La justicia social: de nuevo en el banquillo

El sorprendente resultado de las elecciones primarias ha permitido al candidato más favorecido, el ultraliberal Javier Milei, no sólo instalar en la discusión pública planteos radicales en el ámbito de la política monetaria y fiscal (como la dolarización, la eliminación del Banco Central o el recorte drástico del aparato del Estado) sino también cuestionar, en nombre de la libertad, la visión prevaleciente en nuestra cultura política sobre el rol del Estado, el mercado y el lugar del individuo en la sociedad. 

En este contexto, era de esperar que, tarde o temprano, el celo iconoclasta del líder de La Libertad Avanza y de sus seguidores se descargara sobre uno de los conceptos centrales de la enseñanza social de la Iglesia y de los sectores nacionales y populares: la justicia social. Tanto sus detractores como sus promotores parten generalmente de una interpretación de este término tan difundida como errónea, unos para denostarla y otros para exaltarla: la de entender la justicia social como redistribución económica compulsiva operada desde el Estado para corregir los resultados del mercado. 

Quienes están a favor de esta idea la presentan a menudo como una exigencia de la solidaridad, de modo que quienes no la comparten son acusados de egoísmo e insensibilidad. Quienes se oponen lo hacen en nombre de la ciencia económica, calificando como irracional la pretensión de imponer objetivos solidarios al mercado, cuyo funcionamiento por definición es espontáneo, es decir, no responde a planificación alguna. Nuevamente −ahora en el nivel de la argumentación−, encontramos una premisa compartida: la moralidad y la racionalidad económica, la buena intención y la eficiencia, son vistas por ambos bandos como una disyuntiva ineludible, como exigencias contrapuestas entre las cuales hay que optar. No sorprende que las consignas en favor o en contra de la justicia social terminen por convertirse en meros gritos de guerra entre los bandos en pugna mientras que la auténtica profundidad de este concepto permanece ignorada por unos y otros.

La única manera de superar semejante impasse es rescatar el sentido original de esta expresión, que surge en el seno de la teología social católica a mediados del siglo XIX. Los autores liberales suelen iniciar su crítica cuestionando la expresión misma de “justicia social”, por considerarla una redundancia, ya que la justicia es social por definición. Pero, interpretado en su contexto histórico, el adjetivo “social” quería poner de manifiesto que la justicia en sentido pleno es más que las relaciones entre individuos: es una visión del conjunto del orden social. Dicho orden debía hacer posible que todos los miembros de la sociedad contribuyeran al bien común y participaran de sus beneficios. Para ello era necesario que tanto la justicia de los intercambios (conmutativa) como la referida a la distribución de bienes y cargas (distributiva) estuvieran encuadradas en un diseño institucional que garantizara la igualdad efectiva ante la ley, lo cual supone la eliminación de todos los privilegios, es decir, de las diferencias injustificadas, a fin de garantizar la libertad para todos, y no sólo para algunos. Es una ironía de la historia que muchos liberales que combatían los privilegios del Estado absolutista se hayan convertido en encarnizados críticos de la justicia social. Quizás ello explique que nuestro país, hasta ahora, sólo haya conocido el liberalismo en su versión más selectiva y prebendaria.

Por su parte, amplios sectores de la Iglesia católica junto con expresiones políticas “populares” enarbolan la consigna de la justicia social entendida como la actividad del Estado consistente en re-distribuir “justamente” la riqueza que el mercado, librado a su propio dinamismo, distribuye en modo tan desigual. Es cierto, en este sentido, que la expresión “justicia social”, introducida en el magisterio católico por Pío XI en 1931 tiene un acento fuertemente distributivo. Pero, según el pensamiento de este pontífice, la distribución justa no estaba, en primer lugar, a cargo del Estado sino de los ciudadanos: ante todo consistía en pagar retribuciones justas que permitieran a los trabajadores acceder a la propiedad privada y lograr así una base material suficiente para gozar tanto de un adecuado nivel de bienestar como de un ámbito de libertad y de autonomía frente al Estado. Y también aludía al deber de los trabajadores de no exigir salarios desproporcionados con relación a la situación económica del país, de la empresa y de las otras actividades económicas. 

Sin embargo, algunas sociedades (la Argentina entre ellas) han evolucionado invocando la justicia social en la dirección de un creciente estatismo, a cuya sombra proliferan corporaciones amparadas por una selva de reglamentaciones opacas, regímenes de excepción, políticas erráticas de promoción de diferentes actividades económicas, barreras burocráticas contra la competencia, etc. Nuevamente, es una ironía que aquellos que se autodefinen como defensores de la igualdad nunca invoquen la justicia social para denunciar tantos intereses corporativos que impiden el desarrollo económico del país y excluyen a los más pobres de la posibilidad de integrarse a la economía formal y gozar de sus beneficios. De este modo, el “progresismo conservador”, lejos de ser un oxímoron, se presenta como una triste y sorprendente realidad. No parecen recordar el artículo 75 inciso 19, donde se establece que corresponde al Congreso “proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento”.

Es posible que el recurso irreflexivo a la expresión “justicia social”, sea para invocarla o para vituperarla, la haya contaminado de un modo irrecuperable. De hecho, hace décadas que su uso ha mermado fuertemente en el magisterio católico. Si el término “justicia social” reflejaba en sus orígenes la preocupación por las tensiones entre trabajo y capital en el seno de la sociedad industrial, Juan Pablo II ha preferido el término “solidaridad”, mejor adaptado a la creciente interdependencia de las sociedades contemporáneas. Benedicto XVI, por su parte, invocaba la “caridad social” para señalar el elemento de gratuidad que permite cubrir el vacío entre la lógica burocrática del Estado y la lógica económica del mercado. Francisco, finalmente, prefiere hablar de “fraternidad”, entendiendo que sólo el reconocimiento de la dignidad del otro como hermano puede vencer la tendencia de las naciones y sectores sociales a cerrarse ante la necesidad ajena. 

Pero detrás de todos estos cambios semánticos subyace la misma idea: la pobreza y la inequidad que amenazan con fragmentar nuestras sociedades no pueden ser superadas por la sola libertad económica ni, en el otro extremo, por la redistribución de riqueza desde el Estado que impide el normal funcionamiento del mercado, único sistema económico demostradamente capaz de producir riqueza. La justicia social no es el proyecto de ingeniería social que unos desean imponer “desde arriba” a toda costa y otros comprensiblemente temen. Es un orden institucional democráticamente establecido que hace posible a cada persona y asociación perseguir sus propios fines y, a la vez, contribuir libremente al bien común. La justicia social es, al mismo tiempo, una virtud ciudadana y el orden que la hace posible.

En conclusión, la idea de justicia social adecuadamente entendida muestra cómo la moralidad y la racionalidad pueden ser opciones concurrentes y no alternativas excluyentes. A los liberales, este concepto podría ayudarlos a comprender mejor la importancia del contexto ético que requiere el mercado para funcionar de un modo humano y eficiente. A los sectores más preocupados por la “cuestión social” podría recordarles que la buena intención no basta, sin confrontar sus propuestas con los aportes de la ciencia económica, para evitar que su accionar sea contraproducente. De esta manera, la justicia social (cualquiera sea el término elegido para evocarla) puede convertirse en el marco de referencia de un verdadero diálogo, en el cual el común reconocimiento de la dignidad humana pueda traducirse en un consenso sobre la necesidad de detectar y suprimir la multitud de privilegios e inequidades que distorsionan en todos sus aspectos nuestra vida social, garantizando una igualdad efectiva de oportunidades para todos.

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