A favor de la familia

En las últimas décadas ha ido ganando terreno en la cultura occidental una visión de la familia que podemos llamar “constructivista”, en el sentido de que niega la existencia de un concepto esencial o natural de familia, algo “dado” antes de toda convención y situado más allá de las diferencias de tiempo y lugar. Para quienes adhieren a este pensamiento, la familia sería producto de una “construcción” social, sujeta a una redefinición constante al ritmo del devenir histórico. Esta teoría busca respaldo en los resultados de las modernas investigaciones sobre el tema, que registran la multiplicidad de figuras de familia que, supuestamente, haría imposible encontrar una estructura básica subyacente, como no sea el vago denominador común de un vínculo afectivo entre personas.

Ante todo, hay que notar la debilidad lógica de esta argumentación. Si se parte del presupuesto de que la familia no existe, tampoco es posible hablar de “variaciones” (que son diferentes manifestaciones de un mismo tema) ni medir su grado de relevancia. Por ejemplo, si el padre de familia en Roma tenía un derecho sobre la vida de sus hijos menores, o si en algunas culturas se admite la poligamia, ¿significa eso que estamos ante otros tantos conceptos de familia? ¿O se trata, en cambio, de modos distintos de concebir la autoridad paterna o la relación entre el varón y la mujer, que no afectan en su esencia los conceptos de paternidad, maternidad y filiación, y que constituyen, por consiguiente, sólo variaciones de “la” familia? En realidad, lo más significativo no son las diferencias, que son esperables y se pueden acumular hasta el infinito sin resultados concluyentes, sino la continuidad esencial de la familia a través de las culturas y la historia. 

Para percibir esta continuidad es preciso retornar al sentido común. La familia tiene una estructura esencial de base biológica: todo ser humano nace de la unión de un varón y una mujer y, por lo tanto, en un contexto de relaciones familiares: maternidad, paternidad y filiación. Todas las culturas, a lo largo de toda la historia (salvo, al parecer, la nuestra), han entendido que la supervivencia de una comunidad está ineludiblemente vinculada a ese proceso de generación y a las condiciones necesarias para que la prole pueda ser criada e incorporada a la vida social. Tal es la finalidad de la institución del matrimonio, destinada a proteger, estimular y dar estabilidad a la familia así constituida, sin perjuicio de que otras formas de vivencia de la sexualidad hayan sido siempre y en diferente medida toleradas socialmente.

Esta es la razón por la cual las referencias bíblicas a la familia, incluso en los textos más antiguos (que reflejan, además, el ethos de las culturas circundantes) nos resultan hoy perfectamente reconocibles, desde el libro del Génesis hasta las epístolas paulinas, cuya concepción de las virtudes familiares se inspira en la moral grecorromana de su tiempo. Es cierto que también hay dentro de la Biblia, como en todos los temas, diferentes tradiciones en tensión. Los patriarcas de Israel eran todavía polígamos, pero el ideal del matrimonio se orientó rápidamente hacia la monogamia. San Pablo todavía defenderá la primacía de la autoridad del marido, pero siempre en el marco de la igualdad en dignidad del varón y la mujer. Hasta tiempos recientes, esta estructuración de la familia se ha mantenido sin cuestionamientos radicales, incluso en el contexto de profundas variaciones de las leyes y costumbres (por ej., la evolución desde los matrimonios concertados entre familias al matrimonio por libre elección).  ¿No es esto un testimonio de que “las” familias son encarnaciones particulares de una “esencia” permanente, “la” familia, contra la tendencia actual de celebrar la pura y anárquica “diversidad”?

Concebir la familia como una realidad dada al hombre y no construida por él no significa suscribir una visión esencialista, naturalista o ahistórica. Significa, en cambio, que, a la luz de la teología de la creación, el universo no se concibe como un mecanismo ciego y carente de sentido propio, sino como una obra armónica dotada de orden y racionalidad. La sexualidad humana, en este horizonte, no es mera biología, un material infinitamente maleable según el arbitrio subjetivo, sino que constituye el presupuesto ineludible, generador de una red de vínculos surgidos de la maternidad, la paternidad y la filiación, indispensables para el desarrollo y la socialización de la persona humana, y el logro de la armonía y la cooperación social. Lo verdaderamente humano, aun cuando en ciertos aspectos sea siempre una “construcción” de cada sociedad, está enraizado profundamente en lo natural, lo cual debería resultar claro tanto para el creyente como para aquél que, al menos, reconoce la importancia de la aceptación del “principio de realidad” como condición para superar el estado de omnipotencia infantil. El rechazo de la naturaleza implica, desde ambos puntos de vista, la regresión al caos original para los individuos y las comunidades.

Para nosotros los cristianos, más aún, la encarnación de nuestro Salvador confirma y profundiza estas verdades. Como sostenía Pablo VI, acerca de la “Lección de vida doméstica” que nos brinda la Sagrada Familia: “Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología” (Pablo VI, Discurso en Nazaret, 5 enero 1964, itálicas nuestras).

Es cierto que el mundo de las relaciones humanas es dinámico y complejo, y de hecho surgen diversos modos de vinculación sexual y afectiva que difieren de la familia fundada en el matrimonio entendido como vínculo permanente, heterosexual y monogámico. Pero sería un error querer dar cuenta de esta multiplicidad rechazando cualquier juicio de valor y limitándose a buscar un común denominador aplicable a cualquier realidad vincular: si todo puede ser familia, significa que nada lo es. El método correcto consiste en identificar un significado focal, la familia propiamente dicha, y a partir de allí reconocer que, en diferentes figuras de relación pueden (o no) existir, en diferentes grados, elementos de aquélla. 

La importancia de esta última aproximación es que sólo ella permite discernir el matrimonio (junto con la familia que de él surge) como institución que debe ser protegida y fomentada socialmente, y diferenciarla de aquellas otras formas de vinculación sexual que, si bien deben ser respetadas y toleradas como opciones de vida privada en la medida que no dañen a terceros, la sociedad no tendría interés real en promover, y finalmente de aquellas otras que directamente son contrarias al bien común, por ejemplo, por atentar contra los derechos de los niños o las mujeres (entre otros casos, embriones mantenidos indefinidamente en crioconservación, , niños concebidos artificialmente y privados del derecho de conocer al otro progenitor, alquiler de mujeres para la gestación, etc.).

Es cierto que hay muchas personas hoy a quienes les cuesta y hasta les parece imposible, o innecesario, tender a ese ideal de familia fundada en el matrimonio estable entre varón y mujer. Puede haber muchas razones personales que lleven a vivir otros estilos de relación personal. Esas personas también necesitan y merecen ser acogidas con amor en el seno de la comunidad eclesial, y acompañadas en sus procesos personales. Pero esa actitud misericordiosa no puede implicar la renuncia a presentar la verdad y la belleza de lo que creemos firmemente que es el plan de Dios expresado en el Evangelio. Como afirma el Papa Francisco en su exhortación apostólica sobre la familia, Amoris Laetitia: “Debemos reconocer la gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar cierta estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo, por ejemplo, no pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión precaria o cerrada a la comunicación de la vida nos asegura el futuro de la sociedad. Pero ¿quiénes se ocupan hoy de fortalecer los matrimonios, de ayudarles a superar los riesgos que los amenazan, de acompañarlos en su rol educativo, de estimular la estabilidad de la unión conyugal?” (n.52). La respuesta a este desafío, decisivo para la sociedad y para la Iglesia, en muchos aspectos, sigue pendiente.

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