasado sino una transformación radical. Tengamos en cuenta que los ojos aún de aquellos más cercanos y queridos por El, desconocieron al Jesús resucitado. María Magdalena lo conoció por su voz, Tomás por sus heridas, los peregrinos de Emaús al romper el pan.

Todavía hoy, una parte importante de la existencia cristiana es la aventura de buscar al Cristo vivo, que viene a nosotros de muchas maneras inesperadas y a veces anónimamente. Viene a través de la puerta cerrada del temor, lo perdemos cuando nos encerramos en el miedo. Viene hacia nosotros como una voz que le habla a nuestros corazones; lo perdemos si nos permitimos ensordecer por el ruido de las ideologías y la publicidad comercial. Se nos muestra en las heridas del mundo, si ignoramos esas heridas, no tenemos derecho a decir como el apóstol Tomás; “¡Señor mío y Dios mío!”. Se nos muestra como un extranjero camino de Damasco. Lo perderemos si no queremos compartir el pan con los demás, aún con los extranjeros.

Como “signum” sacramental, la Iglesia es símbolo de la “hermandad universal”, que es la meta escatológica de la historia de la Iglesia, la historia de la humanidad y del conjunto del proceso de la creación. Creemos y confesamos que es un signum eficiens, un instrumento efectivo de este proceso de unificación. Para llevarlo a la práctica deben combinarse la contemplación y la acción. Se requiere “paciencia escatológica”, con la santa inquietud del corazón (inquietas cordis) que sólo puede terminar en los brazos de Dios al final de los tiempos. La oración, la adoración, la celebración de la Eucaristía y el “amor político”, son elementos mutuamente compatibles del proceso de divinización, la cristificación del mundo.

La diakonía política crea una cultura de cercanía y solidaridad, de empatía y hospitalidad, de respeto mutuo. Crea puentes entre personas de diferentes pueblos, culturas y religiones. Al mismo tiempo, la diakonía política es un servicio al culto, parte de la metanoia en la cual la realidad humana e interpersonal es transformada y recibe calidad y profundidad divina.

La Iglesia participa en la transformación del mundo sobre todo por medio de la evangelización, que es su misión principal. La riqueza de la evangelización radica en la inculturación, la encarnación de la fe en la cultura vital, en la manera como la gente piensa y vive. La semilla de la palabra debe ser plantada profundamente en la buena tierra. Evangelización sin inculturación quedaría reducida a un mero adoctrinamiento superficial.

El cristianismo europeo fue considerado como un ejemplo paradigmático de inculturación: el cristianismo llegó a ser la fuerza dominante de la civilización europea. Gradualmente, sin embargo, se hicieron evidentes las desventajas y las sombras de este tipo de evangelización. A partir del Iluminismo, hemos sido testigos de una cierta “exculturación” del cristianismo, una secularización de la cultura y la sociedad. El proceso de secularización no causó la desaparición del cristianismo, como algunos esperaban, sino su transformación. Algunos elementos del mensaje evangélico que habían sido dejados de lado por la Iglesia durante su asociación con el poder político, fueron incorporados al humanismo secular. El Concilio Ecuménico Vaticano II intentó poner fin a las “guerras culturales” entre el catolicismo y la modernidad secular y, a través del diálogo, integrar precisamente aquellos valores (por ejemplo, el énfasis en la libertad de conciencia) en la enseñanza oficial de la Iglesia (Hans Urs von Balthasar habló de “robando a los Egipcios”).

La primera frase de la Constitución Gaudium et Spes parece un compromiso matrimonial: la Iglesia le ha prometido al hombre moderno amor, respeto y fidelidad, solidaridad y receptividad a sus gozos y esperanzas, penas y angustias. Sin embargo, esta cortesía no encontró mayor reciprocidad. Para el “hombre moderno”, la Iglesia era una novia muy vieja y poco atractiva. Además, la benevolencia para con la cultura moderna llegó cuando la modernidad estaba cerca de su fin. La revolución cultural en torno a 1968 fue tal vez simultáneamente el clímax y el fin de la época moderna. El año 1969, cuando el hombre puso sus pies en la Luna y la invención del microprocesador introdujo la era del Internet, puede ser visto como el comienzo simbólico de una nueva época post moderna. Esta era ha sido caracterizada, por una parte, por la paradoja de la globalización, la casi universal interconexión, y, por otra, por la pluralidad radical.

Hoy se está mostrando el lado más oscuro de la globalización. Consideremos la expansión global de la violencia, desde los ataques terroristas contra los Estados Unidos en 2001, al terrorismo de Estado del imperialismo ruso y el actual genocidio ruso en Ucrania, las pandemias de enfermedades infecciosas, la destrucción del medio ambiente, la ruina del ambiente moral a través del populismo, las “fake news”, el nacionalismo, la radicalización política y el fundamentalismo religioso.

Teilhard de Chardin fue uno de los primeros profetas de la globalización, a la que él llamaba “planetarización”, reflejando su lugar en el contexto del desarrollo del conjunto del cosmos. Teilhard consideraba que la fase culminante del proceso de globalización no aparecería por una suerte de automatismo de desarrollo y progreso, sino desde un cambio consciente y libre de la humanidad hacia “una sola fuerza que une sin destruir”. El vio ese poder en el amor tal como lo entiende el Evangelio. El amor es la propia realización a través de la propia trascendencia

Creo que este momento decisivo está ocurriendo precisamente ahora y que el cambio del cristianismo hacia la sinodalidad, la transformación de la Iglesia en una comunidad dinámica de peregrinos, puede generar un impacto en el destino de toda la familia humana. La renovación sinodal puede y debería ser invitación, aliento e inspiración para que todos marchen, crezcan y maduren juntos.

¿Tiene el cristianismo europeo de hoy el coraje y la energía espiritual para evitar la amenaza de un “choque de civilizaciones”, por medio de la conversión del proceso de globalización en un proceso de comunicación, participación y enriquecimiento recíproco, en una “civitas oecuménica”, una escuela de amor y “fraternidad universal”?

Cuando la epidemia de coronavirus vació y cerró las iglesias, me pregunté si este cierre forzado no era una advertencia profética. Esto es a lo que Europa se parecerá si nuestro cristianismo no es revitalizado, si no comprendemos lo que hoy “el Espíritu está diciendo a las iglesias”.

Si la Iglesia quiere contribuir a la transformación del mundo, debe transformarse permanentemente a sí misma, debe ser ecclesia semper reformanda. Si la reforma, un cambio de forma, por ejemplo de ciertas estructuras institucionales, ha de producir algún fruto, debe ser precedida y acompañada por la revitalización del “sistema circulatorio” del cuerpo de la Iglesia, en otras palabras, de su espiritualidad. No es posible enfocar solamente en los órganos individuales y dejar de lado lo que los une e infunde en ellos Espíritu y vida.

Hoy en día, muchos “pescadores de hombres” tienen sentimientos semejantes a los de los pescadores de Galilea en las playas del lago de Genesaret cuando se encontraron por primera vez con Jesús: “Tenemos las manos y las redes vacías, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada”. En muchos países de Europa, iglesias, monasterios y seminarios están vacíos o semi vacíos.

Jesús nos dice lo mismo que les dijo a los exhaustos pescadores: prueben de nuevo, vayan a lo hondo. Insistir no es repetir los viejos errores. Hace falta perseverancia y coraje para dejar la costa e ir a lo profundo.

 “¿Por qué tienen miedo, no tienen fe?”, dice Jesús en todas las tormentas y las crisis.

La fe es un viaje que exige coraje para ir hacia lo profundo, un viaje de transformación (metanoia) de la Iglesia y el mundo. Un viaje en común (syn-hodos) de sinodalidad. Es un viaje desde el miedo paralizante (paranoia) a la metanoia y la pronoia, la visión, prudencia, discernimiento, apertura al futuro y receptividad a los desafíos en los signos de los tiempos.

Que nuestro encuentro en Praga sea un paso valiente y bendito en este largo y exigente viaje.

Traducción de Vicente Espeche Gil

1 Readers Commented

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  1. Isidoro Alconada Sempé on 13 febrero, 2023

    ¡Terminé de leerlo, y sin más, lo compartí en facebook!
    Puse esta brevísima nota de presentación:
    2023 02 13. Comparto maravillado y agradecido el Discurso de Tomás Halik ante la Asamblea del Sínodo de obispos europeos: el Espíritu Santo ha soplado sobre él, y a través de él, sobre nosotros! ¡El Espíritu sopla donde quiere! ¡Abrámonos a su acción!

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