Las películas de Ken Loach parecen algo sencillo, dedicadas a un asunto concreto, pero, quizá por ello mismo, son mucho más, y resultan un disparador impresionante de inquietudes sociales, políticas y, por supuesto, fundamentalmente humanas. Ladybird, Ladybird es, en ese sentido, un típico ejemplo –y además una obra ideal para cinedebates–.

 

El argumento se basa en una historia real, e impresiona saber que esa historia es todavía más dolorosa y complicada, una de esas conjunciones casi trágicas donde cada parte actúa de la mejor manera que puede, y aún así e incluso precisamente así, se cava su fosa. En el West londinense, una mujer de pocas luces y mal carácter, a quien le cuesta aceptar ayuda, y mucho menos agradecerla, pero que tiene, sin duda, un fuerte espíritu de madre, se ve privada de sus hijos, nada menos que por una Seguridad Social demasiado vigilante de las normas.

 

Esta mujer viene huyendo de un hombre golpeador (algún flash-back nos informa de su propia infancia con un padre amoroso pero que también golpeaba a la madre), y el servicio social sólo puede ubicarla en una suerte de conventillo, donde uno de sus chicos tendrá un accidente. Con esa lógica de acusar a la víctima, pronto se establece que la mujer es incapaz de proteger a sus niños; aún más: que es un peligro para ellos, y el Estado se los quita. Van en adopción, desaparecen, nunca más.

 

Son cuatro chicos, para colmo hijos de distintos padres. La mujer tiene sus defectos, pero tampoco son muy confiables “esos imbéciles que juegan a la familia feliz” desde sus oficinas, como ella los define en un acceso de rabia. ¿Y ahora, que se unió a un hombre apacible, trabajador, paciente, que la ama, también le quitarán los hijos que tenga con él? Porque ella ya está señalada, y como la burocracia no cambia, tampoco cree que la gente pueda cambiar. Además, su esposo es un morocho, extranjero, un semilegal de Sudamérica…

 

Nadie tiene toda la culpa, y todos actúan con buena intención, excepto alguna vecina chusma o algún joven patrón que se aprovecha para pagar muy por debajo de cualquier convenio. Pero, eso sí, hasta los bienintencionados trabajan de oficio, y tienen sus prejuicios.

 

El choque entre la familia concreta y los servidores concretos de la ley, remite al choque entre el propósito de la ley, así como de los estamentos de bienestar social, y su aplicación, que tantas veces desvirtúa el espíritu inicial. Y aún más allá, al concepto de Estado superior a la familia, al punto de negarle expeditivamente sus derechos fundamentales, quizá por tratarse de gente sin contactos ni recursos para defenderse. ¿Y qué decir ante la afirmación del sufrido esposo, “El sufrimiento de la gente es útil para el gobierno”? Él mismo ha huido de su país, por problemas políticos. “¿Problemas políticos? No sé lo que es eso”, observa la mujer con sus pocas luces. Sin embargo, los está teniendo, porque hay un enfoque político en las leyes sociales, y en la aplicación de esas leyes, y sobre eso habla Ken Loach, a través de un caso concreto.

 

Pero también habla sobre otras leyes, las del amor, que todo lo soporta, con una dedicación infinita, con una necesidad infinita de amar, de cuidar al ser querido, de soportarlo más allá de lo que otro, o uno mismo, en otras circunstancias, podría soportar. La conformación de esa pareja tan extraña, tan poco “ideal”, es también un tema nada secundario dentro de esta película.

 

Loach la realizó inmediatamente después de sus celebradas pinturas del mundo obrero Riff-Raff y Como caídos del cielo. El ambiente de monobloques populares, de espacios públicos aguantadores, de gente vulgar pero con valores reconocibles, es el mismo, y hasta se podría hablar de una trilogía con las mencionadas películas. Pero hay dos diferencias: en las otras los personajes tenían más conciencia social (incluso cierto tipo de militancia), sentido del humor, y eran masculinos. Quizá Ladybird, Ladybird se corresponda mejor con otros filmes, los primeros que hizo Loach: Pobre vaca, y Vida de familia, sobre los cuales supo explayarse el finado doctor Arnaldo Rascovsky abonando sus denuncias contra el filicidio inconsciente que suelen cometer los padres, y las sociedades.

 

En otro orden, la figura de un hispanohablante que aporta otra mirada, y otra experiencia a la vida británica, anticipa los filmes que el director haría inmediatamente después: Tierra y libertad y La canción de Carla.

 

Dos observaciones laterales: el título, que sugiere dos partes similares y una misma afirmación de canto; y la actriz, Crissy Rock, una comediante aficionada (Loach evita las estrellas), que con este trabajo ganó el premio a la mejor actriz en el Festival de Berlín 94.

 

Película fuerte, dura, casi absolutamente creíble, y enteramente apreciable. Se la recomienda.

2 Readers Commented

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  1. Mar on 23 julio, 2012

    ¿Servicios sociales no son los malos?
    ¿Y qué me dicen de las personas que se ponen a tener hijos por egoísmo? Es muy egoista tener un hijo solo porq te sientes vacío, solo y sin amor verdadero. Unos padres así no crean más que traumas… Eso sí es cruel.
    Me alegro que en Uk los derechos de los menores sean protegidos. Y me alegro porq a esos niños les dieran las oportunidad de tener una madre sensata.

  2. cristina on 19 diciembre, 2019

    Es verdad que el amor debería traer hijos al mundo y la protección de una familia, pero la solución en ningún caso es quitarle los hijos a una madre, recordemos que los niños tienen derechos y no tiene que ver sólo con que no les falten recursos económicos. Más bien el Estado en este caso debió velar por la familia completa en la parte humana, de apego, de vínculos. Si esta mujer tenia trastornos producto de su mala infancia, era también parte del Estado haberle provisto de asistencia en salud mental, la dejaron fuera y ahí fallaron.

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