Desde su contemporáneo Royer-Collard en adelante ha sido frecuente considerarlo como una suerte de Montesquieu redivivo. Tampoco resultan aventuradas las comparaciones con Aristóteles y Maquiavelo en punto a su capacidad analítica y sus envidiables dotes de observador. Es que Tocqueville (1805-1859) fue a la par un sociólogo y un filósofo de la política. Difícil arte, en verdad, el de reunir ambas miradas que, por lo general, se excluyen o subestiman mutuamente. En Tocqueville, en cambio, conviven sin recelos y se proyectan juntas sobre el camino poco transitado de lo razonable y lo prudente. Este rasgo contribuye a explicar el carácter conciliador de su pensamiento como también el estilo mesurado y a ratos melancólico de su prosa. Tocqueville, aun cuando corrigiera con obsesión sus originales, escribía genialmente bien pero su escritura es muelle: nos cautiva y, al mismo tiempo, nos invita al reposo.

 

Toda su biografía intelectual y política parece recorrida por una preocupación medular: el advenimiento de la sociedad democrática. La palabra que, desde la antigua Grecia, había servido para identificar a un régimen de gobierno, en Tocqueville designa ante todo a un tipo de sociedad que se define por oposición a la sociedad aristocrática, fundada no en la igualdad sino en los privilegios y diferencias hereditarios. Recordemos brevemente algunas de sus reflexiones al respecto. 

 

Al término del segundo volumen de La Democracia en América, Tocqueville sostiene lo siguiente: “… la Providencia no ha creado el género humano ni enteramente independiente, ni completamente esclavo. Ha trazado, es verdad, alrededor de cada hombre, un círculo fatal de donde no puede salir; pero, en sus vastos límites, el hombre es poderoso y libre. Lo mismo ocurre con los pueblos”. Y a continuación: “Las naciones de nuestros días, no podrían hacer que en su seno las condiciones no sean iguales; pero depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.”

 

En efecto, la concepción probabilista –en la expresión de Aron y de Stanley Hoffmann– que Tocqueville tenía de la historia le hacía verla dominada por una tendencia profunda y progresiva hacia la igualdad de condiciones que se venía anunciando desde hacía setecientos años hasta convertirse en un hecho irreversible. Una tendencia acelerada en el caso francés por la Revolución pero que, en los Estados Unidos (marco de su obra cumbre cuyo tema es, en el fondo, la democracia) había marchado a un ritmo evolutivo. Ahora bien, una cosa es pensar la historia en términos de tendencias de largo plazo, que condicionan la autonomía de las decisiones, y otra distinta pensar que los acontecimientos están regidos por leyes de cumplimiento necesario cuya comprensión nos permitiría predecir el curso forzoso de la humanidad. En este sentido, sería erróneo sostener que Tocqueville es un autor determinista, postura a la que en más de una ocasión se opuso explícitamente. Por ejemplo, en una página luminosa donde, al contrastar la manera de hacer historia en los tiempos aristocráticos y los democráticos (en el primer caso, una historia que destaca las pequeñas causas y las acciones individuales; en el segundo, una historia centrada en los hechos generales y los fenómenos colectivos), cuestiona la doctrina de quienes, dudando del libre albedrío, “niegan a algunos ciudadanos el poder de obrar sobre el destino del pueblo […] quitan a los pueblos mismos la facultad de modificar su propia suerte, y la someten, ya sea a una providencia inflexible, ya a una ciega fatalidad”.

 

Por consiguiente, si Tocqueville no abriga la menor duda de que, a pesar de todos los obstáculos que se le interponen en su derrotero, la pasión por la igualdad (que “penetra por todas partes en el corazón humano”) acabará desplazando a la sociedad aristocrática, no oculta su desconcierto con respecto al cariz que tomará en el mañana la sociedad democrática. Por una parte, el elemento dado, la democracia, impuesto por el devenir histórico o aun la misma voluntad de Dios (no discutiré aquí si el “terror religioso” que lo embargaba al respecto era algo más que un recurso retórico). Por la otra, el ámbito en el que costumbres e instituciones deberán actuar de consuno para que esa misma sociedad democrática sea, a la vez, libre. “¿A dónde vamos?”, se pregunta Tocqueville con relación al destino de la libertad. El interrogante resulta insoslayable y se diría que está en el reverso de su preocupación por el avance de la igualdad. Para decirlo con categorías hobbesianas, que el mismo Tocqueville utiliza con frecuencia, si la sociedad democrática representa el elemento “natural” de su argumentación, la libertad representa al “arte”, a la capacidad de los pueblos para fundar un orden político en el que mujeres y hombres sean no solamente iguales en derechos sino libres.

 

Pero Tocqueville no podía despejar esta incógnita (¿podemos acaso hacerlo nosotros en nuestro convulsionado presente?) que lo acompañará toda su vida. La igualdad en tanto tendencia ofrece hacia el futuro más de una alternativa: la libertad o la servidumbre. En otros términos, Tocqueville creía que de un mismo estado social pueden extraerse consecuencias políticas diametralmente opuestas, sin que por ello quede aquél afectado en sus rasgos definitorios. De ahí que confesara estar muy lejos de creer que en Norteamérica hubiesen encontrado “la única forma de gobierno que puede darse la democracia” (la cursiva me pertenece). Dos rostros posibles, entonces, para un nuevo mundo que, si garantiza la ausencia de privilegios de nacimiento o de distinciones permanentes, presupuesto esencial de la sociedad aristocrática, deja librada a la labor prudente de los hombres la posibilidad de que la primera de aquellas opciones sea la que verdaderamente prospere.

 

De lo contrario, el despotismo volvería por sus fueros. En Tocqueville el concepto debe asimilarse, por lo pronto, a la tiranía de la mayoría que no acepta la convivencia pacífica con las minorías y a la que no alcanza con oponer salvaguardas institucionales mientras no se sustenten en prácticas y convicciones arraigadas. Si Tocqueville no considera probable que en Norteamérica se imponga esta tiranía en el plano político, sí la ve en cambio abrirse paso en el campo del pensamiento donde la opinión pública ejerce un poderío no violento pero uniformador, “que deja el cuerpo y va derecho al alma”, poniendo al descubierto lo que llamará, con una expresión afortunada, “una nueva fisonomía de la esclavitud”.

 

Tiranía mayoritaria, homogeneidad de opiniones… ¿Bajo qué otro aspecto podía revelarse el despotismo a los ojos de las sociedades modernas? La respuesta a esta pregunta se encuentra en uno de los capítulos más célebres de La democracia en América donde Tocqueville describe a una multitud atomizada e indiferente por encima de la cual se yergue un gobierno de apariencia bienhechora y hasta paternal que, sin embargo, en su afán incontinente, termina negando las libertades y anulando el sentido de la responsabilidad individual. Es cierto que no previó el surgimiento del totalitarismo como la manifestación más acabada de la tiranía moderna. No obstante, le cabe a Tocqueville el mérito de haber retratado con más de un siglo de anticipación los contornos del Estado intervencionista. Súmese a esto el riesgo que significaba el individualismo, entendido como sinónimo de apatía cívica o, según se la denomina ahora, desafección pública, el aburguesamiento generalizado de la población, el ciego afán por el bienestar material, la centralización administrativa (excelente “para impedir, no para hacer”), la creciente polarización social (hecho gravísimo que para Tocqueville debía acaparar la atención del legislador)… He ahí otras de las varias amenazas que se cernían sobre el horizonte de las sociedades modernas.

 

¿Qué recetas proponía para aventar a estos fantasmas? Principalmente podemos mencionar las siguientes: 1) una adecuada distribución del poder, en un sentido tanto horizontal y vertical, con fuerte acento en la vida municipal vista como escuela de participación y canal adecuado para hacerla efectiva; 2) vínculos asociativos que limiten la ingerencia del gobierno en el ámbito de la sociedad civil; 3) creencias religiosas que, al crear una disciplina interior en los ciudadanos, contribuyan a “moralizar la democracia”; 4) una Justicia independiente que actúe como celoso guardián de la Constitución; 5) libertad de prensa, definida como un dogma correlativo de la soberanía del pueblo; 6) interés bien entendido, fórmula que alude a un egoísmo inteligente, sucedáneo de la virtud ciudadana, que lleva al habitante a sacrificar al conjunto parte de su tiempo y comodidad, y, 7) para confirmar su imagen de Montesquieu del siglo XIX, un sistema de costumbres afines que, según Tocqueville, constituía “la razón especial” o “causa predominante” que diferenciaba a los Estados Unidos de las ex colonias de América del Sur. “Las costumbres de un pueblo esclavo son parte de su servidumbre; las de un pueblo libre son parte de su libertad”, había escrito el autor de Del espíritu de las leyes. De ahí que, puesto a jerarquizar las causas que explicaban el mantenimiento del gobierno democrático norteamericano, Tocqueville antepusiera las costumbres a las leyes y a la posición geográfica, encuadre sociológico que condicionaba de entrada la posibilidad de esparcir, sobre otros suelos, la simiente de la democracia pluralista.

 

En todo caso, a falta de un estado moral e intelectual que sirviera de abono a las instituciones libres, Tocqueville pensaba que había que invertir el proceso y apostar a una legislación y una educación adecuadas a fin de proporcionar a los ciudadanos “ideas y sentimientos que primeramente les preparen para la libertad y en seguida les permitan su uso”, multiplicando a la par las “la ocasiones de obrar juntos y de hacerlos sentir diariamente que dependen los unos de los otros”. Una apuesta ciertamente más difícil pero que, al reconocer la influencia recíproca que existe entre el sistema social y el político o aun el margen de creatividad que compete a este último, permitiría que, introducidas “prudentemente” en la sociedad, mezclándolas “poco a poco” con las costumbres y fundiéndolas “gradualmente” con las opiniones del pueblo, las instituciones democráticas pudiesen subsistir fuera de Norteamérica. La advertencia hecha en la Introducción a La Democracia en América está enteramente ligada a este designio: “Instruir a la democracia, reanimar si se puede sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimientos, sustituir poco a poco con la ciencia de los negocios públicos su inexperiencia y por el conocimiento de sus verdaderos intereses a los ciegos instintos; adaptar su gobierno a los tiempos y lugares; modificarlo según las circunstancias y los hombres: tal es el primero de los deberes impuestos en nuestros días a aquellos que dirigen la sociedad.”

 

Quedémonos con esta lección imperecedera que, al tiempo que sintetiza en alguna medida la propuesta teórica de Tocqueville, supone para nuestro presente y nuestra posteridad (vaya esto dicho con especial referencia a la Argentina) un verdadero ideario cívico. 

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