La Constitución que se dio Rusia en 1993 estipula que el poder ejecutivo es compartido entre el presidente, elegido por sufragio universal directo, y el jefe del gobierno responsable ante la Duma. Desde la adopción de ese texto la práctica favoreció al presidente, dotado por la Constitución de poderes importantes que dejaron al primer ministro en un papel secundario y, por el protagonismo aparentemente inagotable de Yeltsin, como un dependiente de sus decisiones.
La crisis llegó, sin embargo, cuando la tormenta económica puso en evidencia el agotamiento y el desconcierto presidencial. Con la crisis económica explotaron la crisis social y la política. La descomposición del poder central se fue extendiendo al país entero, con un presidente enfermo y sin embargo celoso de sus poderes. El papel que asumió Boris Yeltsin en los hechos y por las atribuciones de la Constitución, que empleó hasta el abuso, lo mantenían, paradójicamente, como un garante forzado de la ley suprema y de las libertades en una Rusia sufriente y vacilante.
Lo que es peor: la sociedad rusa viene cayendo en una situación desesperada, asediada por la resignación y el cinismo, por las mafias y por la ostentación de nuevas oligarquías que no es difícil ver actuar en lugares de Moscú y de San Petersburgo.
Los críticos ven una economía devastada que sin embargo tiene lugar para los buscadores de dinero y de poder, en una situación circular que encierra al poder y lo separa de la sociedad.
Un análisis reciente encontró un título apropiado para describir una parte de la situación: Rusia en mal de Estado, un clásico de la historia rusa en la que el Estado juega un papel dominante hasta que se demuestra incapaz.
La oposición comunista buscaba hasta no hace mucho la dimisión del presidente. No pudo lograrla, porque no tiene fuerza suficiente para reunir los votos en las asambleas necesarias para imponerla. Fueron a la búsqueda de una reforma de la constitución que limitara drásticamente el poder presidencial. Apelaron a las regiones y a la movilización popular, con el propósito de desembarazarse de Yeltsin y convertirse en los árbitros de la vida política rusa. No tuvieron éxito hasta ahora, pero los interrogantes permanecen: ¿qué significa la función presidencial en estos momentos?, ¿qué fuerzas pesan sobre la vida política rusa? ¿cómo remontar una crisis moral y material tan grave sin gobierno real? ¿qué queda del Estado y de la fuerza militar, todavía depositaria de armas letales sin control efectivo?
En ese panorama sombrío y amargo se inserta otro proceso, no hace mucho descripto por Hélène Carrêre D´Encausse, de quien tal vez se recuerde un gran libro conocido en Buenos Aires hace veinte años: L´Empire eclaté, en el que diagnosticaba los factores que conducían a la implosión, o explosión, del imperio. ¿Una Rusia o varias Rusias? La comprobación de la autora es que la crisis económica que se desencadenó en Rusia tiene como consecuencia inesperada el desarrollo de un movimiento centrífugo en tres dominios: en el comercio interregional, en el fiscal y en el monetario. Y ese movimiento tienta a las regiones al separatismo. Los índices de esa tentación se multiplican. Rusia ve nacer cada día fronteras interiores dentro de las cuales los gobiernos regionales prometen defender a los suyos de las consecuencias crecientes de la crisis. Dejan entrar todos los productos alimentarios que atraviesen esas fronteras hacia adentro, y no dejan salir nada. El sistema, por llamarlo así, conquista todas las regiones productoras y alienta la angustia en las más pobres. Aquellas regiones impiden transferencias de recursos fiscales al Estado central, y comienzan a manifestar la intención de un separatismo monetario todavía en trámite de consulta en el interior de sus territorios, pero que pende como una amenaza.
Esa descripción fue confirmada por expresiones gubernamentales denunciando los separatismos en todos sus dominios, indicando que los reprimiría y silenciando por qué medios. Pero al mismo tiempo designando funcionarios especiales para guardar un equilibrio entre el centro y las regiones que, de romperse, pondría al Estado ruso al borde de la desaparición.
Frente a esa tentación centrífuga hay políticos, como el prestigioso y eficaz alcalde de Moscú, Loujkov, que bregan por una reorganización territorial de Rusia. Saben que el federalismo ruso, mal diseñado en la Constitución, es una ficción jurídica que encubre un Estado tradicionalmente centralista. Y todo eso se añade a los dilemas rusos en una actualidad dramática que llama a reconstruir la autoridad nacional, construir un federalismo real o resignarse a una lenta descomposición del Estado.
Frente a las demandas de esa realidad, la crisis económica sigue su curso mientras se observa el comienzo de un alivio de la crisis política. Un presidente Yeltsin sin condiciones físicas ni morales para gobernar fue dejando espacio al primer ministro Primakov. Programas de emergencia y apoyos internacionales convergen para señalar un camino de salida. Y el repliegue del presidente abrió la brecha necesaria para transitar su sucesión. Formalmente, ocurrirá en el 2000. En los hechos la presidencia Yeltsin agoniza. El debate sobre reformas constitucionales indispensables ha comenzado. ¿República parlamentaria o presidencial? ¿Cómo distribuir el poder entre el centro y las regiones? ¿Por qué no definir una socialdemocracia a la rusa, que combine la presencia del Estado con la economía de mercado, hasta ahora manifestada en un capitalismo de casino?
Pero también la pugna entre candidatos potenciales, entre los cuales están en carrera el actual primer ministro Primakov y el alcalde de Moscú Loujkov. Casi todos evocando una coalición de centro izquierda, y todos pendientes de una prueba límite: el 17 de noviembre, ahora nomás, expira la moratoria proclamada unilateralmente por el primer ministro anterior sobre las deudas exteriores de Rusia. Y el primer ministro actual debe negociar para impedir la bancarrota total del país. El alma rusa, pero también muchas almas en el mundo, pendientes.