
Era un día de marzo del año 2013. En Roma llovía, pero sin embargo había una multitud esperando noticias y la fumatta bianca. Cuando el cardenal decano anunció que había motivos para una gran alegría porque teníamos Papa, el mundo entero esperó con la respiración contenida. ¿Quién sería? Un cardenal argentino apareció en el balcón del Vaticano y puso patas para arriba a la Iglesia y al Papado.
Apareció Francisco desde el fin del mundo, dio las buenas noches y anunció que era el recién elegido obispo de Roma. Todos esperaban una bendición y él dio la vuelta la tortilla, como le gustaba hacer: pidió a la gente que rezara por él y lo bendijera. Los que escuchamos esta buena noticia sentimos que se trataba de una gracia inmensa concedida a la Iglesia y que se desplegaría y se haría explícita en los días, meses y años siguientes.
De esta experiencia se cumplieron apenas 12 años. Los que nos habíamos resignado a encontrar en lo nuevo que se anunciaba como una gran alegría sólo una repetición, fuimos de sorpresa en sorpresa. No se trataba de más de lo mismo. Nada más lejos de lo que ha sido la constante revelación de un Papa extremadamente humano y cálido. Firme y fuerte en lo que tiene que ser, especialmente cuando se trata de defender el Evangelio anunciado a los pobres. Gentil y afectuoso en situaciones de desamparo, sufrimiento y vulnerabilidad.
Francisco ha sabido romper protocolos sin desestabilizar la institución que preside. Hablaba con la frescura de la cercanía y del afecto y privilegiaba la misericordia por encima de todo. Trajo a colación la historia reciente de la Iglesia, el Vaticano II y su recepción inculturada, especialmente en latitudes donde aún hay pobreza, injusticia y opresión. Y presentó el modelo de la sinodalidad como el verdadero modo de ser de toda la Iglesia: escuchar, dialogar en el Espíritu, buscar el consenso y el discernimiento para seguir el camino y la vocación que el Señor presenta.
En su liderazgo, el Papa del fin del mundo se mostró abierto, dispuesto a escuchar a jóvenes y mayores, niños y adultos, científicos y mendigos, migrantes y monarcas. Se creó un nuevo vocabulario, y todos nos sentimos de repente a gusto dentro de este lenguaje.
¿Quién no entiende hoy lo que significa “cultura del encuentro” como verdadera vocación de la humanidad? ¿Quién en la Iglesia no se siente movilizado para vivir “en salida”, dispuesto a la misión, aunque eso signifique cansancio, lucha y heridas y magulladuras en el camino?
Quien haya leído con asombro la encíclica Laudato Si’ de 2015 no volverá a pensar que preocuparse por la ecología es sólo cuidar el propio jardín. El papa Francisco ha dejado claro que la justicia social y la justicia medioambiental van de la mano. Y que las primeras y principales víctimas de la crisis climática son los pobres.
Los que aún no entendían por qué la Iglesia se preocupaba por cuestiones políticas y sociales aprendieron con la encíclica Fratelli Tutti de 2020 que hay que pasar de la lógica del socio, que sólo se relaciona por interés, a la lógica del hermano, que entra libremente en diálogo, escucha y ampara. Y se detiene al borde del camino para cuidar al herido extranjero y desconocido.
En el momento más grave que ha vivido la humanidad en los últimos tiempos, cuando todos en casa, confinados por el virus COVID-19, no sabíamos cuánto tiempo viviríamos, Francisco caminó solo por la plaza de San Pedro bajo la lluvia y el frío. Allí, el alegre anuncio no fue alegre como el del día de su elección sino de grave y profunda solidaridad con la humanidad doliente. Nos recordó que no estábamos a la deriva, porque el Maestro seguía en la barca y hasta los vientos y el mar le obedecen. Devolvió la esperanza a los caídos y desanimados que llevaban meses respirando sólo muerte y miedo.
En la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, cantó y se alegró con miles de jóvenes, enseñándoles que la Iglesia es de todos, de todos, de todos. Nadie puede ser excluido de ella, porque ¿qué madre rechaza a sus hijos, especialmente a los más tristes y rotos? Dijo que si alguien no vivía estrictamente según los cánones de la Iglesia pero buscaba a Dios con verdad y rectitud, ¿quién tiene derecho a juzgarlo? No Francisco, no el Papa de la misericordia y los brazos abiertos.
¡Cuánta gracia ha derramado el Espíritu Santo sobre la Iglesia y la sociedad a través de este Papa venido del fin del mundo! ¡Cuánto respeto generó incluso en personas y grupos que no eran creyentes ni católicos! Intelectuales ilustres leían y discutían sus textos. Grandes artistas acudían a su llamada y se sentían inspirados por su figura y sus palabras.
Hoy, 12 años después, Francisco nos ha dejado. Sus pulmones, que tanto han respirado del fuerte aliento de la Ruah divina, del inagotable soplo del Espíritu, se detuvieron. Y Francisco falleció el lunes después de la Pascua. El domingo de Resurrección había aparecido por última vez en la plaza San Pedro y desde su debilidad y con voz casi inaudible abrazó con su bendición a su amado pueblo.
A lo largo de su enfermedad –duró más de un mes–, el Papa que acompañó al mundo entero estuvo acompañado por el afecto de este mundo. Los niños le enviaban dibujos y mensajes, las multitudes que vibraron en la Plaza de San Pedro ante la noticia de su elección han llorado y rezado. El mundo entero esperaba su recuperación, que no sucedió.
A pesar del dolor que provoca su partida, es tiempo de mucha gratitud. Gracias, Francisco, por devolver nuestra Iglesia a la fuente cristalina e inagotable del Evangelio. Gracias por enseñarnos a todos la ineludible primacía de la misericordia. Gracias por mostrarnos el rostro humano del ministerio y de la enseñanza, advirtiéndonos que ambos son servicio gratuito y gozoso. Gracias por tu vida, tu creatividad y tu servicio. En este final de tu pontificado, alabamos a Dios por la gracia que nos ha concedido contigo. Y te damos gracias por el legado que nos ofreciste y por el testimonio fiel que nos diste.
María Clara Bingemer es teóloga y profesora de la Pontificia Universidad Católica (PUC) de Río de Janeiro