Han transcurrido 150 años de la “primavera de las naciones”, esa feliz efervescencia de libertad que puso en movimiento el contagio democrático. Hoy muchas de las ideas asociadas con esa erupción –y con la más temprana y geográficamente remota revolución norteamericana– han logrado aceptación mundial. Con la derrota en el curso de este siglo tanto del nazismo como del comunismo, la democracia se presenta como la idea triunfante en lo doctrinario y con ello en lo político.

 

Existe pues un grado importante de consenso global en relación con las pautas que deberían regir los asuntos mundiales. En contraste con un mundo dividido por conflictos doctrinarios, característico de gran parte del siglo XX, hoy encontramos por lo menos un marcado y difundido acuerdo retórico (con algunas excepciones) respecto de cuatro principios muy generales que se relacionan entre sí:

 

Los pueblos deben vivir en sociedades sustentadas en el gobierno de la ley.

La paz del mundo debe basarse en el respeto de la soberanía nacional y no en la hegemonía.

El sistema económico de libre mercado es más productivo.

Los beneficios de la ciencia deben ser accesibles a toda la humanidad.

 

Se trata en efecto de nociones muy vagas, susceptibles de diferentes interpretaciones y aplicaciones. No obstante definen un extendido consenso doctrinal derivado de las nociones básicas de democracia. Pero aquí debemos detenernos un momento y preguntar si esos principios son en verdad una correcta descripción de nuestra realidad. La mayoría de los Estados son democracias electivas (117 sobre 191); 1300 millones de personas (22%) viven en sociedades libres y 2300 millones (39%) en sociedades parcialmente libres; pero otros 2300 millones (también un 39%) están todavía gobernados por sistemas abiertamente antidemocráticos. La jerarquía del poder mundial también es totalmente vertical, encabezada por Estados Unidos, seguido por aproximadamente una docena y media de potencias –poseedoras de armas nucleares–. La crisis financiera del Este asiático y la pobreza creciente son motivo de seria preocupación, mientras la demografía mundial exhibe la persistencia de graves desigualdades que afectan a la ancianidad y a la salud.

 

Pero el hecho del consenso no puede ser descartado por irrelevante. Quizá sea un anticipo del futuro. Acaso esté estableciendo la pauta de comportamiento político de la humanidad. Ese consenso además guarda estrecha relación con el rol sin precedente de EE.UU. en el mundo de la posguerra fría. En efecto, EE.UU. es una sociedad sustentada en el gobierno de la ley; tiene una economía de libre de mercado; es líder en producción científica; y es la única superpotencia global. En consecuencia, los asuntos internacionales se encuentran dominados por tres datos centrales: la primacía del poder estadounidense, la aceptación mundial de la idea de democracia y el triunfo del sistema económico del libre mercado sobre la concepción estatista del control centralizado. Estas realidades interactúan y a la vez son interdependientes.

 

También marcan un contraste significativo con las principales manifestaciones políticas del siglo XX. Ese siglo que merece ser señalado como el más criminal y letal de la historia de la humanidad, dominado por hubris utópicos, por el fanatismo y por el dogmatismo despiadado. Concepciones pseudorracionales de cómo organizar la humanidad sobre la base de un modelo autoritario fueron defendidas como universalmente válidas. Para plasmarlas, autoproclamados agentes de la historia emprendieron el exterminio de quienes ellos a priori consideraron como socialmente irredimibles; en un caso, elegidos en función de la raza y, en el otro, de la clase social.

 

Hoy podemos saborear el triunfo de la idea de democracia. Pero, ¿estamos ante una realidad duradera y segura? ¿Nos guía hacia una nueva etapa histórica o se trata quizá de algo contingente y vulnerable? Esta cuestión se vincula directamente con el nexo entre el rol tutelar estadounidense en el mundo y la relación extraordinariamente importante entre democracia y mercado libre. También se relaciona con una cuestión totalmente nueva que va cobrando importancia: la interacción entre control social y acelerado ritmo de la ciencia, especialmente su progresiva capacidad para modificar, mejorar e incluso tal vez clonar seres humanos. Para expresarlo brevemente: el triunfo de la democracia dependerá de cómo enfrente los problemas del poder político, la problemática de la pobreza –es decir, la justicia social– y la compleja cuestión ética de cómo mejorar pero también preservar a la persona humana.

 

Predominio vs. democracia

 

A menudo se describe el papel de EE.UU. en el mundo atribuyéndole carácter “hegemónico”, y en cierto sentido ello traduce objetivamente una correcta evaluación de la realidad actual. En esta etapa de la historia su predominio es el hecho central de los asuntos internacionales. La dimensión político-militar de esta afirmación puede corroborarse fácilmente. ¿Existe algún otro Estado respecto del cual pueda decirse que la abrupta retirada de sus fuerzas en el Lejano Oriente, el Golfo Pérsico y Europa acarrearía de inmediato enormes consecuencias negativas para la paz del mundo? Este es exactamente el caso del poder militar norteamericano actualmente apostado en Corea del Sur, el Golfo Pérsico y Europa Central. Su repentina retirada produciría casi inevitablemente el estallido de una guerra en Corea, un nuevo conflicto en el Golfo Pérsico y una extendida inestabilidad e inseguridad en el continente europeo.

 

EE.UU. es también la locomotora de la economía global, el país proveedor de tecnología de punta en materia de innovación científica, generando un polo de atracción cultural global (si para bien o para mal es cuestión de gustos), y está políticamente involucrado en los problemas de seguridad y estabilidad de cada continente de la Tierra. De nuevo: no existe otro Estado del cual pueda decirse lo mismo.

 

No obstante ese estado de cosas no significa que EE.UU. sea omnipotente. El despertar político que opera hoy en el mundo conlleva el surgimiento de aspiraciones individuales y colectivas irrealizables. La capacidad de EE.UU. para controlar la dinámica de esta situación es limitada. Y resulta evidente que ‘predominio’ no equivale a capacidad de mando norteamericana.

 

Además, su sistema político en sí mismo es adverso a dictados globales unilaterales. No es fácil disponer de recursos estadounidenses para compromisos internacionales sostenidos; ni mencionar el público rechazo del uso de la fuerza en aventuras externas. El sistema democrático estadounidense es por su naturaleza contrario al ejercicio global de una responsabilidad imperial. Y probablemente con el transcurso del tiempo aumente la oposición interna al ejercicio de este tipo de liderazgo, especialmente por lo que se percibe como “carga”.

 

Se advierte cada vez más que a los norteamericanos les perturba y hasta molesta ese involucramiento global de EE.UU. Los medios otorgan creciente atención a los asuntos internos y lo mismo sucede con la población. Este fenómeno se relaciona con el vigor del multiculturalismo, que aumenta la dificultad para definir un sentido compartido de interés nacional capaz de lograr el mismo grado de cohesión estratégica que tuvo durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Paralelo a ese multiculturalismo, crece la preocupación del pueblo norteamericano por lo que podría llamarse “realidad virtual” ofrecida por la televisión. El entretenimiento pasivo ocupa la mayor parte de la vida diaria norteamericana. Este tipo de manifestaciones plantea un alto grado de incertidumbre acerca de si una sociedad democrática basada en una cultura masiva de ‘ensimismamiento’ tendrá la capacidad de sostener durante un período prolongado las obligaciones de un liderazgo global.

 

Contención de la anarquía

 

Sin embargo, cabe advertir la improbabilidad de que en un futuro previsible –es decir, en una o dos generaciones– pueda surgir un poder capaz de desafiar el liderazgo estadounidense. Ni tampoco una coalición de potencias con capacidad para reemplazarlo. Por lo cual, otro aspecto de la realidad central de nuestro tiempo es que la alternativa al liderazgo norteamericano es la anarquía global, una progresiva ruptura de la estabilidad global, un aumento de los conflictos internacionales, con sus negativas consecuencias sociales y políticas. Estados Unidos es en esta etapa de la historia “el indispensable” poder global, pero las presiones internas, en gran medida culturales, con arraigo en su sistema democrático, pueden socavar ese rol en el curso de un prolongado ejercicio.

 

Por lo tanto, cabe preguntar: ¿Es posible que el actual predominio de EE.UU. se transforme gradualmente en alguna forma de cooperación duradera sobre la base de la realidad de un poder global y no de fórmulas idealistas pertenecientes a un gobierno mundial ilusorio como las Naciones Unidas? En cierto modo: EE.UU., como única potencia global, junto con otras potencias regionales deben tender a una forma de cooperación internacional estructurada que pueda servir como base estable para la toma de decisiones de escala global. ¿Cómo puede esto articularse y compatibilizarse con el simultáneo, aunque quizá también transitorio, ejercicio del rol tutelar de EE.UU. en el mundo?

 

Esta es la esencia de las actuales dificultades que en muchos aspectos encuentra la relación entre Estados Unidos y China. Ésta se está transformando en un poder regional significativo. Es probable que en el curso de una generación esta sea la relación bilateral más importante en el mundo. En este contexto es difícil argumentar que el aspecto dominante a considerar en esa relación debería ser los derechos humanos y la primacía de la democracia. Se puede esperar que con el tiempo China consolide su democracia y con ello también el respeto político por los derechos humanos. Sin embargo la necesidad de estructurar una cooperación internacional más estable entre las principales potencias –como alternativa tanto al conflicto como a la anarquía– dicta un prudente pero expeditivo énfasis sobre la primacía de la estabilidad geopolítica. Pero semejante claudicación tendría consecuencias adversas sobre las perspectivas de la democracia al ayudar a legitimar un gobierno autoritario estable.

 

La democracia global también encuentra amenazas en otras manifestaciones de la política internacional, principalmente en la dispersión de poder derivada de la posesión de armas de destrucción masiva. Pequeñas potencias como Corea del Norte están accediendo a ellas; pero en un futuro previsible no sólo los Estados sino también grupos políticos de fanáticos podrían obtenerlas.

 

En los últimos años se ha observado con creciente preocupación el surgimiento del terrorismo internacional. No obstante el dato más sorprendente es su persistente obsolescencia tecnológica. En la gran mayoría de los actos terroristas cometidos en los últimos años se han usado elementos fáciles de obtener comercialmente y muy parecidos a los utilizados por los anarquistas hace 150 años. Se ha recurrido básicamente al revólver y la bomba. Hasta ahora el único caso de terrorismo internacional que ha involucrado cierto grado de sofisticación tecnológica fue el registrado en el subterráneo de Tokio con el uso del gas sarín. Dado que la adquisición de armas de destrucción masiva ya no encuentra barreras ni en la complejidad tecnológica ni en los costos, es improbable que ese tipo de autocontrol terrorista continúe indefinidamente. En síntesis, en un futuro el mundo podría verse confrontado por partisanos en un estado de guerra de guerrillas nuclear.

 

Este peligro requerirá un grado de control y cooperación internacionales que también estarían en conflicto con la primacía del ideal democrático. Además aquí es preciso reconocer que la política norteamericana de oposición a la proliferación de armamento nuclear sólo ha sido superficialmente universal. De hecho ha sido selectiva y preferencial. Ha ayudado abiertamente a Gran Bretaña a obtener capacidad nuclear. Existe información confiable respecto de que EE.UU. ha colaborado secretamente con Francia en su programa de armamentos nucleares. Ha tolerado evidentemente la adquisición israelí de armas nucleares. Pero una política selectiva y preferencial de no-proliferación no constituye un obstáculo efectivo para la proliferación. Esto plantea un dilema que el mismo EE.UU. no ha sido capaz de resolver.

 

Una política verdaderamente universal de no-proliferación debería proveer garantías para aquellos Estados que no desean contar con armas nucleares: deben estar protegidos de sus vecinos que sí deseen obtenerlas. Esas garantías deben ser obligatorias. Sin ellas, una política global de no-proliferación tiene más en común con un slogan político que con una política efectiva.

 

La única alternativa posible en ese contexto es una suerte de empeño colectivo por parte de las principales potencias nucleares –incluyendo a las autoritarias– dirigido a estabilizar y limitar la difusión de armamento de destrucción masiva. Pero esto supone a su vez una desviación del concepto básico de democracia en los asuntos internacionales. Necesariamente fortalecerá la jerarquía de poder, una jerarquía incompatible con las aspiraciones democráticas.

 

En síntesis, los imperativos de un ejercicio responsable del poder global –incluso por parte un país democrático– contradicen por su naturaleza las prioridades democráticas.

 

Economía y justicia social

 

El éxito de la economía norteamericana, el evidente colapso del modelo soviético y el consiguiente descrédito del comunismo, han precipitado una nueva ortodoxia en el área de la economía global. El libre mercado ha devenido el nuevo dogma. Milton Friedman y Friedrich Hayek ahora personalizan e hasta dogmatizan la nueva fe. La interrelación e interdependencia entre libre mercado y democracia hoy se consideran evidentes por sí mismas.

 

Sin embargo, la crisis financiera en el Lejano Oriente, algunos signos de debilidad económica, estancamiento y desempleo en Europa occidental, la persistente incapacidad de Rusia y Ucrania para avanzar en sus reformas, es motivo de preocupación. Ya no resulta tan claro que haya prescripciones universalmente válidas para una transformación económica exitosa. Ya no es tan evidente que lo que ha sido bueno para Polonia o para Estonia, puede ser automática y efectivamente transferido a otros países poscomunistas que operan en condiciones totalmente diferentes y cuentan con diferentes legados históricos.

 

Asimismo, ya no es tan evidente que la transformación democrática de los países asiáticos se relaciona necesariamente con el surgimiento del libre mercado, ni que la perpetuación de ese mercado probablemente se deba a la existencia de la democracia. Una colisión entre estas dos realidades amenaza de manera creciente a cierto número de países del Lejano Oriente. Asimismo, en muchas partes del mundo se advierte inquietud por el rol jugado por instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional al alentar un tipo de sociedad estable y verdaderamente justa, una sociedad que sea genuinamente democrática no solamente en su dimensión política sino también económica.

 

Tampoco se puede ignorar el hecho de que en espera del crecimiento de la economía global, el panorama relativo de la pobreza en el mundo se ha incrementado en los últimos años. Las estadísticas del Banco Mundial y de las Naciones Unidas indican que el porcentaje de la población global que vive en situación de pobreza absoluta no sólo no disminuyó en el curso de los últimos 30 años sino que objetivamente creció. La actual explosión demográfica, especialmente en Asia, África y América latina, alimenta la preocupación respecto de la estabilidad socioeconómica de los Estados, y especialmente en lo que concierne a la noción de natural interdependencia entre democracia y libre mercado.

 

Además, si China mantiene su cuasi autoritario sistema político a la vez que prosigue su crecimiento económico, los sectores más pobres del mundo dispondrán de un modelo alternativo de desarrollo social. El modelo chino probablemente sea visto por muchos, especialmente por aquéllos, como el sistema económico más equitativo y, en consecuencia, atractivo. Por el momento resulta prematuro avizorar si en India la democracia política de las últimas décadas será acompañada por un sistema de desarrollo económico exitoso y socialmente más equitativo, y si la democracia india, perdurará.

 

En síntesis, la cuestión de la pobreza global puede plantear un creciente desafío a la vinculación entre democracia y libertad de mercado.

 

Ciencia e identidad humana

 

Finalmente, se vislumbra un tercer desafío para la democracia en el futuro cercano. Puede ser el más serio de todos. Hemos ingresado en una era en la cual la ciencia, instrumento de control humano sobre la realidad externa, se está convirtiendo en instrumento de conquista sobre la “realidad” interna del ser humano. En otras palabras, la ciencia está trascendiendo el logro del control sobre el entorno humano y está en el umbral de conseguir la capacidad de una significativa manipulación del ser humano mismo. Hasta ahora la historia de la humanidad ha sido la continua y creciente adquisición de conocimientos y control sobre la realidad externa de la existencia humana. Más y más productividad agrícola, revolución industrial, exploración espacial: éstas han sido las etapas sucesivas en el desarrollo de la capacidad del hombre para dominar las externalidades de su vida.

 

Sin embargo, en la actualidad el descubrimiento científico de mayor resonancia pertenece a lo que podría llamarse “realidad interna”, es decir, lo que los seres humanos parecen ser y lo que potencialmente podrían llegar a ser. Asociado con esta extraordinaria expansión en el panorama de la ciencia hay enormes esperanzas. La prolongación de la vida humana es un hecho. Las victorias sobre varias enfermedades son cada vez más frecuentes. Pero también debemos preocuparnos por las implicancias en el largo plazo de nuevas posibilidades científicas como la clonación humana, el mejoramiento de la inteligencia humana y el logro de la inteligencia artificial, sin mencionar temas secundarios como la apariencia física. ¿En qué consistirá el acceso a esas posibilidades para la gente de diferentes partes del mundo del mundo y de distintos niveles en la escala social? ¿A quién beneficiará primero y en qué grado? ¿No plantea el peligro de una división totalmente nueva y fundamental en la condición humana entre aquellos que reciban los mayores y los menores beneficios, generando así serias consecuencias políticas?

Hay otras preguntas incluso más inquietantes. ¿Quién, y sobre qué bases, adoptará decisiones respecto de la norma que guíe la aplicación de esta creciente capacidad científica? ¿Quién definirá hasta dónde puede ir la ciencia en la transformación del ser humano, en el control y el mejoramiento de su apariencia externa y en el desarrollo de su inteligencia? ¿Quién decidirá respecto de la creación de seres humanos cuasi “artificiales” a través de la clonación? ¿Puede alguna de estas cuestiones ser resuelta de modo democrático, en el cual la voluntad de la simple mayoría sea considerada legítima?

 

Estos asuntos ya están generando en EE.UU. debates intensos e incluso dolorosos. Este país ha sufrido violentos conflictos políticos por cuestiones como el aborto. Se ha llegado al uso de la fuerza e incluso a actos terroristas. Subyacente al conflicto, sin embargo, existe una verdadera cuestión filosófica respecto de la definición del comienzo de la vida humana. Mucho antes, la eutanasia probablemente genere conflictos similares. Se abrirá un debate acerca de si la sociedad debe mantener la vida de un número creciente de personas muy ancianas, improductivas y dependientes de la asistencia social. Algunos probablemente comiencen a defender la eutanasia como política social. Es obvio que esto habrá de provocar no sólo un debate económico y político sino el más profundo y doloroso de los dilemas morales. La solución de estas cuestiones éticas no será fácil y es dudoso que ello pueda derivar primariamente de un proceso democrático.

 

El debate sobre la correcta aplicación de la ciencia en la regulación de la vida humana, incluyendo la decisión respecto de su comienzo o su fin –y pronto también la clonación–, se relaciona con cuestiones que involucran principios éticos fundamentales.

 

En ese contexto, ¿quién habrá de determinar qué es absolutamente equivocado y qué es absolutamente correcto? ¿A quién corresponde, en una sociedad democrática, formular juicios esencialmente filosóficos respecto de principios éticos? Estas preguntas posiblemente sean las más difíciles de responder, dado que las modernas sociedades seculares son cada vez más escépticas en lo que atañe a orientaciones religiosas. Lamentablemente, no hay razón para dar por sentado que las decisiones democráticas acerca de esos temas serán “éticamente” correctas. Sin embargo los juicios deberán formularse; otras instancias científicas darán sus propias respuestas. Si sucediera esto último, las cuestiones éticas no serán resueltas sobre la base del juicio humano, iluminado por una visión ética, sino por el mero impulso del crecimiento exponencial de la capacidad científica para modificar, manipular e incluso “crear” vida humana –transformando así a seres humanos en productos de la ciencia–.

 

En síntesis, la fugitiva dinámica de la ciencia puede amenazar el fundamento humanista de la democracia, principalmente el respeto de la sacralidad de la persona individual.

 

Conclusiones

 

Para Estados Unidos, que por muchos motivos es el laboratorio social de la humanidad, es imperativo comprender que su rol histórico hoy es esencialmente transicional. Tiene la obligación de desarrollar un marco institucional que revierta de manera estable y gradual su actual predominio global. Ello requerirá compartir el poder de manera responsable y estable, y a través de un proceso geopolítico ordenado.

 

Segundo, la economía de libre mercado para ser globalmente exitosa tendrá que responder de manera creciente a una motivación humana. En un mundo donde hay cada vez menor tolerancia a la injusticia social, menor aceptación de la pobreza global, le corresponde al sistema económico estar cada vez más atento a la responsabilidad social. Ésta debe ser una consideración tan importante como la eficiencia y la eficacia en la adopción de decisiones económicas y la orientación del desarrollo económico. Esa obligación pertenece especialmente a las instituciones financieras internacionales.

 

Tercero, es un asunto de máxima importancia: la ciencia debe ser una herramienta de la humanidad; no debe transformarse en su amo. En tanto herramienta debe estar orientada por valores compartidos, sobre la base de los cuales se determinará tanto la dirección como los límites de la experimentación científica con los seres humanos. Este, sin duda alguna, será el problema más difícil de resolver.

 

Resulta prematuro confiar en que el triunfo de la democracia en nuestro tiempo sea durable. Debemos ser conscientes del hecho de que el nuevo consenso democrático, que ha prevalecido sobre la certeza utópica que ha impregnado el siglo XX, puede ahora ceder al relativismo agnóstico, produciendo una enorme confusión en los conceptos, la desmoralización social, la fragmentación política y la desorientación intelectual. La anarquía política global –actualmente la única alternativa al poder global estabilizante de EE.UU.– podría así ser confrontada por la anarquía global intelectual.

 

  

 


Intervención del autor en el coloquio convocado por Juan Pablo II para considerar el tema: «En el final del milenio: Tiempo y modernidades», Roma, 17-18/8/98. Texto de Origins, n. 12, sept. 1998.

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